domingo, 1 de noviembre de 2015

LA CALUMNIA (Carlos Rubio)

I

Váyanse al diablo la geografía y la cronología; jamás he sabido recordar un lugar ni una fecha: así, pues, todas las indiaciones que puedo hacer para precisar eltiepo y el lugar de mi relación, se reducen a decir que se refiere a un hecho ocurrido en Europa y a principios del siglo XVIII.
Una hermosa mañana de primavera, lord X***, viajero inglés, alto, delgado, blanco, rubio y excéntrico como todos los ingleses de novela, oculto detrás de las cortinillas del balcón de su alojamiento, se entretenía en mirar a una joven que en la casa de enfrente estaba regando sus tiestos.
La joven era, en verdad, digna de ser mirada. Jamás los pinceles de Rafael dibujaron un rostro tan hermoso y tan virginal; su tez de azucena y rosa, sus dorados cabellos, sus labios delgados y purpurinos, sus ojos melancólicos, su frente despejada, todos la asemejaba a una de esas creaciones de los poetas, para los cuales no buscan modelos en la tierra, sino en los ángeles del cielo, su patria siempre amada. No era una mujer, era la encarnación de una melodía celestial.
El inglés decía para sí: – Estoy a punto de cumplir cuarenta años, y empiezan a cansarme los viajes; pero solo en el mundo, solo como un hongo, ¿qué haré, si no viajo? ¿Ahorcarme en mi jardín inglés en que se ahorcó mi padre, habiéndose ahorcado antes mi abuelo y antes mi bisabuelo? Todos ellos se ahorcaron a los cincuenta y cinco años, cinco días, cinco horas y cinco minutos; yo no he de romper la tradición. Además, de que cada uno de ellos cuando se ahorcó dejó un hijo que lo heredase, y yo no tengo ninguno; debo, pues, casarme, tener hijos, y esperar mi hora al pie del pino tradicional. Y dado que me case, ¿no es mejor hacerlo con una mujer bonita que con una fea? Esa muchacha que cuida de sus flores vale más, por sí sola, que todos mis caballos juntos. Es pobre, a juzgar por su traje, y si su alma se asemeja a su rostro, debe ser un ángel de bondad, Sin embargo, en estas cosas no conviene fiarse de las apariencias, sino tomar informes. Tomémoslos, pues, empezando por el interrogatorio de la persona más curiosa y más habladora que conozco en todo el barrio, y plegue a Dios que salga todo como deseo.
Tendió la mano, y sin dejar de mirar a la joven, tiró del cordón de la campanilla.
La patrona se presentó.
Era una mujer de la edad incierta que se llama cierta edad, bastante bien conservada, y de facciones vulgares. Vulgar era también su inteligencia, cuyo punto saliente, por decirlo así, era la superstición. Una gitana la había predicho que su hija se casaría con un inglés muy rico, y esto bastó para que mirara en lord X*** un futuro yerno, y esperara de un momento a otro oírle pedir la mano siempre blanca, mano de Caralampia, que si no fuera porque sus ojos eran pequeños como lentejas, su nariz gruesa y colorada como una remolacha, su color de pan de munición, y su cuerpo algo torcido, rivalizaría en belleza con la mismísima Elena.
–Señora Dionisia, – dijo lord X***, – ¿quién es esa joven que está regando los tiestos allí enfrente?
Dionisia se acercó al balcón, y admirándose de la pregunta, contestó:
–Es María, la costurera, una pobre muchacha huérfana, que no tiene más propiedades que sus agujas.
–Yo soy rico para los dos, – murmuró lord X***.
Dionisia le miró aterrada. Su castillo de naipes se derrumbaba.
–Y decid, – prosiguió lord X***, – ¿es honrada?
La más ligera mancha no empañaba la reputación de María, paloma virginal digna de anidar entre las palomas del Paraíso; pero Dionisia no pensaba sino en su hija y en la predicción de la gitana, así es que contestó con tono incisivo:
–En cuanto a eso…
–¿Qué? – preguntó el inglés.
–Nada…
–Decid si sabéis algo, creed que me importa saberlo.
–Nada, yo no debo murmurar de nadie.
–Pero si decir la verdad cuando se os pregunta.
–Disimuladme, señor, no diré nada, otros os informarán.
–Sois una buena mujer, – dijo el inglés, después de una pausa; – id con Dios. Lo dicho me basta. Me ahorcaré soltero.
Y se separó de la ventana.
Un momento después cerró la suya María, muy ajena de creer que acababa de jugarse su porvenir, y que merced a una trampa de su vecina, le había perdido.

II
Lord X*** continuó su viaje al día siguiente; Caralampia, la hija de Dionisia, se casó, no con un inglés rico, sino con un pobre molinero que tenía la costumbre inglesa de emborracharse diariamente, y que cada vez que se emborrachaba sacudía una paliza a su  mujer; y Dionisia, después de haber gastado cuanto tenía en socorrer a su hija, fue echada de casa por su yerno, y tuvo que mendigar su sustento de puerta en puerta.
María vio su miseria, se compadeció de ella, y la dijo: – Venid a mi casa, os miraré como si fuerais mi madre, – Y la llevó a su casa, y trabajó día y noche para sustentarla; pero el exceso del trabajo la hizo enfermar, y al poco tiempo murió.
Los ángeles en el mundo
Están mal, y se van presto,
ha dicho un poeta. Dionisia, desde aquel momento, no pudo sosegar. El recuerdo de su calumnia, y el no menos vivo de María, que la había sacrificado su vida, la perseguían por todas partes. Un día entró en una iglesia, y postrándose a los pies de un confesionario, pidió consuelos a un sacerdote, confiándole su remordimiento.
–Tu culpa es muy grande, – le dijo el sacerdote;  – pero mayor es la misericordia divina. Ve esta noche a las doce al templo en que descansan los restos de María, y ora por el descanso de su alma. Esta es la penitencia que te impongo por tu pecado.
Dionisia, más consolada, aunque bastante agitada por el temor, esperó la noche para cumplir su penitencia.

III

El templo en que debía cumplir, era uno de esos poemas de piedra de la Edad Media que admiran el arte moderno, impotente para imitarlos. Todo en él respiraba la idea de la divinidad relacionada con la humanidad. Mirándole desde fuera un extranjero ignorante de nuestra religión, hubiera leído el misterio sublime de la fe cristiana con solo haberle visto de noche, cuando elevándose sobre la ciudad como el ángel de la fe, dejaba caer el eco de la fúnebre campana desde lo alto de sus góticas torres terminadas en cruces de flores, que indicaban que el alma religiosa reserva para el cielo los aromas de su pureza. Y penetrando en su recinto, mirando a la luz de la lámpara, eterna como la conciencia, aquellas altas naves en que la pintura y la escultura aparecían como humildes esclavas de la arquitectura, aquellas columnas semejantes a los elevados cedros del monte sagrado, aquellas bóvedas oscuras, y enverjadas capillas, aquellos altares dorados, aquel pavimento compuesto de losas de tumbas, ¿quién no se sentiría conmovido de religioso pavor?
Al llegar a la puerta del templo, Dionisia se detuvo vacilante. Pareciale que las molduras estaban animadas, que las sagradas efigies de los altares y de las ojivas la miraban con enojo; sobre todo la oscuridad de las naves la infundían un miedo indeterminado a plegarias desconocidas.
Oró brevemente, se animó y marchó. Su paso resbalando por las losas, la parecía el siseo de la ronda del sábado.
Al llegar a la tumba de María, se arrodilló, y volvió a orar con los ojos cerrados, por miedo a una aparición; pero su precaución fue inútil. Sus párpados dejaron de interceptar la luz, y al través de ellos, como al través de trasparentes cristales, vio abrirse la tumba y levantarse a la joven, adornada con un dulcísimo traje blanco, y coronada de rosas, blancas también. Brillaba en sus labios la flor de una dulce sonrisa, pero su mirada era siempre melancólica.
–¡Perdón, – murmuró Dionisia, aunque María no la miraba enojada; – perdón, señora, por el daño que os he hecho; bastante castigada estoy!
–No es a mí a quien has hecho el daño, – murmuró María, con una voz tan dulce como las melodías del Paraíso; – no es a mí. Yo sufrí en la tierra, pero por eso mismo es mayor en el cielo mi felicidad: ¿qué importa un día de lágrimas, si con él se compra una eternidad de ventura? Los daños que has hecho a los otros los vas a ver.
En este momento tres personas más se levantaron de la tumba de María. Eran tres hombres, uno ceñía la toga, otro el sayal del misionero, y el último parecía ocupado en analizar unas yerbas que tenía recogidas en un paño de su túnica.
–Hubieran sido mis hijos, – suspiró María, – tres corazones más para amar a Dios.
–Yo,– dijo el primero, – hubiera guardado el santuario de la justicia, y arrancando la cizaña del campo de la patria, la hubiera abonado para producir los frutos más óptimos.
–Yo, – dijo el segundo, – hubiese enseñado la fe a pueblos enteros que gimen en la ignorancia, y abierto las puertas del cielo a desgraciados que esperan aun por largo tiempo quien rompa los grillos con que los tiene sujeto el rey de las tinieblas.
–Yo, – dijo el tercero, – hubiese sido médico, y enseñado a curar males que se creen incurables.
 Y todos tres, volviéndose indignados a Dionisia, unieron sus voces para gritar tres veces: «¡Maldita seas!»
Y pareció que millares de voces repetían entre las sombras la solemne maldición.
Dionisia apenas alentaba.
Por fin, haciendo un esfuerzo titánico, murmuró con voz apagada: –¡Perdón, perdón! ¿qué he de hacer para reparar el mal que he causado?
–¡Repararle! –murmuró Maria; –¡repararle!
Cogió una copa de oro llena de agua, y presentándosela a Dionisia, le dijo: – Derrama esa agua en el suelo.
Dionisia obedeció.
–Ahora, –añadió María, –tórnala a coger.
–Las junturas de la losa la han embebido: es imposible cogerla.
–Pues así sucede con la calumnia; todos pueden derramarla, nadie recogerla; y para aspirar al perdón del mal que se ha causado, es preciso ante todo procurar resarcirle.
Y la visión desapareció.
Dionisia cayó desmayada, y cuando al día siguiente la recogieron y le preguntaron lo que le había ocurrido, no pudo contestar… estaba loca.

CARLOS RUBIO

Publicado en Almanaque Literario para 1873.

viernes, 28 de agosto de 2015

PESADILLAS (Eduardo Zamacois)

La luz de una lámpara verde suspendida en medio del dormitorio, envolvía los muebles en una soñolienta hopalanda luminosa, triste como una neblina otoñal, bajo la cual aparecían las marquesinas con sus suaves panzas afelpadas, y un severo lecho de caoba, amplio y macizo.
Eva, la adorable pecadora que supo encender tantas pasiones y hurtar tantas horas al demonio, torturador del Fastidio, dormía profundamente descansando las fatigas de la última bacanal. Tenía la tez mate, los labios rojos y la nariz caprichosa y tajante de los temperamentos inquietos; los ojos reposaban a la sombra de sus pestañas, y el plácido letargo de aquella cabeza hubiese sido perfecto, si los íntimos rebrinqueteos del espíritu no se hubieran traducido en los frecuentes estremecimientos del sobrecejo, que temblaba bajo el casco ondulante de sus cabellera rubia: casco magnífico formado de cabellos fuertes y erguidos en varias direcciones, como si cada uno de ellos fuera dotado de voluntad y carácter propios.
Eva soñaba…
En tales momentos, su imaginación componía una fábula en que había retazos de realidad vívida y girones del mundo quimérico… Aquella noche, Eva y otra mujer, muy hermosa también y muy ducha en los ladinos discreteos y taimerías del buen placer, se disputaron el corazón del mismo hombre, y Eva triunfó.
–Soy invencible,– murmuraba la joven soñando; –  el cetro de la belleza no caerá nunca de mis manos. No hay mujer que me rinda… Mi gentileza es como manantial que no se agota, como sol sin ocaso…
Y discurriendo así Eva, vio venir hacia ella un largo rosario de sombras blancas que se acercaban pausadamente y con el diestro índice sobre los labios en la actitud de esos ángeles silenciosos que ornan los grandes monumentos sepulcrales. Aquellas mujeres parecían hermanas gemelas, tan grande era su parecido: todas muy pálidas, muy tristes, con afiladas narices hebraicas y rasgados ojos melancólicos…
–¿Quiénes sois? – preguntó Eva.
–Somos las Horas… – dijo la primera. – Somos las Horas… – repitió como un eco, la segunda. Y seguían desfilando una tras otra, con paso quedo y cogidas de las manos… Y como la gentil pecadora tornase a preguntar, quiénes eran y qué pretendían de ella, las Horas contestaron:
–Somos las omnipotentes motoras del mundo. En nuestro seno nace y muere todo y el cosmos no existiría sin nuestra colaboración. Estamos en todas partes, el Tiempo es nuestro padre y nuestro verdugo, y somos tan numerosas que llenamos el espacio. Del infinito venimos camino de la inmensidad; las Horas que se van no vuelven, y sin embargo, el raudal de las Horas, a despecho de fluir eternamente, no se agota nunca… Nosostras, que asistimos al nacimiento del Sol y a la formación de la Tierra, también seremos testigos de su ruina y desmoronamiento; nosotras somos las hadas invisibles que secamos los mares, y allanamos las cordilleras, y hundimos los palacios más sólidos, y deslustramos el recuerdo de las hazañas más memorables y aventamos el polvo de las ruinas… Hace un momento, la satisfacción de un triunfo, prendió en tu ánimo la presunción de que tu belleza era invencible y todopoderosa… Te engañas; las únicas deidades omnipotentes, somos nosotras…
–¿Y ese poder infernal, lo empleareis en contra mía? – preguntó Eva.
–Sí; contra ti y contra todo, que tal es nuestra misión.
–¿Y me mataréis?
–Sí.
–¿Y me afeareis?
–Sí. ¡Cómo!... ¿No sabías que Venus murió a manos de las Horas?...
Eva quiso protestar y huir de aquel calenturiento aquelarre, pero no pudo, y ellas, las Horas implacables, tornaron a murmurar con ese sonsonete manso y arrullador del remusgo que susurra entre las cañas.
–No te envanezcas, pobre pecadora, porque eres sierva nuestra, y prostérnate ante nosotras recordando que lo Pretérito y lo Porvenir, de Horas están formados…
Y hablando así, las terribles hijas del Tiempo, seguían desfilando.
–Acuérdate, Eva, – continuaron diciendo – que en una Hora naciste y que a manos de una de nosotras habrás de morir…Ahora tus Horas son jóvenes, lozanas, alegres y soñadoras como tú misma; mas recuerda que las Horas buenas pasarán y vendrán las de la arada vejez… Horas nefandas que marchitarán tus mejillas y dulzurarán el fuego de tus entrañas ardientes, y tornarán fétido el ogaño vaho aromoso de tus labios y quemarán tus párpados… Recuerda esas Horas y luego aquella Hora trágica, suprema, en que el Sol no brillará para ti…
Y escuchando tan tremendas amenazas, Eva, horrorizada, despertó, mirando los muebles envueltos en la voluptuosa luz de la lamparilla verde. Luego, queriendo asegurarse por sí misma de lo que había soñado, saltó del lecho y corrió a mirarse en el espejo de un armario.
–¡Oh, qué sueño tan fatídico! – murmuró; – envejecer, morir… ¿qué importa?... Soy joven, soy hermosa… Gocemos; pues, mientras mis nervios sientan el supereminente deleite de vivir…
Y sacudió su abundosa cabellera rubia; aquel casco soberbio que aún no había recogido ese polvo que levanta la marcha triunfal de las Horas…

EDUARDO ZAMACOIS

La Vida Literaria. Madrid, 25 de mayo de 1899.

domingo, 29 de marzo de 2015

NATURALEZA (Diego de Fuentes)


¡Pobre poeta! Luchaba en vano por descansar un instante después de una noche entera de fiebre… Se echó de la cama precipitadamente; fue a sentarse delante de su mesa, llena por todos lados de cuartillas blancas y vírgenes, y apoyó la cabeza entre sus manos temblorosas, apretando ferozmente sus sienes, como queriendo ahogar de una vez los gritos y las quejas de la multitud de ideas que anidaban en su cerebro… ¡Era horrible! Reclamaban todos su derecho a la vida, pretendían unas y otras ser engalanadas con espléndidos ropajes… Bastante tiempo habían vivido ya encerradas en aquel templo reducido, aunque hermoso, constituían la felicidad de su poseedor, eran su único orgullo, su sola ambición; era justo, pues, que se las hiciese honor dándoles forma… Lucharían obstinadamente hasta conseguir su justo triunfo… luchaban, sí, hasta volverle loco…
Pero el poeta se sentía aquella alegre mañana con menos fuerzas que nunca… Sólo ansiaba enloquecer de dicha contemplando durante mucho tiempo aquella naturaleza que derrochaba vida a manos llenas…

¡Qué hermoso estaba el campo! El sol lucía como nunca su grandeza, enviando a la Tierra en sus rayos raudales benéficos de luz espléndida y vivificante calor… ¡Luces y colores! La llanura inmensa, cubierta de espigas, semejaba un vasto mar de oro; las amapolas salpicaban de sangre las mieses; las florecillas moradas, verdes y azules componían un radiante mosaico de amatistas, rubíes y zafiros… ¡Qué delicia!
El poeta, echado en el suelo perezosamente, contemplaba extasiado el imponente y delicioso espectáculo.
Sentía imperiosa necesidad de beber aquel aire purísimo con la boca y con los ojos; hubiera deseado que aquellos aromas rústicos y deliciosos y aquel sol magnífico se introdujesen en su interior para abrasar sus entrañas… Y con instintos de bestia se tendió sobre la verde alfombra… Cerró al fin los ojos y comenzó a soñar despierto…
Ilustración original de Marin.
A los posos instantes se vio interrumpido el silencio majestuoso de aquella hora por el ruido leve que producían los movimientos de dos piececitos diminutos… Después escuchó el poeta crujidos de faldas que rozaban el suelo; más tarde las tenues palpitaciones de un pecho anhelante. Abrió los ojos: a corta distancia contempló asombrado la arrogante figura de una hermosa mujer. Le miraba, le miraba ansiosa, queriendo descubrir en sus ojos un alma hermana de la suya… Fue acercándose poquito a poco y al llegar junto a él, sin haber balbuceado una sola palabra, hincó en tierra sus rodillas, colocó las manos sobre sus hombros y acercó sus labios tembloroso a los de él… El poeta la apartó de sí haciendo un movimiento brusco… Parecíale que todos los inmensos encantos de aquella naturaleza espléndida habían formado el cuerpo de aquella mujer para colmar sus ansias de posesión… Pero no, antes de todo había sentido deseos imperiosos de ser maltratado…
Y rompiendo aquel mutismo majestuoso, exclamó: «¡Maltrátame, mujer! Que tus manecitas delicadas opriman ferozmente mi cuello hasta que tema morir; que tus piececitos pisoteen mi corazón hasta que te exija piedad… ¡Soy tuyo! No hay mayor dicha en estos instantes para mí que gozar sufriendo. Y cuando el dolor me haya robado todas las fuerzas, entonces reclamaré tus caricias de consuelo y sonreiré de dicha al apurar los goces inmensos que me ha de ofrecer tu juventud y tu belleza… ¡Ven, ven a mí, mujer!»

El paisaje ostentaba galas más espléndidas… La naturaleza sonreía de gozo… Iniciábase el crepúsculo y aún continuaban  aquellos dos pechos palpitando al unísono y aún aquellos labios sedientos de calor se acariciaban con ansia infinita…

DIEGO DE FUENTES.
Publicado en La Vida Literaria. Madrid 11 de marzo de 1889.

sábado, 28 de marzo de 2015

¡ESTÁS CHIFLAO! (José García Vaso)

–Lo diré mil veces… y luego otras mil… y lo estaría siempre contando y diciendo, sin que me importara un ardite la compasión insultante de la gente… ¿Qué me importa a mí esa opinión anónima, nacida de mil cerebros prostituidos bajo el estúpido yugo de la vulgaridad?
Pues sí… vosotros no sabéis como fue aquello; oídlo: Ardía mi Patria en guerras civiles, fratricidas. Allá, a las tierras lejanas donde imperaba la muerte, iban miles y miles de hombres que, sin una protesta, sin un solo amago de rebelión, siquiera fuera tan íntima como un mal pensamiento, daban sus vidas y con ellas las de sus madres infelices, sin saber a ciencia cierta por qué daban tanto… Las daban, tal vez, porque así lo disponían otros hombres que hablaban en nombre del amor patrio, de la honra y gloria nacionales, y de otras cosas por el estilo, inventadas para convencer a las madres de que es santo quitarlas los hijos, y para convencer a los hijos de que es heroico abandonar a las madres…
Cuando, después de algún tiempo de sacrificios, iban escaseando en mi Patria la sangre generosa y el dinero miserable, un día… un día triste… un día de esos en que toda la naturaleza está de mal humor, presenciaba yo, angustiado y dolorido, el desconsolador espectáculo de un embarque de tropas… ¡Oh, cuanta amargura! Sobre el muelle bullía la muchedumbre inconsciente y escandalosa, y, hartas ya de llorar, rugían de dolor las pobres madres de aquellos infelices soldados que se iba tragando poco a poco el enorme trasatlántico que cabeceaba quejumbrosamente, como si se doliera de su forzosa complicidad en aquella sangría de hombres… ¡Cuánta amargura!
Ilustración del periódico
Entonces, entonces fue cuando, amasada con lágrimas y sangre del corazón, surgió en mí aquella idea subyugante, avasalladora… aquella idea con garras que se hundía en mi cerebro a los gritos de dolor de las pobres mujeres, y entonces fue cuando, dominado por ella, esclavizado por su poder misterioso, escalé rápidamente una altura, y hablé a la muchedumbre…
–¡Muchedumbre, eres imbécil! Las tierras que luchan por su libertad la consiguen… Solo se vence en el mundo por la libertad. Grecia vence al Oriente porque en Salamina y en las Termópilas resonaba el grito de libertad. Atenas eclipsa a Esparta porque Atenas era una república democrática. Los germanos vencen a Roma, porque traen el sentimiento de la libertad en el pecho. Suiza vence a Austria, Holanda a España, porque invocan la libertad[1]… ¡ ¡Son inútiles, oh Patria, tus esfuerzos! No luches, no luches en nombre de tus glorias, con ser tantas, no valen lo que tus hijos ni tanto como esas madres que lloran; no derrames tanta sangre ni tantas lágrimas en aras de ese regionalismo nacional que se llama patriotismo, porque la Patria, la verdadera Patria es el mundo, y todos somos ciudadanos de la tierra; no batalles por la integridad de tu territorio, porque no le tienes tuyo, todo es de todos! La mayor gloria que puedes añadir a las que ganaste cuando las rapiñas eran conquistas y la barbarie grandeza y los aventureros héroes, será la gloria de haber sido la primera nación que, rompiendo los mezquinos lazos de la Patria, dio notablemente a la humanidad lo que le quitó, tiempo atrás, el egoísmo de las naciones, y de este modo, si pierdes unas cuantas leguas de terreno que quieran ser libres, ganarás, en la historia de los pueblos, un lugar eminente…
En este punto interrumpieron mi discurso… La muchedumbre, que se había apiñado a mi alrededor, sorprendida por la dureza de la expresión y lo atropellado del discurso, me había escuchado silenciosa; las mujeres habían dado tregua a sus lágrimas, y creyeron en mí, y, mientras yo, arrebatado, dominado por una fuerza extraña, hablaba… hablaba…
Pero aquella calma era la pérfida clama de la tempestad… la estupidez y la vulgaridad hablaron por los labios de un patriota, y una voz anónima, desvergonzada y enérgica, arrojó esta frase a la muchedumbre: ¡Matadle, es un traidor a la Patria!
Me sentí súbitamente arrebatado, zarandeado, magulladlo por los innumerables brazos de aquel monstruo que manoteaba en el espacio, y luego no sentí nada… ¡el vacío, el negro vacío llenaba todo mi ser!
Cuando volví a la vida, algunas mujeres estaban a mi lado echadas en el suelo, donde yo yacía, dolorido y maltrecho… Abrí los ojos, y allá, casi perdido en la brumosa lejanía, distinguí al trasatlántico, que, cargado de reses humanas, surcaba majestuosamente el mar inmenso…
Un grupo de chiquillos se me fue acercando poco a poco; uno de ellos, más atrevido, inclinó hacia mí su cuerpecito, y mirándome, entre burlón y compasivo, me dijo: ¡Estás chiflao!
Y desde aquel día memorable soy un demente… ¡Un pobre demente declarado loco por sufragio universal!

JOSÉ GARCÍA VASO
Publicado en La Vida Literaria nº 9. Madrid, 4 de marzo de 1899.



El autor.- José García Vaso (Cartagena, 1866-?) fue un abogado, periodista y político español, alcalde de Cartagena y diputado en las Cortes Generales de la Primera República.


[1] Las líneas en cursiva son del Sr. Castelar.

EL NEGRO MACK (Julián Martel)

No sé si el nombre se escribe así; pero lo pongo como me sonó en el oído.
El cuento se lo oí contar a un ilustre viajero que ha estado en Norteamérica y en todas las partes del mundo conocidas y por conocer.
«El negro Mack es uno de los grandes millonarios de los Estados Unidos.
Su palacio de mármol blanco se levanta en el barrio más aristocrático de Washington, en el Faubourg de los yankees.
Sin embargo, el negro Mack no se visita con nadie. El desprecio al negro monta la guardia en la puerta de cada palacio, para impedirle la entrada
Hasta la servidumbre de Mack es extranjera. Antes de servirle a él, un ynakee se moriría de hambre.
¿Cómo consiguió hacer su fortuna?
Es lo que vamos a ver ahora.
Todos saben quien es Vanderbilt.
Sus esterlinas suenan tan ruidosamente como las del mismo Rostchild.
Hace años, muchos años, que se estacionó un limpiabotas frente a la casa del célebre millonario: un pobre y humilde negro que no tenía nada de particular.
Lo único que llegó a inspirar recelos fue la insistencia con que aquel negro pidió varias veces hablar con Vanderbilt.
Solía llamar a la puerta de la casa de este; pero los porteros se le reían en las barbas y lo amenazaban con arrojarlo a puntapiés si no se marchaba pronto.
El negro no cejaba.
Un día se presentó como tantas veces y provocó una escena.
Poniendo en práctica su amenaza, los porteros le dieron de golpes.
Al ruido, Mr. Vanderbilt, que estaba en su despacho, salió al vestíbulo y preguntó lo que pasaba.
Entonces, antes de que nadie pudiera hablar, el negro pidió al millonario que le prestase unos minutos de atención.
Algo debió ver Vanderbilt en la cara del limpiabotas, cuando, imponiendo silencio a sus criados, lo hizo pasar adelante.
Una vez solos, el negro le dijo:
–Hace un años, señor, que quiero hablar con usted y hasta ahora no lo consigo. Tengo que pedirle una cosa extraordinaria: pero si usted me la concede, no se arrepentirá de haber sido bueno alguna vez con un pobre negro.
Dice Vanderbilt que él vio algo de sobrehumano en aquel hombre. ¡Oh! no era un negro como los demás!
–Habla.
–Pues lo que voy a pedirle, señor, es que el día que yo le señale, me deje ir con usted a la Bolsa en coche y permanecer a su lado en la rueda.
Vanderbilt lo miró.
–¿Tú conmigo en la Bolsa?
–¡Sí! ¡Yo!
Este yo fue dicho de tal manera, que a pesar de la diferencia de color hubo un momento en que pareció que Vanderbilt era el limpiabotas y que el limpiabotas era Vanderbilt.
El banquero bajó la cabeza.
Hombre de genio él mismo, comprendió que estaba ante el genio, y saludó, sin pronunciar ningún por qué.
–Bueno, aceptado. Iremos juntos a la Bolsa.

Pasó un mes, y ya Mr. Vanderbilt empezaba a olvidar la aventura del negro, cuando cierto día se le presentó este vestido como un gentlemen perfecto.
Mr. Vanderbilt, fiel a su palabra, lo hizo subir en su coche y poco después se esparcía por toda la Bolsa una noticia extraordinaria. ¡Mr. Vanderbilt acababa de bajar de su coche en compañía de un negro! El que sepa el desprecio que se tiene en los Estados Unidos por la gente de color, comprenderá el escándalo que produjo la noticia. Todos se preguntaban, ¿quién será? Hubo quien supuso que era un rey africano.
El negro, impasible, desafiaba todas las miradas.
Vanderbilt fingía la mayor naturalidad del mundo.
De pronto sonó una campana.
Era que iba a funcionar la rueda.
Empezó el vértigo. Y mientras los corredores, agitados y convulsos, vociferaban en el torbellino de las operaciones, Mack parecía una estatua de mármol negro.
De pronto se inclinó al oído de Vanderbilte.
–Haga usted esto.
Y le indicó una operación.
Vanderbilt le obedeció maquinalmente.
Como buen millonario, le seducía lo imprevisto del caso.
Un momento después el limpiabotas volvió a inclinarse.
–Haga usted esto.
Y empezó a darle consejos al millonario, y el millonario a ganar, a ganar, miles al principio, luego centenares de miles, millones por último.
De improviso apareció un anuncio en las pizarras. Iban a rematarse unas minas de carbón cuyas acciones estaban por los suelos. Empezó la puja.
A lo mejor, el negro, que hasta entonces no había hecho más que hablar por la boca de Vanderbilt, lo hizo por su propia cuenta.
–¡Doy un millón!
Estupefacción general y asombro de Mr. Vanderbilt.
Se cerró el trato.
Cuando el martillero preguntó al negro su nombre, este dijo sencillamente:
–Me llamo Mack.

Media hora después, Vanderbilt y Mack volvían a subir al coche del primero.
En cuanto se puso en marcha el vehículo, Vanderbilt preguntó:
–¿Tiene usted cómo pagar ese millón de las minas?
Mack dijo:
–No, señor. Es usted el que me lo va a facilitar. Cuando lleguemos a su casa le mostraré mis garantías.
Efectivamente: llegados al palacio de Vanderbilt, Mack se desabrochó la levita y sacó un gran rollo de papeles del bolsillo interior.
–Aquí están, señor, los planos y reseñas de las minas que acabo de comprara. Hace cinco años que me fui allá con mi caja de lustrar al hombro y me he pasado tres años estudiando las minas. Nadie sabe lo que valen. Son un tesoro inagotable. Se extienden leguas y leguas, y yo soy el único que las conoce y puede apreciarlas. Vine a Washington a buscar un capitalista. Oí hablar de usted. No sé por qué me fue simpático. Lo demás, usted lo sabe tan bien como yo.
Y después de haber dado otras explicaciones, Mack recibió un cheque de un millón.
Diez meses después, Mack era uno de los millonarios de los Estados Unidos.
Había vendido las minas en cien millones de los cuales entregó cincuenta al banquero Vanderbilt.
Sin embargo, su historia es una triste historia.
Decididamente el dinero no constituye la felicidad.
Mack es un negro melancólico. Tiene la monomanía de lo blanco, y su palacio está todo decorado de este color.
Y sobre el fondo de armiño de los salones resplandecientes, se ve la mancha negra de aquel hombre que se pasea lentamente por ellos.
Sueña con mujeres rubias y ojos azules.
Tiene una hija, negra como él, y como él melancólica y triste.
Tirada en el fondo del coche, da lástima verla pasear por las calles de Washington.»

Calló el narrador.
Todos creímos que se había acabado el cuento.
Pero él, dando un golpe final de conversador artista, añadió:
«Mack ha fundado un hospicio que es una de las maravillas de Washington. En su frontis ha escrito en letras bien grandes:
Se admiten blancos

JULIÁN MARTEL
Publicado en La Vida Literaria nº 4. (Madrid)  28 de enero de 1899


El autor.- Julián Martel. Poeta, narrador y periodista argentino, nacido en Buenos Aires en 1867 y fallecido en su ciudad natal en 1896. Aunque su verdadero nombre era el de José María Miró, ha pasado a la historia de las Letras Argentinas por su seudónimo literario de "Julián Martel". Falleció, víctima de una implacable enfermedad pulmonar, cuando aún no había alcanzado los treinta años de edad.

 

EL VIEJO Y LA NIÑA (Leopoldo A. Clarín)

Viejo precisamente… no. Pero comparado con ella, sí; podía ser su padre. Esto bastaba para que los dos se vieran separados por un abismo de tiempo; y lo mismo que ellos, la madre de ella y el mundo, que los dejaba andar juntos y solos por teatros y paeos, sin desconfianza ni sospecha de ningún género. Era él primo de la madre, y ésta pensando en que, de chicos, habían sido algo novios, sacaba en consecuencia que dejar a su hija confiada a aquel contemporáneo suyo no ofrecía ningún peligro, ni podía dar que decir a la malicia.
Años y años vivieron así.
Si queréis figuraros como era él, recordad a Sagasta, no como está ahora, naturalmente, sino como estaba allá, por los días en que dijo que iba “a caer del lado de la libertad”… sin romperse ningún peroné, por entonces. Tenía don Digo facciones más correctas que don Práxedes, pero el mismo no sé qué de melancolía elegante, simpática. Tenía el pelo negro todavía, con algo gris nada más en un bucle, sobre la sien derecha. En aquel rizo disimulado había una singular tristeza graciosa, que armonizaba misteriosamente con la mirada entre burlona y amorosa, algo cansada, y triste, con resignación que dan la piedad y la experiencia. Vestía con gusto según la elegancia propi9a de su edad.
Ella… era todo lo bonita que ustedes quieran figurarse. Morena o rubia, no importa. Dulce, serena, de humores equilibrados, eso sí.
Volvían del Retiro en una tarde de Septiembre, al morir el día. Habían estado en una tertulia al aire libre, rodeados, mientras ocupaban sillas del paseo, de una media docena de adoradores que a Paquita no le faltaban nunca. Eran todos jóvenes de pocos años; muy escogidos gomosos, como entonces se decía, de la más fina sociedad. No eran Sénecas, ni habían asado la manteca. Uno a uno, aislados, no empalagaban. Todos juntos, parecían esos ecos repetidos de la misma insustancialidad. Costaba trabajo distinguirlos, a pesar de las diferencias físicas.
Paquita, al llegar a la Puerta de Alcalá, se cogió del brazo de su inofensivo amigo, que venía un poco preocupado, algo conmovido, pero no con pensamientos tristes.
–¿Pero ves, que he de estar condenada a bebé perpetuo?
–¿Cómo bebés? Eduardo ya tiene lo menos veinte años y Alfredo sus diez y nueve.
–¡Ya ves que gallos!
–¿Y para qué quieres tú gallos?
Callaron los dos. Demasiado sabía don Diego que a Paquita no le gustaban los pocos años. De esto habían hablado mil veces, con gran complacencia del muy socarrón amigo, y, como tutor callejero de la niña.
Varios novios le había conocido don Diego a Paquita; como que él era su confidente en casos tales. Por vanidad, por curiosidad, por agradar a la madre, que quería relaciones que fueran formales y procurasen un posición segura a la hija, admitía aquellos escarceos amorosos Paquita; pero, en rigor nunca había estado todavía «lo que se llama enamorada». También esto lo sabía don Diego; y ella se lo repetía a menudo, casi orgullosa de aquel modo de sentir suyo, y se lo decía una vez y otra vez a su amigo y Mentor, como quien insiste en una obra de caridad.
En tanto años de vida íntima, de familiaridad constante, jamás de los labios de don Diego había salido una palabra que pudiese tomar Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones. En cambio su vida común estaba llena de elocuentísimos silencios; y en los contactos indispensables en paseos, teatros, iglesias, bailes, etec., etc., ni nunca había habido deshonestos ademanes, ni siquiera insinuaciones que la joven hubiese podido llevar a mala parte, había habido por uno y otro lado no confesada delicia.
Paquita se fijaba en que los novios cambiaban y el amigo viejo siempre era el mismo. Sin decírselo, los dos sabían que el otro pensaba esto; que era mucho más serio aquel contrato innominado de su amistad extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la niña.
Otra cosa sabían los dos: que Paquita estimaba en todo lo que valía la pulquérrima conducta de D. Diego, que jamás, ni con disculpa del grandísimo deseo ni con disculpa de la insidiosa ocasión, había sucumbido a las tentaciones que el íntimo y continuo trato le hacía padecer. Jamás el más pequeño desmán… y eso que la frialdad y apatía ni el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime. Él y ella se acordaban de los besos que cuando Paquita era niña, niña del todo, regalaba al buen señor, y aquello había concluido para no volver; y D. Diego había sido el primero a renunciar, sin que mediaran explicaciones, es claro, a tamaña regalía.
–¿Por qué has reñido con Periquillo? – le preguntaba en una ocasión el viejo a la niña.
–Porque se empeñaba en que me estuviera al balcón las horas muertas, viéndole pasear la calle, y yo no quise… porque me aburría.
Y los dos reían a carcajadas, pensando en aquel modo tan singular de querer a sus novios que tenía Paquita.

Aquella tarde, volvía muy contento, para sus adentros, D. Diego, porque en la tertulia al aire libre, en el Retiro, él había lucido su ingenio, con gran naturalidad y modestia, a costa de aquellos pobres sietemesinos. Paquita le había admirado, echando chispas de entusiasmo contenido por los ojos; bien lo había reparado él. Por eso volvía tan satisfecho… y con una tentación diabólica, que mil veces había tenido, pero a que siempre había resistido… y que ahora no creía poder resistir.
Llegaron al Prado y a Paquita se le ocurrió sentarse allí otra vez. La tarde, ya cerca del oscurecer, estaba deliciosa; y declaró la niña que le daba pena meterse en casa tan pronto, perder aquel crepúsculo, aquella brisa tan dulce…
Se sentaron, muy solos, sin alma viviente que reparase en ellos.
Hablaron con gran calor, muy alegres los dos, sin saber por qué, los ojos en los ojos.
–¿En qué piensas?– preguntó Paquita al ver de pronto ensimismado a D. Diego.
–Oye, Paca… ¿Quién es en el mundo la persona, sin contar a tu madre, de tu mayor confianza?
–¿Quién ha de ser? Tú.
–Bueno, pues… – y D. Diego empezó a decir unas cosas que dejaba atónita a la niña. Él habló mucho, con mucha pasión y muchos circunloquios. Nosotros tenemos más prisa y menos reparos, y tenemos que decirlo todo en pocas palabras.
Ello fue algo así: D. Diego propuso que jugaran un juego que era una delicia, pero al cual solo podían jugar dos personas de sexo diferente, si el juego había de tener gracia, y que se fiaran en absoluto la una de la otra. Era menester que se diera mutua palabra, seguro cada cual de que el otro la cumpliría, de no sacar ninguna consecuencia práctica del juego aquel;  que por eso era juego. Consistía la cosa en confesarse mutuamente, sin reserva de ningún género, lo que cada cual pensaba y sentía y había penado y sentido acerca del otro; lo malo, por malo que fuere, lo bueno, por bueno que fuera también. Y después, como si nada se hubieran dicho. No debía ofenderse por lo desagradable, ni sacar partido de lo agradable.
Paquita estaba como la grana; sentía calentura: había comprendido y sentido la profunda y maliciosa voluptuosidad moral, es decir, inmoral, del juego que el viejo la proponía. Había que decir todo, todo lo que se había pensado, a cualquier hora, en cualquier parte, con motivo de aquel amigo; cuantas escenas la imaginación había trazado haciéndole figurar a él como personaje…
Paquita, después de parecer de púrpura, se quedó pálida, se puso en pie, quiso hablar y no pudo. Dos lágrimas se le asomaron a los ojos. Y sin mirar a D. Diego, le volvió la espalda, y con paso lento echó a andar, camino de su casa.
El viejo asustado, horrorizado por lo que había hecho, siguió a la pobre amiga; pero sin osar emparejarse con ella, detrás, como un criado.
No se atrevía a hablarle. Solo, al llegar al portal de la casa de ella, osó él decir:
–Paquita, Paquita, ¿qué tienes? Oye: ¿Qué tienes? ¿Yo, qué te he hecho? ¿Qué dirá mamá?...
Ella, sin contestarle, ni volver la cabeza, la movió lentamente con signo negativo.
No, no hablaría: su madre no sabría nada… Pero al llegar a la escalera echó a correr, subió como huyendo, llamó a la puerta de su casa apresurada; y cuando abrieron desapareció, y cerró con prisa, dejando fuera al mísero D. Diego.
El cual salió a la calle aturdido, y avergonzado; y cuando vio a dos del orden en una esquina, sintió tentaciones de decirles:
–Llévenme ustedes a la cárcel, soy un criminal; mi delito es de los más feos, de esos cuya vista tienen que celebrarse a puerta cerrada, por respeto al pudor, a la honestidad…

Leopoldo Alas Clarín.
Publicado en La Vida Literaria, nº 3. (Madrid) 21 de enero de 1899