Cifrábanse las ilusiones del
pobre mozo en levantar de nuevo la casa de sus padres, que el tiempo tirano inclemente,
iba deshaciendo día a día, minuto a minuto.
Y Juan, siempre que abandonaba el
hogar para ir a sus faenas, dirigía una mirada melancólica hacia las pardas y
agrietadas paredes y suspiraba:
–¡Algún día serás la mejor del
pueblo”
II
Pasaron años y años.
Juan trabajaba, siempre afanoso,
siempre preocupado con aquella idea suya de reconstruir la casa de sus mayores.
No malgastaba un céntimo; no se
le conocía vicio alguno; rehuía el alternar con otros mozos para no verse
precisado a escotar en sus zambras y jaleos.
El bello ideal suyo era reunir
dos mil pesetas; cantidad fabulosa para quien solo gana setenta y cinco
céntimos diarios.
Se privaba de todo, aun de lo más
necesario para la subsistencia, rayando en tacañería absurda la obsesión de
amontonar dinero.
La vista de las monedas parecía
resarcirle de todas las penalidades e inverosímiles abstinencias que le
costaban; una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro enjuto, de ordinario
sombrío, y, con voz alegre decía mirando la resquebrajada y negruzca chimenea
del hogar, que amenazaba caer sobre su cabeza:
–¡Algún día serás la mejor del
pueblo!
III
¡No tuvo amores!
–¡Las mujeres gastan! – replicaba
si alguien se permitía motejarle la gran orfandad a que a sí mismo se
condenaba.
Llegó a los cincuenta años.
Un día –¡día el más feliz,
hermoso y sonriente que jamás gozó criatura humana!– Juan vio que tenía completa
la suma necesaria para realizar su sueño dorado.
Y regando con lágrimas de loco
entusiasmo el montón de plata que palpaba con febril ansiedad, tartamudeó:
–¡Serás la mejor del pueblo!
IV
La piqueta hincó su diente de
acero en la mansión de nuestro hombre.
Comenzó la construcción de la nueva
casa.
Juan se pasaba las horas embobado
contemplando el ir y venir de los artífices.
Seguía el curso de su obra con el
embeleso con que un padre los progresos de su hijo más querido.
Y como hombre satisfecho de sí
mismo, murmuraba orgullosamente, dirigiendo miradas triunfantes en su derredor:
–¡Serás la mejor del pueblo!...
V
Para que la casa estuviera
completamente terminada faltaban contados días.
El hombre sumaba, con impaciencia
de enamorado, los minutos que le faltaban para posesionarse del inmueble que
reasumía su juventud, su vida entera.
Una noche, Juan se acostó bueno y
sano, y soñó que se veía ya en su flamante domicilio.
Y despertó enfermo, con un dolor
agudo al pecho, como si un punzón se clavase en él.
Intentó vestirse y no pudo.
Sintió una angustia horrible ;
hizo un esfuerzo brutal, y arrastrándose por los suelos, que de otra manera no
pudo, llegó hasta el balcón.
Y con la mirada extraviada,
trémulo, ansioso, con ansiedad de hidrópico que ve cerca de sí el agua, vio
allá a lo lejos, como paloma posada sobre el verdor del prado, su casita blanca
y coquetona.
…
Aquello que le punzaba el pecho
no tenía remedio. El doctor vaticinó que Juan se iba por la posta. Y Juan murió
murmurando en el delirio: –¡La mejor del pueblo!
ALEJANDRO
LARRUBIERA
(Diario
de Pontevedra, 22 de octubre de 1897)