Aquel
buen “señor abade” queriendo grabar en la imaginación sencilla de sus
feligreses una dramática impresión de su fin inevitable, en un brote
sentimental, mezcla de piedad y previsión, había hecho poner sobre una ringla
de nichos del cementerio aledaño que se recogía al amor de la iglesia
parroquial, el cráneo pelado que un día salió a la luz como un náufrago que
surge de las entrañas del mar al empuje misterioso de una galerna. Una vez
fregado y limpio, hasta dejarlo bien luciente, fue colocado en una cavidad de
la pared, donde quedó en impresionante reposo, como una especie de “memento
homo” aun más elocuente que la misma ceniza que el rector ponía todos los años,
el día de Difuntos, sobre la frente de sus feligreses.
Es
el primer domingo. Los “petrucios” con sus compañeras y los rapaces descienden
por las corredoiras umbrosas para oír la misa del alba. A medida que las gentes
van llegando a la explanada de la iglesia, un rumor de sorpresa y desagrado se
extiende. Y es que a nadie gusta la presencia de aquel cráneo con los ojos
abiertos y profundos, mostrando la mueca cínica de una risotada que parecía
eternamente aprisionada en las púas salpicadas e inmensas de sus dientes. Todos
pasaban aprisa desgranando denuestos contra el sepulturero y el cura por haber
tenido aquella macabra idea que les ensombrecía el holgorio de las fiestas y
ponía trémulos de respeto en los paliques que otrora resonaban largos y
risueños en el atrio.
La
patulea menuda soñaba aquellos días con el cráneo imperturbable y vigilante, y
entre los más espigados era reconocido como gesto de valor un discreto
acercamiento a la momia. Un día el “Xiringa”, un rapaz atolondrado que cuidaba “gando”,
puso la pica de ganar una peonza en apuesta a que le tocaría a la momia con la
mano, proeza que operó el milagro de que en adelante ya nadie le mirara con
fiereza. La calavera se convirtió en amiga del todo el mundo. A nadie le infundía
terror. Las charlas surgían de nuevo a su derredor y las risotadas ascendían
frescas y anchas hasta su oquedad. Tan solo le quedaba, como último baluarte
del terror, el austero prestigio de la noche. Cuando la oscuridad se extendía
sobre los campos, y abría las alas de los vespertillos, y arrancaba monosílabos
a la flauta del sapo, entonces aquel cráneo, investido de siniestra autoridad,
era visto por los feligreses como envuelto en un nimbo de mística
fosforescencia. Si alguna noche eran llevados a algún enfermo los Sacramentos,
al sentir el chirrido agudo del postigo del templo, el cráneo parecía
iluminarse al claro de luna para penetrar en las conciencias, remover
evocaciones siniestras, despertar el miedo y poner palabras de perdón en todos los
labios. ¡Ah, sí! Por la noche infundía más pavor que cuando era la cabeza del
hombre más feroz que había pasado por aquella comarca.
****
¡Pero
qué extraño contraste! ¿Quién había de pensar que aquel hombre renegado que
murió bajo el peso oprobioso de sus desvaríos revolucionarios había de legar,
como una ofrenda mística, a la religión que él difamara, algo que era
emocionante motivo de prédicas austeras y base de sugestiones sobre el placer
de la muerte cristiana, la insignificancia de la vida humana y la grandeza de
la gloria?
Todavía
los hombres más viejos de aquellos contornos recordaban con espanto los
sermonarios ácratas que el anarquista hacía por doquiera. Se le veía en los
feriales vendiendo baratijas a los bobalicones. Y al atardecer se dirigía al
parador donde se entregaba a su obsesión de propagar ideas revolucionarias
mientras vaciaba vasos de vino y masticaba tagarninas. A medida que trasegaba
el mosto su palabra se hacía más agresiva, y en los momentos postreros de su
embriaguez aquel hombre era un foco de vibración alcohólica, política y
parlamentaria. Las palabras brotaban copiosas, se recreaba subrayando ideas
tullidas en medio del torbellino alocado de su oratoria enfática para
desembocar en las frases predilectas de su credo, dichas con solemnidad: “¡Nada
de matrimonios! ¡Amémonos con toda libertad! ¡Los Gobiernos criarán los hijos!
¡No más autoridad ni jerarquía! ¡Seamos todos iguales! ¡Abajo el artificio! Y
con los cabellos erizados, la voz ronca, los ojos desorbitados, la mano trémula
y la lengua candente de rencor, se sentaba para mejor maldecir del abad y de
las autoridades. Al llegar a esta zona de su ideario, se vanagloriaba ante sus
oyentes de practicar la revolución que predicaba, pues había abandonado mujer e
hijos legítimos para vivir en repugnante mancebía con otra mujer pecosa y roja,
que sabía beber y blasfemar como él. Y como estaba compenetrado con la idea de
que la propiedad es un hecho ilícito, siempre
que podía se adueñaba de lo que se ofrecía fácil a su rapiña en los caseríos
del contorno. Vivía, o por mejor decir, comía de sus ideas.
***
Una
noche, después de una prédica bien repleta de tópicos abstrusos se desvaneció. Crispó
la boca, de la que salió un simbólico hilo de baba roja, entornó los ojos y
lanzó un suspiro de moribundo. A media noche fue llevado en una carreta al
hospital más próximo pues en aquella
aldehuela no era posible auxiliarles debidamente. Una vez en cama, ya más
sereno, comenzó una lucha denodada consigo mismo. Quiso que retirasen de su
presencia un Crucifijo que pendía de la pared; requirió con violencia al
sacerdote que le recomendaba los Sacramentos para que le dejara “en paz”, y, a
cada palabra que el buen pastor le decía, volvía la espalda, le insultaba y
hasta llegaba a la amenaza. Fue una muerte desoladora. Las monjitas del
hospital huían estremecidas entornando los ojos y tapando los oídos.
Una
vez muerto y amortajado todavía les parecía oír las estridencias horrísonas de
sus denuestos blasfemos.
Un
atardecer gris fue enterrado en la aldehuela envuelto en la opacidad de un “orballo”
tristón. Y es ahora, después de algunos años, cuando su cráneo limpio y
luciente recibe, por un milagro del azar, la caricia tibia del sol.
***
Pero
vais a ver que clases de delicadezas tiene la vida sencilla del campo. ¿Me creeréis
que hoy su cráneo, además de ser un piadoso recordatorio, es una especie de
estuche que guarda todas las contradicciones de sus discursos?
No
hace mucho tiempo aquel cráneo solitario fue elegido por una abeja como lugar
de su trabajo. Pronto otras abejas laboriosas y sumisas fueron allí a dejar a
su reina, opulenta de majestad y respeto, la diaria aportación de su miel. Las
bulliciosas moradoras entraban por las cuencas del cráneo como si quisieran “hacerle
ver” que existía una jerarquía natural y una reina que extendía sus dominios
sobre las flores y las hierbas aromáticas de las montañas. El cráneo fue
rodeado de dulces sonoridades en una armonía total de humildades y obediencias.
Hasta que un día el sacristán advertido de la huida de su reina, cogió un saco
y quemando boñiga seca, a la vez que hacía un ruido estudiado, hizo volver a su
casa a la reina huida. Esto logrado, todo el resto de la comunidad, por un
prodigio de disciplina, desfiló seguidamente. ¡Qué lección para el pobre cráneo
que quería exterminar todas las autoridades!
Después…
¡Oh después! ¡Qué otra misión tenía que cumplir aquel cráneo en cuyo ennegrecido
interior parecía que todavía estuvieran incrustadas, ocultas como duendes,
tantas ideas disolventes! Abierto en la coronilla, como una olla horadada, por
un golpe ciego de azada, en primavera era un refugio ofrecido a los pájaros que
allí hacían sus nidos. El que había predicado la eliminación de los hijos y la
destrucción del hogar, ¡cuántas horas habrá sentido el calor de la hembra
empollando sus pequeñuelos! ¡Y cuántas el de los pajarillos durmiendo,
confiados, las horas en que su madre iba a buscar la pitanza! Aquella deliciosa
algarabía que levantaban al verla llegar ansiosa de saciarlos, y aquella
amorosa prevención de que no se asomaran cuando el ave de rapiña cruzaba el
cielo trazando rúbricas de maleficio, ¡qué obra tan perfecta de amor, de estimación,
de cálido heroísmo, de intimidad hogareña… confortable, única, donde florece la
poca paz que se encuentra en la vida! ¡Y todo dentro del cráneo donde aun
vibraban los ecos de sus delirios de destrucción de la familia!
Una
mañana, sobre la frente del cráneo apareció una gota de sangre. Todas las
miradas se detenían allí extrañadas. Los pájaros habían abandonado su hogar.
Habían levantado el vuelo acosados por el gavilán, y en la huida el más pequeño
fue devorado. Un chillido, una gota de sangre que cae del cielo y un estremecimiento
de la pequeña bandada. “Todos son iguales” aseguraba el anarquista. Pero la
realidad nos decía que el más fuerte vence al más débil.
***
Y
pasaron los años… Y cada primavera los pájaros anidaban dentro del cráneo. Y
aquel estuche de huesos humanos, escuchando las lecciones inmortales de la
Naturaleza, se volvía puro, blanco…
Hasta
parecía el cráneo de un muerto que en vida hubiese tenido, el alma candorosa de
un santo.
J.
ROIG RAVENTÓS Alborada. Diario de
Lugo 5 de enero de 1936
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