–Señorito, deme usted la cuenta, firme usted mi salida en la cartilla y
páselo usted bien. No quiero continuar en esta casa.
–Pero, muchacha, ¿qué arrebato es ese? Apenas hace quince días que
estás a nuestro servicio y ya quieres dejarnos. ¿Por qué?
–Por nada.
–Esa no es razón. Algún motivo habrá y necesito saberlo. ¿Te trata mal
mi señora?
–Al contrario.
–¿Comes mal, trabajas mucho?
–No, señor.
–Entonces, ¿por qué quieres marcharte?
–Pues, misté, señorito; que
yo soy mu honrá, aunque me esté mal el decirlo, y no me gustan ciertas cosas
que veo.
–¡Cómo! ¿Qué es eso?... ¿Qué has visto tú?
–Ná…
–No puedes volverte atrás, ni salir de aquí sin cantar de plano. ¿Qué
ocurre?
–Ocurre, que… la verdad, la señorita…
–¿Qué tienes que decir de mi mujer? Acaba.
–Todos los días, al poco rato de irse usted a la oficina, viene aquí un
caballero.
–¿Un caballero?
–Un caballero alto, guapo, joven y muy bien vestido.
–¿Más guapo que yo?
–Sí, señor.
–¡Cáscaras!... Prosigue.
–Así que llega, se encierra la señorita en el tocador, y allí se pasan
la tarde los dos solitos.
–Solitos, ¿eh?
–Y no se marcha hasta media hora antes de volver usted.
–¿Y qué hacen?
–Eso, averígüelo usted.
–O Vargas.
–¿Quién es Vargas?
–Un mal educado que siempre anda averiguando vidas ajenas. Pero, dime:
¿tú no has oído ninguna palabra, ningún ruido sospechoso? Habla claro.
–Pues más claro, agua.
–¿Y qué más?
–¿Más claro que el agua?... Paece
usted tonto.
–Puede que lo sea. Y la señorita, no te ha dicho nada acerca de esas
largas visitas?
–Sí, señor; me ha dicho que ese joven es un profesor que viene a
enseñarle la lengua…
–¿La lengua?
–La lengua francesa.
–Siendo un profesor…
–Es que dos tardes en que usted ha venido algo más temprano que de
costumbre, la señora le ha escondido hasta que ha vuelto usted a salir.
–Eso es más grave… ¿Y, dónde le ha ocultado?
–En el retrete.
–¡Qué asco!
–Eso digo yo.
–Oye, vas a hacerme un favor. Es preciso que la señorita ignore nuestra
conferencia. Mañana vendré a sorprenderles y te juro que mi venganza será
terrible.
–¡Señorito, por Dios!...
–No temas: castigaré a los culpables y recompensaré espléndidamente tu
buen comportamiento. A cuenta, toma un abrazo…
***
Al día siguiente don Cleto regresó a su casa mucho antes de la hora
acostumbrada; la esposa infiel ocultó al amante, medio desmayado de miedo, en
el precipitado mal oliente escondrijo, y a don Cleto le bastó interrogar a la
sirviente con los ojos para cerciorarse del sitio en que se asfixiaba la víctima.
–Voy a salir otra vez – dijo acariciando a su mujer la barbita; – pero
antes voy a satisfacer una necesidad.
Ella se interpuso en su camino, anhelante.
–¿Vas al…?
–Sí.
–No, no vayas… En la alcoba tienes…
–Ya sabes que no me gusta, déjame…
–¡Pero hombre!
–No seas tonta, mujer. Precisamente sólo voy a hacer lo que el
respetable Ayuntamiento califica de “aguas menores”…
Ella se dejó caer anonadada sobre una silla, presintiendo la
catástrofe: pero don Cleto no abrió la puerta del retrete, contentándose con
entornarla lo absolutamente indispensable para ejecutar la operación. Después requirió
el desorden de su traje, cerró la puerta herméticamente y dijo acercándose a su
mujer y con el acento más bonachón del mundo:
–Ya sé que tienes escondido a tu amante en el retrete. ¡Bueno te lo he
puesto! Adiós.
La señora dio un grito y se desmayó. El amante tuvo que comprarse un
traje nuevo.
Después se supo por la portera que aquella tarde don Cleto bajaba las
escaleras frotándose las manos con aire satisfecho y murmurando:
–La venganza… el placer de los dioses!...
J.S.
Vida galante, nº 5. Barcelona, 4 de diciembre de 1898.