La luz de una lámpara verde
suspendida en medio del dormitorio, envolvía los muebles en una soñolienta
hopalanda luminosa, triste como una neblina otoñal, bajo la cual aparecían las
marquesinas con sus suaves panzas afelpadas, y un severo lecho de caoba, amplio
y macizo.
Eva, la adorable pecadora que supo
encender tantas pasiones y hurtar tantas horas al demonio, torturador del
Fastidio, dormía profundamente descansando las fatigas de la última bacanal.
Tenía la tez mate, los labios rojos y la nariz caprichosa y tajante de los
temperamentos inquietos; los ojos reposaban a la sombra de sus pestañas, y el
plácido letargo de aquella cabeza hubiese sido perfecto, si los íntimos
rebrinqueteos del espíritu no se hubieran traducido en los frecuentes
estremecimientos del sobrecejo, que temblaba bajo el casco ondulante de sus
cabellera rubia: casco magnífico formado de cabellos fuertes y erguidos en
varias direcciones, como si cada uno de ellos fuera dotado de voluntad y
carácter propios.
Eva soñaba…
En tales momentos, su imaginación componía
una fábula en que había retazos de realidad vívida y girones del mundo
quimérico… Aquella noche, Eva y otra mujer, muy hermosa también y muy ducha en
los ladinos discreteos y taimerías del buen placer, se disputaron el corazón
del mismo hombre, y Eva triunfó.
–Soy invencible,– murmuraba la
joven soñando; – el cetro de la belleza no
caerá nunca de mis manos. No hay mujer que me rinda… Mi gentileza es como
manantial que no se agota, como sol sin ocaso…
Y discurriendo así Eva, vio venir
hacia ella un largo rosario de sombras blancas que se acercaban pausadamente y
con el diestro índice sobre los labios en la actitud de esos ángeles
silenciosos que ornan los grandes monumentos sepulcrales. Aquellas mujeres
parecían hermanas gemelas, tan grande era su parecido: todas muy pálidas, muy
tristes, con afiladas narices hebraicas y rasgados ojos melancólicos…
–¿Quiénes sois? – preguntó Eva.
–Somos las Horas… – dijo la
primera. – Somos las Horas… – repitió como un eco, la segunda. Y seguían
desfilando una tras otra, con paso quedo y cogidas de las manos… Y como la
gentil pecadora tornase a preguntar, quiénes eran y qué pretendían de ella, las
Horas contestaron:
–Somos las omnipotentes motoras
del mundo. En nuestro seno nace y muere todo y el cosmos no existiría sin
nuestra colaboración. Estamos en todas partes, el Tiempo es nuestro padre y
nuestro verdugo, y somos tan numerosas que llenamos el espacio. Del infinito
venimos camino de la inmensidad; las Horas que se van no vuelven, y sin
embargo, el raudal de las Horas, a despecho de fluir eternamente, no se agota
nunca… Nosostras, que asistimos al nacimiento del Sol y a la formación de la
Tierra, también seremos testigos de su ruina y desmoronamiento; nosotras somos
las hadas invisibles que secamos los mares, y allanamos las cordilleras, y
hundimos los palacios más sólidos, y deslustramos el recuerdo de las hazañas
más memorables y aventamos el polvo de las ruinas… Hace un momento, la
satisfacción de un triunfo, prendió en tu ánimo la presunción de que tu belleza
era invencible y todopoderosa… Te engañas; las únicas deidades omnipotentes,
somos nosotras…
–¿Y ese poder infernal, lo
empleareis en contra mía? – preguntó Eva.
–Sí; contra ti y contra todo, que
tal es nuestra misión.
–¿Y me mataréis?
–Sí.
–¿Y me afeareis?
–Sí. ¡Cómo!... ¿No sabías que
Venus murió a manos de las Horas?...
Eva quiso protestar y huir de
aquel calenturiento aquelarre, pero no pudo, y ellas, las Horas implacables,
tornaron a murmurar con ese sonsonete manso y arrullador del remusgo que
susurra entre las cañas.
–No te envanezcas, pobre pecadora,
porque eres sierva nuestra, y prostérnate ante nosotras recordando que lo
Pretérito y lo Porvenir, de Horas están formados…
Y hablando así, las terribles
hijas del Tiempo, seguían desfilando.
–Acuérdate, Eva, – continuaron
diciendo – que en una Hora naciste y que a manos de una de nosotras habrás de
morir…Ahora tus Horas son jóvenes, lozanas, alegres y soñadoras como tú misma;
mas recuerda que las Horas buenas pasarán y vendrán las de la arada vejez…
Horas nefandas que marchitarán tus mejillas y dulzurarán el fuego de tus
entrañas ardientes, y tornarán fétido el ogaño vaho aromoso de tus labios y
quemarán tus párpados… Recuerda esas Horas y luego aquella Hora trágica, suprema,
en que el Sol no brillará para ti…
Y escuchando tan tremendas
amenazas, Eva, horrorizada, despertó, mirando los muebles envueltos en la
voluptuosa luz de la lamparilla verde. Luego, queriendo asegurarse por sí misma
de lo que había soñado, saltó del lecho y corrió a mirarse en el espejo de un
armario.
–¡Oh, qué sueño tan fatídico! – murmuró;
– envejecer, morir… ¿qué importa?... Soy joven, soy hermosa… Gocemos; pues,
mientras mis nervios sientan el supereminente deleite de vivir…
Y sacudió su abundosa cabellera
rubia; aquel casco soberbio que aún no había recogido ese polvo que levanta la
marcha triunfal de las Horas…
EDUARDO
ZAMACOIS
La Vida Literaria. Madrid, 25 de mayo de
1899.