I
Entre los tipos españoles
conservados milagrosamente al través de la oleada de reformas que cada día nos
llega de Francia; entre los restos escasos de nuestras costumbres nacionales
borradas diariamente con los hábitos y las instituciones de los que nos han
heredado en la peligrosa tarea de llamar la atención; entre aquellos
representantes del españolismo puro más raros cada vez, ahora, que hasta
nuestros clásicos zagales se visten a la francesa; entre esos industriales o
artistas únicamente posibles en España, y de los que ya solo queremos los que
huelen a cuerno, que son en mi concepto los que antes debiéramos abolir; entre
los inspiradores del pincel de Goya o del lápiz de Alenza o del de Vaude, hay
una clase especial, colocada más abajo que el pueblo, cuyos hábitos se
transmiten fielmente hace ya siglos; clase cuya historia nos proponemos
bosquejar andando ese tiempo de nuestro país, más largo que el de ninguna otra
parte; clase que llamamos así, más que por su número escaso, por su diversidad
de todas las otras y por el lazo unido, hereditario e indisoluble que la
sostiene; clase solo conocida dentro de las tapias de nuestra capital; en una
palabra, la clase que componen los ciegos
de Madrid.
Con necesidades, con afectos, con
instintos especiales el que nace para vivir en ese sepulcro anticipado que se
llama ceguera es un ser aparte de la humanidad, aislado entre sus semejantes;
tocándoles a cada momento, adivinando alguna vez las afecciones y los
pensamientos de los demás hombres; viviendo sin embargo en un mundo distinto,
cuyo fondo está casi siempre lleno de tristeza resignada, sino de la cruel
desesperación que algunos suponen.
Y entre esos mismos seres
infelices tan desgraciadamente igualados por la naturaleza, hay otra separación
establecida por la sociedad; la que divide al ciego rico del ciego pobre; la
que aísla al ciego que vive en cómodas habitaciones y cuidado con esmero,
siquiera sea por manos mercenarias, del ciego que pide apoyado en un
guarda-cantón, implorando el nombre de Santa Lucía, o vende por las calles el
anuncio de un cambio ministerial, siempre pregonado con voz aguardentosa y con
el grito consabido: a dos cuartos el
papel que acaba de salir ahora.
El primero de estos ciegos es aquí
como en Flandes; es el hombre privado de la vista, el ciego rico de cualquiera
parte. El segundo al contrario, es ese tipo característico, cruel ensartador
muchas veces de disparates medidos y acompañados de la cadencia más monótona y
menos armoniosa que se puede sacar de la guitarra; alto conocedor de la vida de
San Cosme y San Damián, que falsifica constantemente en seguidillas
tradicionales como el acento, el traje, el nombre y la vida del que las canta;
tipo tímido y filosófico muchas veces; músico de corazón algunas; tierno y
virtuoso padre muy a menudo; amante apasionado de vez en cuando.
A esta especie rarísima,
trashumante sin cambiar de pueblo, que sabe las esquinas, las iglesias y los
paseos concurridos en cada época; a esta clase, que más adelante me propongo
historiar levantando hasta donde pueda la cortina de sus sorprendentes
misterios, a esta clase pertenecía cierto tío Tomás, situado desde que sonaban
en Madrid las oraciones de la noche en un ángulo de la calle de Santa Isabel,
justamente bajo las ventanas floridas de la malograda y candorosa Luisa, a cuya
casa asistía yo diariamente.
II
Una noche de enero, lluviosa y
triste como pocas, salía yo solo a la una de la tertulia, empapado aun en las
melodías de Beethoven que la niña de la casa tocara para complacerme, largo
rato después de que marcharon los últimos tresillistas. La lluvia que había
caído por intervalos desde el anochecer, se descolgaba entonces menuda y
penetrante, acompañada de un viento que levantó mi capa tan luego como pisé la
calle, llegando a mis oídos entre el ruido de algunos cristales rotos por su
violencia. Apenas había dado cuatro pasos, cuando oí gritar con acento
lastimero:
–¡Manuel, Manuel! ¿Dónde estás,
hijo mío? ¿Dónde estás, Manolito? ¡Válgame Dios!... ¡Jesús mil veces!...
¡Manuel, Manuel!
–Aquí estoy, padre, respondió
luego una voz infantil, pero se han apagado los faroles y no sé por dónde…
No pude oír más: una ráfaga
violenta cortó la palabra del niño, y la lluvia aumentó más aún la violencia
con que se estrellaba en el empedrado de la extraviada calle. Llegué al sitio
donde el ciego se colocaba ordinariamente, adivinando ya que él era quien
llamaba al niño extraviado. Hallé al infeliz sentado en el umbral de una casa
cerrada, calado hasta los huesos por el agua helada de aquella noche, y
guardando entre las piernas, medio cubierta con su agujereada capa la mugrienta
vihuela que le servía para ganar el pan.
–¿Qué sucede, buen Tomás? pregunté
recordando casualmente el nombre del ciego que noches antes me había comunicado
Luisa entre mil caritativas observaciones.
–Nada, señorito, que mi hijo se
marchó siguiendo a un caballero, sin duda mientras el hombre registraba sus
bolsillos para hacernos alguna caridad, y creo que ahora apagó el viento los faroles,
y no llega mi pobre Manuel para guiarme a casa, y estará ya el chico mojado
como una sopa… ¡Buena desgracia es ser ciego, señorito! ¡buena desgracia!
–Espere usted un momento, contesté
enternecido por tan sinceras palabras; y bajando a tientas por una de las vías
que unen a Lavapiés con la calle de Santa Isabel, y que el aire tempestuoso
había dejado en completa oscuridad, topé a los quince o veinte pasos con un
niño pegado a la pared, empapado también por la lluvia, temblando además y
gimiendo de frío.
Le conduje al lado de su padre, y
luego acompañé a los dos hasta una buñuelería inmediata donde entré con ellos resuelto
a esperar que mejorara la noche.
Se acercaron ambos al fuego; pedí
para ellos buñuelos y vino; y cuando vi desaparecer con el calor la última
lágrima detenida por el frío en las arrugadas mejillas del tío Tomás, le
pregunté volviéndome hacia su hijo:
–¿Vive aún la madre de este niño,
Tomas?
–Sí, señorito, me contestó.
–¿Y cómo no viene ella a recoger a
ustedes todas las noches?
–Ay señorito, eso es una novela.
–¿Cómo una novela?
–Así me ha dicho otro caballero
que se llaman las historias parecidas a la mía.
–¿Pues que le hizo a usted esa
mujer?
–Me volvió a dejar ciego,
señorito.
–¿Le volvió a usted a dejar ciego?
exclamé asustado con aquella frase.
–Es decir, que ella tuvo la culpa;
pero no lo hizo a propósito.
–Cuéntemelo usted todo si gusta,
dije yo picado por la curiosidad. Y mientras la lluvia seguía inundando las
calles, el tío Tomás me refirió lo que sigue.
III
–Yo nací con vista, señorito, y
todos me han dicho que vi muy bien durante los quince meses en que mi madre me
amamantó. Pero al fin de esos quince meses murió mi padre; mi madre cogió con
el disgusto una enfermedad, y yo la heredé en el mismo día; solo que mi madre
padeció del corazón y yo padecía de los ojos, que aunque útiles en aquel
entonces eran ya lo más malo que yo tenía. La miseria en que quedamos aumentó
poco a poco mi enfermedad, que cada vez iba estando más descuidada; por fin…
ocho meses después murió también mi madre, sin dejarme más memoria que la de su
cara, la sola cosa que me quedó presente de la niñez, porque mi madre era muy
guapa y muy buena mujer, señorito, muy buena mujer: vivas están aún algunas que
la conocían. Un tío carpintero que yo tenía me recogió en su casa y quiso que
me curaran; pero el cirujano les dijo que ya era tarde, y después de llevarme
cuatro o cinco días a la consulta del hospital, lo tuvieron que dejar, y me
resigné a verme ciego.
–Sin hacer más, interrumpí.
–Ya llevaba gastados ocho duros en
recetas y mis tíos aunque tenían mejor oficio que mi padre, eran pobres
también, señorito. Quince años estuve así aprendiendo a tocar la guitarra, en
lo cual dicen que entiendo algo, y comenzando a pedir a las puertas de las
iglesias. Pero cuando yo tenía diez y siete años vino a casa de mi tío otra
niña de catorce que también se había quedado sin padre, y que era, aunque
lejana, parienta de todos los que vivíamos allí. Aquella niña fue querida por
nosotros desde el momento en que llegó; pero ninguno la quiso, ninguno estimó
tanto sus bondades como el pobre ciego. Siempre que yo sacaba más limosna que tres
reales, la guardaba debajo de un ladrillo para dárselo junto el domingo, con lo
cual ella compraba pañuelos para los otros primos, a fin de que mi tía la
quisiera más, y me llamaba siempre su Tomasillo,
y me guiaba por la calle cuando yo quería
mudar de iglesia o de esquina, y me venía a buscar en cuanto llegaba la noche.
Al cabo de otros tres años, mi primilla, que así decíamos aunque no cogía un galgo
nuestro parentesco, estaba hecha una moza arrogante y todos se lo manifestaban
cuando me servía de lazarillo, por lo cual me hizo llorar algunas veces. Tanto
había yo contentado a aquella mujer, tanto cariño la había tenido que al
mandarla mi tío escoger entre los que la cortejaban, porque ya era tiempo de
que se casase, respondió ella llorando que nadie le parecía tan bueno como yo,
que nadie la quería tanto como Tomasillo,
y que si la dejaban, con el ciego se había de casar. Mira lo que haces, la
contestó mi tío, y no te cases por lástima para que después te guste otro más y
paséis la vida perdidos. Calló mi primilla; pero ya había dicho bastante; yo
lloraba también de la alegría que me habían dado sus razones, porque era mucho
lo que hacía por mí aquella mujer tan guapa que tenía otros novios con vista y
con oficio. En fin, señorito, que nos casamos: tuvimos este niño que está presente
y pasamos año y medio como en la gloria.
Pero al cabo de año y medio mi
mujer empezó a quejarse de un dolor que no la dejaba hacer las calcetas que
hasta entonces había vendido a los caballeros y principió a salir de casa para
tomar el sol, según me dijeron los primos. Una tarde volví yo con el palo a las
cuatro y encontré en el portal a mi mujer que salía; subimos juntos; mas al apoyarme
en su hombro para no tropezar, reparé que llevaba en el cuello un pañuelo de seda;
mi mujer no me había dicho que lo tenía, ni yo imaginaba que hubiera ganado tanto
dinero haciendo calcetas; no la pregunté nada hasta mucho tiempo después y
aunque me contestó que lo conservaba desde soltera, la sospecha me quedó en el corazón,
y aquel pañuelo me costó muchas lágrimas, porque nosotros tenemos que ser
maliciosos por fuerza.
Aquí se detuvo el pobre Tomás, y
enjugando sus ojos humedecidos por aquel primer recuerdo doloroso, continuó en
estos términos su historia.
–Habíamos vuelto ya a vivir como
buenos consortes, cuando vino de América un hijo de mi tío que se casó en las
montañas de Santander y mandó a su padre mucho dinero, más de 2000 duros a lo
que parece. El pobre carpintero, anciano como estaba, remedió a toda la
familia; casó también a dos hijas suyas y se empleó en llamar a otro médico para
que dijese como teniendo yo tan buenos ojos me había quedado sin vista ninguna.
El médico que vino entonces me examinó muy despacio y aseguró delante de todos
que resolviéndonos a gastar 4000 reales era posible curarme; que mi ceguera
podía deshacerse y no sé cuantas otras cosas de operaciones. Poco faltó para
que me volviera loco de alegría. En suma se escribió a Santander, vinieron
otros 4000 reales; se llamó al médico y a un operista, que así creo se dice, y
nos pusimos a la obra…
Al llegar a estas palabras volvió
a suspirar el ciego: logré que bebiera una copa de vino y más tranquilizado
prosiguió:
Me hicieron la operación y no
sufrí demasiado; luego, después de seis días de cama me dejaron salir a mi
puesto con un vendaje que tenía que conservar hasta pasados el primer mes sin
que me diera un solo momento la luz en los ojos. Iba yo entonces a las cuestas
del Campo de Moro. Una mañana, señorito, era en el mes de mayo, cuando se disfruta
mejor el olor de las flores desde aquellas ramblas en que yo estaba… una
mañana…
Se detuvo de nuevo el tío Tomás;
escuchó algunos instantes la respiración de su hijo que seco ya al calor de un
abundante fuego se había dormido entre las piernas de su padre, y dando otro
suspiro, mientras prosiguió en su faena el mozo que con un gancho volvía los
buñuelos en el aceite, dijo así:
–Una mañana, según iba contando,
sentí como nunca el olor de las flores que nacen en los reales jardines; estaba
conmigo este hijo que ahora duerme y que apenas contaba cinco años. Me picaba
en el pecho hacía ya quince días la ansiedad de que pasaran otros quince que
según la consulta del médico faltaban aún para que yo pudiera ver, y ansioso
por descubrir algo de lo que llegaba a mis oídos y a mi olfato, me levanté
dejando dormido como en este momento a mi hijo; fui con el palo hasta la
barbacana de enfrente, que según yo sabía debía dejar ver todos los jardines y
todo el campo y cuando llegué me detuve un instante temblando como un azogado.
Tenía muchísimo deseo de ver algo, pero tenía miedo también de que la prisa
destruyera la curación; por último… solté el vendaje y vi. Vi, señorito, vi.
Solo siendo ciego podría usted entender lo que ahora quiero decirle. Vi el sol,
la luz, el agua de la fuente, los árboles, las flores, vi los hombres, las
mujeres, los animales que cruzaban por debajo de aquel gran balcón. Lo vi todo
señorito, y todo lo conocí sin preguntar nada; vi el cielo, supe lo que eran
los colores y sentí una loca alegría que corría por todas las venas de mi
cuerpo y creí, sin saber porque creía; y volví al cielo mis ojos y di gracias a
Dios; pero en aquel instante como si Dios hubiera querido castigarme por tanta
prisa, noté un ligero vahído y tuve que apoyarme para no caer, encerrando para
siempre dentro del pecho, todo lo que había descubierto en aquel instante; la
hermosura que había visto en el aire y en la tierra; el mundo magnífico que
acababa de mirar. Así estaba reanudando mi vendaje cuando oí a mis pies una voz
que conocía mucho; la voz de mi mujer, cuya belleza jamás había disfrutado. No
pude contenerme; no pude resistir el afán de ver aquella mujer mía, aquella
mujer a quien sin verla había querido tanto y a la que entonces pensaba ya en
pagar todo lo que había hecho por mí; volví a llevar la mano a la venda,
temblando más que la primera vez… y volví a descubrir mis ojos; al pronto me
hizo daño la luz, pero poco a poco fijé la vista en los asientos que hay debajo
de aquella baranda y vi… Vi a mi mujer, señorito, con la cabeza levantada al
cielo, con una cara aún mucho más guapa que lo que yo pensaba; y en el mismo
instante, confirmó el tío Tomás con voz entrecortada, vi a un hombre haciendo
por arrojar una piedra en el cestillo en que mi mujer traía la comida; y luego
cuando iba a llamar a Consuelo para que se volviera loca como yo de alegría,
reparé, ¡vaya todo por Dios, señorito! reparé… que aquel hombre pasaba el brazo
alrededor de la cintura de mi esposa. Di un grito y quise tirarme del otro lado
de la baranda, pero un centinela me cogió por la chaqueta y caí dando con la
frente contra la barbacana, cubiertos los ojos de polvo y de la sangre que
salía a borbotones por mi herida.
IV
–¿Y luego, pregunté ansioso, y
luego?
–Luego desperté en casa con el
vendaje puesto. El médico dijo que se había desgraciado la cura, y quedé ciego,
señorito; ciego otra vez, para toda la vida.
Entonces comprendí lo distintos
que son la caridad y el cariño, lo mucho que pecan, señorito, los que guiados
por un buen sentimiento, se obligan a lo que no saben si cumplirán.
No quise volver a ver a mi mujer
que marchó a otro pueblo con aquel hombre para hallarse más tarde abandonada,
con otro hijo que apenas puede sostener. Todos mis parientes murieron poco a
poco; hoy solo me queda un primo que me deja un rincón donde dormir.
V
Calló el tío Tomás enjugando su
última lágrima. El buñuelero volvió a meter en la masa sus brazos desnudos y el
mozo distraído continuó meneando su gancho en el aceite para pescar sus
ruidosos buñuelos.
Pagué la cuenta que ascendía a dos
reales y medio y caminé pensativo a mi casa, resuelto a no deslumbrarme jamás
con mi primer movimiento.
La noche se había serenado;
algunas nueves pardas corrían aún por delante de la luna a ocultarse en el
horizonte, y el viento sonaba a lo lejos como un concierto de brujas y
espectros.
Dos días después conté a Luisa la
historia del tío Tomás, y ella más exacta que la infiel esposa, no faltó hasta
su muerte al propósito que hizo cuando conoció su vida de mandarle cada día
algún alimento.
Su familia ha continuado la
caridad de la malograda virgen, y hoy todavía llega una cena humilde a consolar
al tío Tomás, cuando entre nueve y diez de la noche dice a los transeúntes de
la calle santa Isabel, suspendiendo los preludios de su guitarra.
–¡Una limosna, nobles caballeros,
por Santa Lucía bendita!
El Museo Universal, 29 de enero de 1860