domingo, 17 de octubre de 2021

El cráneo del anarquista (J. ROIG RAVENTÓS)

 

Aquel buen “señor abade” queriendo grabar en la imaginación sencilla de sus feligreses una dramática impresión de su fin inevitable, en un brote sentimental, mezcla de piedad y previsión, había hecho poner sobre una ringla de nichos del cementerio aledaño que se recogía al amor de la iglesia parroquial, el cráneo pelado que un día salió a la luz como un náufrago que surge de las entrañas del mar al empuje misterioso de una galerna. Una vez fregado y limpio, hasta dejarlo bien luciente, fue colocado en una cavidad de la pared, donde quedó en impresionante reposo, como una especie de “memento homo” aun más elocuente que la misma ceniza que el rector ponía todos los años, el día de Difuntos, sobre la frente de sus feligreses.

Es el primer domingo. Los “petrucios” con sus compañeras y los rapaces descienden por las corredoiras umbrosas para oír la misa del alba. A medida que las gentes van llegando a la explanada de la iglesia, un rumor de sorpresa y desagrado se extiende. Y es que a nadie gusta la presencia de aquel cráneo con los ojos abiertos y profundos, mostrando la mueca cínica de una risotada que parecía eternamente aprisionada en las púas salpicadas e inmensas de sus dientes. Todos pasaban aprisa desgranando denuestos contra el sepulturero y el cura por haber tenido aquella macabra idea que les ensombrecía el holgorio de las fiestas y ponía trémulos de respeto en los paliques que otrora resonaban largos y risueños en el atrio.

La patulea menuda soñaba aquellos días con el cráneo imperturbable y vigilante, y entre los más espigados era reconocido como gesto de valor un discreto acercamiento a la momia. Un día el “Xiringa”, un rapaz atolondrado que cuidaba “gando”, puso la pica de ganar una peonza en apuesta a que le tocaría a la momia con la mano, proeza que operó el milagro de que en adelante ya nadie le mirara con fiereza. La calavera se convirtió en amiga del todo el mundo. A nadie le infundía terror. Las charlas surgían de nuevo a su derredor y las risotadas ascendían frescas y anchas hasta su oquedad. Tan solo le quedaba, como último baluarte del terror, el austero prestigio de la noche. Cuando la oscuridad se extendía sobre los campos, y abría las alas de los vespertillos, y arrancaba monosílabos a la flauta del sapo, entonces aquel cráneo, investido de siniestra autoridad, era visto por los feligreses como envuelto en un nimbo de mística fosforescencia. Si alguna noche eran llevados a algún enfermo los Sacramentos, al sentir el chirrido agudo del postigo del templo, el cráneo parecía iluminarse al claro de luna para penetrar en las conciencias, remover evocaciones siniestras, despertar el miedo y poner palabras de perdón en todos los labios. ¡Ah, sí! Por la noche infundía más pavor que cuando era la cabeza del hombre más feroz que había pasado por aquella comarca.

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¡Pero qué extraño contraste! ¿Quién había de pensar que aquel hombre renegado que murió bajo el peso oprobioso de sus desvaríos revolucionarios había de legar, como una ofrenda mística, a la religión que él difamara, algo que era emocionante motivo de prédicas austeras y base de sugestiones sobre el placer de la muerte cristiana, la insignificancia de la vida humana y la grandeza de la gloria?

Todavía los hombres más viejos de aquellos contornos recordaban con espanto los sermonarios ácratas que el anarquista hacía por doquiera. Se le veía en los feriales vendiendo baratijas a los bobalicones. Y al atardecer se dirigía al parador donde se entregaba a su obsesión de propagar ideas revolucionarias mientras vaciaba vasos de vino y masticaba tagarninas. A medida que trasegaba el mosto su palabra se hacía más agresiva, y en los momentos postreros de su embriaguez aquel hombre era un foco de vibración alcohólica, política y parlamentaria. Las palabras brotaban copiosas, se recreaba subrayando ideas tullidas en medio del torbellino alocado de su oratoria enfática para desembocar en las frases predilectas de su credo, dichas con solemnidad: “¡Nada de matrimonios! ¡Amémonos con toda libertad! ¡Los Gobiernos criarán los hijos! ¡No más autoridad ni jerarquía! ¡Seamos todos iguales! ¡Abajo el artificio! Y con los cabellos erizados, la voz ronca, los ojos desorbitados, la mano trémula y la lengua candente de rencor, se sentaba para mejor maldecir del abad y de las autoridades. Al llegar a esta zona de su ideario, se vanagloriaba ante sus oyentes de practicar la revolución que predicaba, pues había abandonado mujer e hijos legítimos para vivir en repugnante mancebía con otra mujer pecosa y roja, que sabía beber y blasfemar como él. Y como estaba compenetrado con la idea de que la propiedad es un  hecho ilícito, siempre que podía se adueñaba de lo que se ofrecía fácil a su rapiña en los caseríos del contorno. Vivía, o por mejor decir, comía de sus ideas.

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Una noche, después de una prédica bien repleta de tópicos abstrusos se desvaneció. Crispó la boca, de la que salió un simbólico hilo de baba roja, entornó los ojos y lanzó un suspiro de moribundo. A media noche fue llevado en una carreta al hospital  más próximo pues en aquella aldehuela no era posible auxiliarles debidamente. Una vez en cama, ya más sereno, comenzó una lucha denodada consigo mismo. Quiso que retirasen de su presencia un Crucifijo que pendía de la pared; requirió con violencia al sacerdote que le recomendaba los Sacramentos para que le dejara “en paz”, y, a cada palabra que el buen pastor le decía, volvía la espalda, le insultaba y hasta llegaba a la amenaza. Fue una muerte desoladora. Las monjitas del hospital huían estremecidas entornando los ojos y tapando los oídos.

Una vez muerto y amortajado todavía les parecía oír las estridencias horrísonas de sus denuestos blasfemos.

Un atardecer gris fue enterrado en la aldehuela envuelto en la opacidad de un “orballo” tristón. Y es ahora, después de algunos años, cuando su cráneo limpio y luciente recibe, por un milagro del azar, la caricia tibia del sol.

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Pero vais a ver que clases de delicadezas tiene la vida sencilla del campo. ¿Me creeréis que hoy su cráneo, además de ser un piadoso recordatorio, es una especie de estuche que guarda todas las contradicciones de sus discursos?

No hace mucho tiempo aquel cráneo solitario fue elegido por una abeja como lugar de su trabajo. Pronto otras abejas laboriosas y sumisas fueron allí a dejar a su reina, opulenta de majestad y respeto, la diaria aportación de su miel. Las bulliciosas moradoras entraban por las cuencas del cráneo como si quisieran “hacerle ver” que existía una jerarquía natural y una reina que extendía sus dominios sobre las flores y las hierbas aromáticas de las montañas. El cráneo fue rodeado de dulces sonoridades en una armonía total de humildades y obediencias. Hasta que un día el sacristán advertido de la huida de su reina, cogió un saco y quemando boñiga seca, a la vez que hacía un ruido estudiado, hizo volver a su casa a la reina huida. Esto logrado, todo el resto de la comunidad, por un prodigio de disciplina, desfiló seguidamente. ¡Qué lección para el pobre cráneo que quería exterminar todas las autoridades!

Después… ¡Oh después! ¡Qué otra misión tenía que cumplir aquel cráneo en cuyo ennegrecido interior parecía que todavía estuvieran incrustadas, ocultas como duendes, tantas ideas disolventes! Abierto en la coronilla, como una olla horadada, por un golpe ciego de azada, en primavera era un refugio ofrecido a los pájaros que allí hacían sus nidos. El que había predicado la eliminación de los hijos y la destrucción del hogar, ¡cuántas horas habrá sentido el calor de la hembra empollando sus pequeñuelos! ¡Y cuántas el de los pajarillos durmiendo, confiados, las horas en que su madre iba a buscar la pitanza! Aquella deliciosa algarabía que levantaban al verla llegar ansiosa de saciarlos, y aquella amorosa prevención de que no se asomaran cuando el ave de rapiña cruzaba el cielo trazando rúbricas de maleficio, ¡qué obra tan perfecta de amor, de estimación, de cálido heroísmo, de intimidad hogareña… confortable, única, donde florece la poca paz que se encuentra en la vida! ¡Y todo dentro del cráneo donde aun vibraban los ecos de sus delirios de destrucción de la familia!

Una mañana, sobre la frente del cráneo apareció una gota de sangre. Todas las miradas se detenían allí extrañadas. Los pájaros habían abandonado su hogar. Habían levantado el vuelo acosados por el gavilán, y en la huida el más pequeño fue devorado. Un chillido, una gota de sangre que cae del cielo y un estremecimiento de la pequeña bandada. “Todos son iguales” aseguraba el anarquista. Pero la realidad nos decía que el más fuerte vence al más débil.

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Y pasaron los años… Y cada primavera los pájaros anidaban dentro del cráneo. Y aquel estuche de huesos humanos, escuchando las lecciones inmortales de la Naturaleza, se volvía puro, blanco…

Hasta parecía el cráneo de un muerto que en vida hubiese tenido, el alma candorosa de un santo.

 

J. ROIG RAVENTÓS    Alborada. Diario de Lugo   5 de enero de 1936

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