Era la mañana áurea y olorosa,
con una candidez agreste de égloga primitiva. El viento traía la fragancia del
trébol, del alcacel y de los pomares húmedos de rocío. Se veía a los gorriones
saltar ágiles en las eras, perseguirse piando entre el ramaje de los cerezos,
huir en bandadas hacia los cantarines regatos. Los pinos llenos de perlería y
los manzanos en flor recortaban limpiamente sus contornos sobre el azul del
cielo. En el espacio el sol era una moneda en ignición… Con voz agria,
desapacible, graznaba un gallo distante. Y sobre el pueblo adormilado la iglesia
campesina expandía sus campanadas nerviosas, imperantes, litúrgicas, que
estallaban como pompas cristalinas. Al retiñir en los senos de las rocas
cobraban un son misteriosos y embrujado. Dijéranse pájaros santos que huyesen
despavoridos en busca de cubil…
Una vereda guijarrosa, orillada
de cardos y zarzales reptaba entre los campos – igual que un áspid – hasta la
iglesia. Tres o cuatro mujerucas, sentadas bajo el porche, rezaban en voz
queda, todavía soñolientas. Iban llegando pordioseros desharrapados, malolientes,
con el traje miserable, bisunto y roto, la barba inculta y el rostro asoleado.
Gentes que venían a pie de lueñes pueblos, arrastrando por los burgos su podre
y su lacería. Sus pies sabían de la dureza de las guijas, sus cabezas del ardor
solar, sus cuerpos de la lluvia, del frío y de los vientos. El pan que
mendigaban era su habitual alimento, las zarzamoras su condumio. Pero, en los
casos de penuria extrema, no se desdeñaban de mascar la raigambre de las
plantas. Y algunos lo hacían con sin igual placer…
Ya los mendicantes acomodados
bajo el porche y en la lonja de la iglesia, pudo verse el cuadro. Era una
muchedumbre sucia, asqueante y hedionda. Un infernal conjunto de mujeres
desmelenadas, flácidas, éticas, cuyos pómulos amenazaban taladrar la piel,
apergaminada y reseca…; una multitud de niños zarrapastrosos y hambrientos, que
se ensañaban en los senos exhaustos, colgantes como asquerosas piltrafas de
carne muerta, que ofrecíanles las madres…; una copia de hombres tullidos,
mancados, patizambos, tuertos, plenos de llagas rezumando la sangre corrompida.
Estos mecían la cabeza acompasadamente, como por broma, en un perpetuo baile.
Aquellos, al andar, bamboleaban los monstruosos bocios con un cloqueo
angustiador. Otros, señoreados por la elefancia, tenían la piel rugosa y negra.
Se los tomara por hombres chamuscados u hollinientos. La lepra les corroía
lenta, fatalmente, los miembros apostillados, escamosos, purulentos, que iban
quedando en pedazos por los caminos, exhalaban un hedor apestoso, fétido,
nauseabundo, insoportable…
Aquí una mujer esqueletada roía
un pedazo de borona y, con la mano libre, despiojaba la greña de una rapaza, en
cuyos ojos estáticos, sin vida, dormitaba un pasmo de asombro inefable. Los
dedos, ágiles, marfilinos y nudosos pasaban por entre el pelo con movimiento
automático… Allá, un vejete acartonado, de barba luenga y broncínea que le daba
aspecto de ermitaño, mostraba el cuerpo sin piernas, con el enorme muñón solado
de enebro basto. No tenía manos, y al andar, se apoyaba en los antebrazos,
manchados del polvo y la boñiga de los caminos… Más lejano había un viejo
horripilante: Desmesurada la cabeza, el pelo enmarañado; los ojos enrojecidos,
lagrimeantes, pitañosos, sin cejas ni pestañas, brillaban, malsanamente en
medio del pus. Se dirían dos luces de lujuria y de locura brillando en las
órbitas de una calavera pustulosa, apodrecida y agusanada. La boca, desdentada
y babeante, parecía una caverna lóbrega y apestosa… Extendía por el suelo una
pierna velluda, ulcerosa, que recordaba los troncos de las vides centenarias.
Moscas verdosas acudían zumbando a posarse en las llagas. El hombre ni siquiera
se movía. Con un gesto de súplica volvía a alargar la mano peluda y sarmentosa,
cuyos dedos se adivinaban garfas, al tiempo que decía:
–Háganme un bien de caridad.
Miren que no «le» hay
«regalo» como el que a mí me falta…
Nunca mentaba el «regalo»… La gente, conmovida por el tono
lastimero de la voz, llovía las monedas en el mugriento sombrero del viejo.
Este recogía las limosnas, santigüábase con ella musitando una oración, y luego
decía en voz alta:
--«Dios ll’o pague señoriño. Hey de rezar un padrenuestro
por las cenizas de sus difuntos.»
Después volvía a captar:
–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a
mí me falta…
Y acompañaba su cantinela con ademanes, gestos y zollipos;
mas cuando el limosnador se alejaba, hacía del ojo a su lazarillo, y con voz
llena de alegría le recomendaba:
–Aprende de mí, hijo mío. Mira que no hay oficio como este:
Ni más lucroso ni mas santo.
Los otros gallofos odiaban a este viejo con tema disimulada.
Sabían que contrahacía la ceguera y le llamaban por mal nombre el «Arrobón». Si
su lazarillo se llegaba junto a otro pordiosero, nunca faltaba un garrote que
lo golpease los nudillos de la mano o los dedos de los pies… Él reía de tal
tirria y cuando en su mano pedigüeña caía una limosna, contraía la cara con una
sonrisa jocunda, de viejo zorro, al par que miraba a los otros mendigantes.
Estos solían decirle en tono rabioso e impotente:
–Permita Dios que te acabe un torozón – Así te encuentres la
«compaña» en el camino.
El viejo requería el cayado y se alzaba con un ademán de instantánea
resolución. Sus ojos de pirata berberisco giraban en las órbitas con una calma
poderosa… Bastaba este movimiento para que los demás mendigos agarraran los
crucifijos de metal o de marfil, las medallas o los rosarios y, con lengua
estropajosa, comenzaran a salmodiar rezos en un latín bárbaro…
…………
El bosque dormía encantado bajo la luz de la luna de extraño
color naranja. Era un robledal de árboles centenarios, que meditaban serios,
adustos, entristecidos como ancianos patriarcas. El viento se perseguía en los
tojales y las luciérnagas brillaban entre las zarzas. En la orilla de las
charcas las ranas ensayaban una discorde función de ventriloquía; daban
serenata a la luna con sus croados de fisga y de ironía.
El viejo mendigante regresaba de la feria por el atajo del
bosque. Había trasegado de los añejo y sentíase locuaz, algarero calamocano y
ganoso de pelea. Con el nudoso bordón tentaba las piedras del camino y, de
tiempo en tiempo, daba un traspiés y profería un juramento. Sin curarse del
lazarillo, que colgado de su brazo temblaba acobardado, refería en alta voz,
lleno de fanfarria, sucesos de su hazañosa mocedad. En una romería rajó la
cabeza de un navajazo, al hijo de un cacique; en otra destripó al matón de
Santa María de Cenlle; en todas retaba, temerón, a los mozos, ofreciendo un
duro por un palo. Sus palabras le exaltaban los recuerdos y plantado en el
centro del camino aturujaba con voz aguardentosa, gutural, de agrias
inflexiones. Luego empuñaba el garrote fieramente y poníase a bordonear los
troncos de los árboles, ínterin blasfemaban de los humano y lo divino. La
sombra fingía un singular fantoche grotesco que agitase los brazos
desmesurados…
Media noche era por filo y las estrellas resplandecían en el
cielo con parpadeos burlones. Uno que otro murciélago cruzaba raudamente,
agitando sus alas de pesadilla, que al temblar en el espacio esparcían sutil
polvo de brujería. De vez en vez sonaba el lastimoso gañido de la raposa.
Algo calmado el viejo sentóse en una piedra; con los dedos,
negros y fríos como la cuerda de un pozo, extrajo del bolsillo una menguada
tagarnina y púsose a picarla. A la luz de la luna, de extraño color naranja
brillaba el arma con fulgores espectrales, de sangre y de misterio… De repente
el lazarillo se alzó en pie.
–Padre, a lo lejos brillan luces. Tengo miedo…
Y la voz le tiritaba en la garganta.
–Tus ojos ven visiones. Serán las noctilucas que brillan en
los zarzales.
–No, padre… Ya se acerca… ¡Oiga como rezan…!
–Cállate rapaz. Serán los murciélagos que baten las alas en
la tiniebla.
Insistió el rapaz:
–Padre, ¡más parecen las luces de la «compaña»!
–«!Arrenégote, rapaz!» ¡ «Tí» toleas!
El viejo terminó de picar la renegrida tagarnina, frotó el
tabaco entre las manos cachazudamente, y al tiempo de liar un cigarrillo…
–No tiembles, muchacho, dijo –La «compaña» de seguro está
durmiendo.
Rió jocundamente la bufonada con las risas estúpidas del
vino.
Tornó a la carga el lazarillo:
–Padre, ¡son voces del otro mundo!
–Cállate, condenado. ¡Tú quieres amedrentarme!
El viejo requirió el bordón y halagándolo mimosamente con la
voz…
–Este peregrinó conmigo a Tierra Santa; es de probada virtud
en estos casos—dijo.
–Padre, no blasfeme, que trae desgracia…
–Calla, maldecido búho; así te coma un lobo rabioso.
Se oye un rumor de rezos apagados, de huesos que se
entrechocan y de ayes reprimidos. Aparece por el bosque, solemne, misteriosa,
una procesión de luces que se apagan y se encienden en el aire. Con lentitud
imponente se va acercando. Al llegar frente al viejo se extinguen los rezos,
cesan los quejidos, desparecen las luces… El viejo nota el cabello espeluznado
y las piernas flojas.
Una voz burlona:
–Vente al infierno, perjuro.
Otra voz inexorable:
–Vas a morir mal diciente.
Obra voz clama fatal:
–Ven a probar la pez de las calderas del Maligno.
El viejo ve delante cuatro esqueletos. Tienen en las manos
sendas tibias que fosforecen en las tinieblas como ojos de fieras rabiosas.
Tres esqueletos danzan un baile macabro castañeteando los huesos
desarticulados; el otro mira al viejo con las cuencas vacías de los ojos, misteriosas
como puestas del otro mundo y en las que aún persisten sombras del más allá…
Otra voz:
–Coge un hueso mal nacido.
El mendigo siente la mano abierta por fuerza irresistible y
toma el hueso... Vuelven a brillar las luces en el aire, desaparecen los
bailantes y la procesión se aleja entre quejidos, paternosters y responsos
mascullados. El pordiosero se cata y hállase faltoso del garrote y del
sombrero; con un hueso amarillento entre los dedos. Con ojos alocados mira en
derredor por buscar el lazarillo y no lo encuentra. Entonces lo llama
quedamente, con grandes voces después. Nadie acude y el mendicante nota la voz
mudada por el miedo; tiembla como un cuartanario y la boca le babea. Al fin,
lleva la mano a la frente hace una pirueta y, grotesco, trágico, cae dando un
aullido…
Los árboles alzaban al cielo sus brazos iracundos, descoyuntados
que se creerían en ataque epiléptico. El viento pasaba en ráfagas duras, frías,
huídas; mascullaba historias de ladrones, de brujas y de ánimas en pena, daba carcajadas
sardónicas entre el ramaje. Presa de un sortilegio, la luna dormía en el fondo
de las charcas. Sobre una piedra un sapo miraba con sus fascinantes ojos de
oro; luego empezó a tañer su flauta melancólica, llena de mofa, de escarnio y
de ironía.
….
Al otro día fue hallado el cuerpo. Entre los dedos fríos,
nudosos, agarrotados por la muerte, apretaba un tibia descarnada y monda, que
ardía con un resplandor azulenco.
FEDERICO MENÉNDEZ
Era la mañana áurea y olorosa,
con una candidez agreste de égloga primitiva. El viento traía la fragancia del
trébol, del alcacel y de los pomares húmedos de rocío. Se veía a los gorriones
saltar ágiles en las eras, perseguirse piando entre el ramaje de los cerezos,
huir en bandadas hacia los cantarines regatos. Los pinos llenos de perlería y
los manzanos en flor recortaban limpiamente sus contornos sobre el azul del
cielo. En el espacio el sol era una moneda en ignición… Con voz agria,
desapacible, graznaba un gallo distante. Y sobre el pueblo adormilado la iglesia
campesina expandía sus campanadas nerviosas, imperantes, litúrgicas, que
estallaban como pompas cristalinas. Al retiñir en los senos de las rocas
cobraban un son misteriosos y embrujado. Dijéranse pájaros santos que huyesen
despavoridos en busca de cubil…
Una vereda guijarrosa, orillada
de cardos y zarzales reptaba entre los campos – igual que un áspid – hasta la
iglesia. Tres o cuatro mujerucas, sentadas bajo el porche, rezaban en voz
queda, todavía soñolientas. Iban llegando pordioseros desharrapados, malolientes,
con el traje miserable, bisunto y roto, la barba inculta y el rostro asoleado.
Gentes que venían a pie de lueñes pueblos, arrastrando por los burgos su podre
y su lacería. Sus pies sabían de la dureza de las guijas, sus cabezas del ardor
solar, sus cuerpos de la lluvia, del frío y de los vientos. El pan que
mendigaban era su habitual alimento, las zarzamoras su condumio. Pero, en los
casos de penuria extrema, no se desdeñaban de mascar la raigambre de las
plantas. Y algunos lo hacían con sin igual placer…
Ya los mendicantes acomodados
bajo el porche y en la lonja de la iglesia, pudo verse el cuadro. Era una
muchedumbre sucia, asqueante y hedionda. Un infernal conjunto de mujeres
desmelenadas, flácidas, éticas, cuyos pómulos amenazaban taladrar la piel,
apergaminada y reseca…; una multitud de niños zarrapastrosos y hambrientos, que
se ensañaban en los senos exhaustos, colgantes como asquerosas piltrafas de
carne muerta, que ofrecíanles las madres…; una copia de hombres tullidos,
mancados, patizambos, tuertos, plenos de llagas rezumando la sangre corrompida.
Estos mecían la cabeza acompasadamente, como por broma, en un perpetuo baile.
Aquellos, al andar, bamboleaban los monstruosos bocios con un cloqueo
angustiador. Otros, señoreados por la elefancia, tenían la piel rugosa y negra.
Se los tomara por hombres chamuscados u hollinientos. La lepra les corroía
lenta, fatalmente, los miembros apostillados, escamosos, purulentos, que iban
quedando en pedazos por los caminos, exhalaban un hedor apestoso, fétido,
nauseabundo, insoportable…
Aquí una mujer esqueletada roía
un pedazo de borona y, con la mano libre, despiojaba la greña de una rapaza, en
cuyos ojos estáticos, sin vida, dormitaba un pasmo de asombro inefable. Los
dedos, ágiles, marfilinos y nudosos pasaban por entre el pelo con movimiento
automático… Allá, un vejete acartonado, de barba luenga y broncínea que le daba
aspecto de ermitaño, mostraba el cuerpo sin piernas, con el enorme muñón solado
de enebro basto. No tenía manos, y al andar, se apoyaba en los antebrazos,
manchados del polvo y la boñiga de los caminos… Más lejano había un viejo
horripilante: Desmesurada la cabeza, el pelo enmarañado; los ojos enrojecidos,
lagrimeantes, pitañosos, sin cejas ni pestañas, brillaban, malsanamente en
medio del pus. Se dirían dos luces de lujuria y de locura brillando en las
órbitas de una calavera pustulosa, apodrecida y agusanada. La boca, desdentada
y babeante, parecía una caverna lóbrega y apestosa… Extendía por el suelo una
pierna velluda, ulcerosa, que recordaba los troncos de las vides centenarias.
Moscas verdosas acudían zumbando a posarse en las llagas. El hombre ni siquiera
se movía. Con un gesto de súplica volvía a alargar la mano peluda y sarmentosa,
cuyos dedos se adivinaban garfas, al tiempo que decía:
–Háganme un bien de caridad.
Miren que no «le» hay
«regalo» como el que a mí me falta…
Nunca mentaba el «regalo»… La gente, conmovida por el tono
lastimero de la voz, llovía las monedas en el mugriento sombrero del viejo.
Este recogía las limosnas, santigüábase con ella musitando una oración, y luego
decía en voz alta:
--«Dios ll’o pague señoriño. Hey de rezar un padrenuestro
por las cenizas de sus difuntos.»
Después volvía a captar:
–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a
mí me falta…
Y acompañaba su cantinela con ademanes, gestos y zollipos;
mas cuando el limosnador se alejaba, hacía del ojo a su lazarillo, y con voz
llena de alegría le recomendaba:
–Aprende de mí, hijo mío. Mira que no hay oficio como este:
Ni más lucroso ni mas santo.
Los otros gallofos odiaban a este viejo con tema disimulada.
Sabían que contrahacía la ceguera y le llamaban por mal nombre el «Arrobón». Si
su lazarillo se llegaba junto a otro pordiosero, nunca faltaba un garrote que
lo golpease los nudillos de la mano o los dedos de los pies… Él reía de tal
tirria y cuando en su mano pedigüeña caía una limosna, contraía la cara con una
sonrisa jocunda, de viejo zorro, al par que miraba a los otros mendigantes.
Estos solían decirle en tono rabioso e impotente:
–Permita Dios que te acabe un torozón – Así te encuentres la
«compaña» en el camino.
El viejo requería el cayado y se alzaba con un ademán de instantánea
resolución. Sus ojos de pirata berberisco giraban en las órbitas con una calma
poderosa… Bastaba este movimiento para que los demás mendigos agarraran los
crucifijos de metal o de marfil, las medallas o los rosarios y, con lengua
estropajosa, comenzaran a salmodiar rezos en un latín bárbaro…
…………
El bosque dormía encantado bajo la luz de la luna de extraño
color naranja. Era un robledal de árboles centenarios, que meditaban serios,
adustos, entristecidos como ancianos patriarcas. El viento se perseguía en los
tojales y las luciérnagas brillaban entre las zarzas. En la orilla de las
charcas las ranas ensayaban una discorde función de ventriloquía; daban
serenata a la luna con sus croados de fisga y de ironía.
El viejo mendigante regresaba de la feria por el atajo del
bosque. Había trasegado de los añejo y sentíase locuaz, algarero calamocano y
ganoso de pelea. Con el nudoso bordón tentaba las piedras del camino y, de
tiempo en tiempo, daba un traspiés y profería un juramento. Sin curarse del
lazarillo, que colgado de su brazo temblaba acobardado, refería en alta voz,
lleno de fanfarria, sucesos de su hazañosa mocedad. En una romería rajó la
cabeza de un navajazo, al hijo de un cacique; en otra destripó al matón de
Santa María de Cenlle; en todas retaba, temerón, a los mozos, ofreciendo un
duro por un palo. Sus palabras le exaltaban los recuerdos y plantado en el
centro del camino aturujaba con voz aguardentosa, gutural, de agrias
inflexiones. Luego empuñaba el garrote fieramente y poníase a bordonear los
troncos de los árboles, ínterin blasfemaban de los humano y lo divino. La
sombra fingía un singular fantoche grotesco que agitase los brazos
desmesurados…
Media noche era por filo y las estrellas resplandecían en el
cielo con parpadeos burlones. Uno que otro murciélago cruzaba raudamente,
agitando sus alas de pesadilla, que al temblar en el espacio esparcían sutil
polvo de brujería. De vez en vez sonaba el lastimoso gañido de la raposa.
Algo calmado el viejo sentóse en una piedra; con los dedos,
negros y fríos como la cuerda de un pozo, extrajo del bolsillo una menguada
tagarnina y púsose a picarla. A la luz de la luna, de extraño color naranja
brillaba el arma con fulgores espectrales, de sangre y de misterio… De repente
el lazarillo se alzó en pie.
–Padre, a lo lejos brillan luces. Tengo miedo…
Y la voz le tiritaba en la garganta.
–Tus ojos ven visiones. Serán las noctilucas que brillan en
los zarzales.
–No, padre… Ya se acerca… ¡Oiga como rezan…!
–Cállate rapaz. Serán los murciélagos que baten las alas en
la tiniebla.
Insistió el rapaz:
–Padre, ¡más parecen las luces de la «compaña»!
–«!Arrenégote, rapaz!» ¡ «Tí» toleas!
El viejo terminó de picar la renegrida tagarnina, frotó el
tabaco entre las manos cachazudamente, y al tiempo de liar un cigarrillo…
–No tiembles, muchacho, dijo –La «compaña» de seguro está
durmiendo.
Rió jocundamente la bufonada con las risas estúpidas del
vino.
Tornó a la carga el lazarillo:
–Padre, ¡son voces del otro mundo!
–Cállate, condenado. ¡Tú quieres amedrentarme!
El viejo requirió el bordón y halagándolo mimosamente con la
voz…
–Este peregrinó conmigo a Tierra Santa; es de probada virtud
en estos casos—dijo.
–Padre, no blasfeme, que trae desgracia…
–Calla, maldecido búho; así te coma un lobo rabioso.
Se oye un rumor de rezos apagados, de huesos que se
entrechocan y de ayes reprimidos. Aparece por el bosque, solemne, misteriosa,
una procesión de luces que se apagan y se encienden en el aire. Con lentitud
imponente se va acercando. Al llegar frente al viejo se extinguen los rezos,
cesan los quejidos, desparecen las luces… El viejo nota el cabello espeluznado
y las piernas flojas.
Una voz burlona:
–Vente al infierno, perjuro.
Otra voz inexorable:
–Vas a morir mal diciente.
Obra voz clama fatal:
–Ven a probar la pez de las calderas del Maligno.
El viejo ve delante cuatro esqueletos. Tienen en las manos
sendas tibias que fosforecen en las tinieblas como ojos de fieras rabiosas.
Tres esqueletos danzan un baile macabro castañeteando los huesos
desarticulados; el otro mira al viejo con las cuencas vacías de los ojos, misteriosas
como puestas del otro mundo y en las que aún persisten sombras del más allá…
Otra voz:
–Coge un hueso mal nacido.
El mendigo siente la mano abierta por fuerza irresistible y
toma el hueso... Vuelven a brillar las luces en el aire, desaparecen los
bailantes y la procesión se aleja entre quejidos, paternosters y responsos
mascullados. El pordiosero se cata y hállase faltoso del garrote y del
sombrero; con un hueso amarillento entre los dedos. Con ojos alocados mira en
derredor por buscar el lazarillo y no lo encuentra. Entonces lo llama
quedamente, con grandes voces después. Nadie acude y el mendicante nota la voz
mudada por el miedo; tiembla como un cuartanario y la boca le babea. Al fin,
lleva la mano a la frente hace una pirueta y, grotesco, trágico, cae dando un
aullido…
Los árboles alzaban al cielo sus brazos iracundos, descoyuntados
que se creerían en ataque epiléptico. El viento pasaba en ráfagas duras, frías,
huídas; mascullaba historias de ladrones, de brujas y de ánimas en pena, daba carcajadas
sardónicas entre el ramaje. Presa de un sortilegio, la luna dormía en el fondo
de las charcas. Sobre una piedra un sapo miraba con sus fascinantes ojos de
oro; luego empezó a tañer su flauta melancólica, llena de mofa, de escarnio y
de ironía.
….
Al otro día fue hallado el cuerpo. Entre los dedos fríos,
nudosos, agarrotados por la muerte, apretaba un tibia descarnada y monda, que
ardía con un resplandor azulenco.
FEDERICO MENÉNDEZ
Acción coruñesa 3 de abril de 1922
Acción coruñesa 3 de abril de 1922