Siempre tristón y cariacontecido,
siempre cubierta su personalidad, enteca y huesuda, con unos pantalones
deshilachados por abajo, lustrosos por todas partes; un chaleco rasgadas las
aberturas de sus bolsillos, falto de botones; una americana reluciente por el
uso, con el cuello grasiento; un sombrero hongo apabullado, de color de
melocotón podrido, y unas botas con los tacones desviados, la suela rota; por
corbata un cintajo de seda, color indefinible, entre amarillento y verdosos; la
cara comida por peluifres negros que querían ser barba y bigote; el pelo
salíase por bajo el sombrero en mechones grisáceos. Tenía todas las trazas de
un bohemio, y no le faltaba más que colgarse a la espalda una caldera para ser
tenido por calderero trashumante.
Llamábase Pérez tan desdichado
sujeto, que aun en esto del apellido tuvo desgracia, porque esto de ser Pérez a
secas es como no ser nada; era empleado desde tiempos de la revolución en no sé
qué escondrijo de no recuerdo cuál dependencia burocrática del Estado, y amén
de los cinco mil reales únicos de sueldo con descuento, tenía mujer y cinco chiquitines,
viniendo a ser estos gajes complemento de una existencia ¡ay! felicísima.
Pérez era un buen hombre; un
calzonazos, según su señora; un parapoco, según sus compañeros; un infelizote,
según los amigos. Nació tímido, de carácter no muy abierto, estudió mucho, se
casó pronto, se vio rodeado de familia y apencó con el destinejo que la oficiosidad
de su mujer hubo de proporcionarle, y gracias, que si él hubiese buscado el pan
de cada día, hubiérase muerto de hambre en un rincón por no molestar a nadie ni
mendigar lo que él creía no deber mendigarse: el trabajo.
Entró en la oficina por la puerta
chica; le encargaron de llevar el Registro y aún le lleva, esmerándose en poner
los asientos con una letra redondilla primorosa. A cientos han desfilado por su
oficina los compañeros que, como él, entraron a gatas, y hoy se dan tono y
hablan recio y miran al infelicísimo Pérez como debe de mirar un elefante a un
renacuajo metido en una charca.
La mayoría de los que han subido
a lo alto y cobran sueldos en gordo eran unos zotes sin cultura, ni educación
ni nada, pero tenían la propiedad de la hiedra: sabían adherirse al muro protector
de tal modo que, envolviéndole, más resaltaban su personalidad que la del que
les servía de sustentáculo; unos se valían de todos los medios, aun los más vergonzosos,
para salir adelante, otros removían Roma con Santiago, quiénes se convertían en
lacayos, cuáles en sombras importunas; el fin justificaba los medios: el asunto
era ascender mucho y de golpe, y el que fuera tonto o llevase su consideración
y dignidad hasta el extremo del permanecer quieto y mudo ante su pupitre
consagrándose solo a su trabajo, que se fastidiara; en todo hay una escalera y
quien quiera subirla; unos son los peldaños y otros los que suben por ellos;
así es el mundo.
La mujer de Pérez, que veía siempre
su casa a la cuarta pregunta por la poquedad y hombría de bien de su marido, empleó
todos los medios humanos de convicción para traerle al «buen camino»,
para que brujuleara, buscase influencias, subiese, ganase dinero y remediase su
situación pobretona y la de su familia.
Y siempre Pérez, con la amarga convicción
del que se juzga desheredado para siempre de cuantos goces, alegrías y mercedes
puedan disfrutarse en el mundo, murmuraba:
–Todo es inútil… Dios da pañuelo
al que no tiene narices.
Y al ver el gesto de disgusto que
la réplica ocasionaba en su mujer, el hombre abría de una vez para siempre el chorro
de su verbosidad y decía con apasionamientos que le trasfiguraban en un
apóstol:
–En todo lo que me dices tienes
razón. Debo buscar, influir, intrigar para ser algo, pero no puedo, me falta lo
que a tantos le sobra para estos casos: carácter, tenacidad, poca vergüenza,
osadía, ¡qué sé yo!... ¿Crees que no me destroza el corazón verte a ti, a
nuestros hijos, a mí mismo, hechos unos pobretones, sin ropa, casi desnudos,
descalzos, comiendo mal, sufriendo eternamente el grito de la miseria disfrazada,
mucho más triste que esa otra que se manifiesta con sus harapos en las esquinas
de las calles? Muchas veces – no hay inmodestia en lo que voy a decirte –
experimento cierta rabia contra todo el mundo al juzgarme yo a mí mismo y ver
que sirvo para algo más que para registrar minutas, abrir expedientes y copiar estados…
¿De qué me vale ser licenciado en filosofía y letras?... ¿De qué el conocer el
latín y el griego y la metafísica y la historia y una porción de cosas más?...
Para nada, absolutamente… El mundo es un estanque lleno de peces de todos
tamaños y colores, y yo creo que los que sabemos algo más que nadar, es decir,
lo que todos saben estamos en el fondo sepultados por el plomo de nuestra sabiduría.
Jamás nos luciremos en la superficie… Eso se queda para los hábiles, los que conocen
bien el estanque y no se paran en reflexionar nada, los que se valen de su
osadía, los que desde el fondo quieren ocupar la altura y brillar al sol y les
importa poco hundir a los pequeños, morder a los grandes, adular a los de
arriba, despreciar a los de abajo; para esto estorban las matemáticas y el
sánscrito y cuantos conocimientos pueda poseer el hombre; hay una ciencia, la
de la mundología, y una gramática, la parda, a las cuales deben la mayoría de
los zoquetes que se lucen por ahí la riqueza, el respeto y el bienestar de que
disfrutan…
Esta es la lógica de la vida…
Dios, al darme sentido común y luces necesarias
en mi inteligencia para saber lo que vale la dignidad del hombre, me hizo un
gran bien… Si no me hubiera dado esto,
entonces, ¡quién sabe! Puede que a estas horas, en vez de encontrarnos tú y yo
lamentándonos de nuestra suerte, estuviéramos muy preocupados en preparar el
gran banquete que pensábamos dar a esos señorones que son en el mundo todo lo
que hay que ser.
Por eso recuerdo siempre el dicho
vulgar que es un tratado de filosofía:
–Dios da pañuelo al que no tiene
narices.
***
¡Y cuantos como este Pérez!...
ALEJANDRO LARRUBIERA
(Instantáneas. Revista semanal de
artes y letras. 10 de diciembre de 1898). Madrid.