I
Váyanse al diablo la geografía y
la cronología; jamás he sabido recordar un lugar ni una fecha: así, pues, todas
las indiaciones que puedo hacer para precisar eltiepo y el lugar de mi
relación, se reducen a decir que se refiere a un hecho ocurrido en Europa y a
principios del siglo XVIII.
Una hermosa mañana de primavera,
lord X***, viajero inglés, alto, delgado, blanco, rubio y excéntrico como todos
los ingleses de novela, oculto detrás de las cortinillas del balcón de su
alojamiento, se entretenía en mirar a una joven que en la casa de enfrente
estaba regando sus tiestos.
La joven era, en verdad, digna de
ser mirada. Jamás los pinceles de Rafael dibujaron un rostro tan hermoso y tan
virginal; su tez de azucena y rosa, sus dorados cabellos, sus labios delgados y
purpurinos, sus ojos melancólicos, su frente despejada, todos la asemejaba a
una de esas creaciones de los poetas, para los cuales no buscan modelos en la
tierra, sino en los ángeles del cielo, su patria siempre amada. No era una
mujer, era la encarnación de una melodía celestial.
El inglés decía para sí: – Estoy a
punto de cumplir cuarenta años, y empiezan a cansarme los viajes; pero solo en
el mundo, solo como un hongo, ¿qué haré, si no viajo? ¿Ahorcarme en mi jardín
inglés en que se ahorcó mi padre, habiéndose ahorcado antes mi abuelo y antes
mi bisabuelo? Todos ellos se ahorcaron a los cincuenta y cinco años, cinco
días, cinco horas y cinco minutos; yo no he de romper la tradición. Además, de
que cada uno de ellos cuando se ahorcó dejó un hijo que lo heredase, y yo no
tengo ninguno; debo, pues, casarme, tener hijos, y esperar mi hora al pie del
pino tradicional. Y dado que me case, ¿no es mejor hacerlo con una mujer bonita
que con una fea? Esa muchacha que cuida de sus flores vale más, por sí sola,
que todos mis caballos juntos. Es pobre, a juzgar por su traje, y si su alma se
asemeja a su rostro, debe ser un ángel de bondad, Sin embargo, en estas cosas
no conviene fiarse de las apariencias, sino tomar informes. Tomémoslos, pues,
empezando por el interrogatorio de la persona más curiosa y más habladora que
conozco en todo el barrio, y plegue a Dios que salga todo como deseo.
Tendió la mano, y sin dejar de
mirar a la joven, tiró del cordón de la campanilla.
La patrona se presentó.
Era una mujer de la edad incierta
que se llama cierta edad, bastante
bien conservada, y de facciones vulgares. Vulgar era también su inteligencia,
cuyo punto saliente, por decirlo así, era la superstición. Una gitana la había
predicho que su hija se casaría con un inglés muy rico, y esto bastó para que mirara
en lord X*** un futuro yerno, y esperara de un momento a otro oírle pedir la mano
siempre blanca, mano de Caralampia, que si no fuera porque sus ojos eran
pequeños como lentejas, su nariz gruesa y colorada como una remolacha, su color
de pan de munición, y su cuerpo algo torcido, rivalizaría en belleza con la
mismísima Elena.
–Señora Dionisia, – dijo lord
X***, – ¿quién es esa joven que está regando los tiestos allí enfrente?
Dionisia se acercó al balcón, y
admirándose de la pregunta, contestó:
–Es María, la costurera, una pobre
muchacha huérfana, que no tiene más propiedades que sus agujas.
–Yo soy rico para los dos, – murmuró
lord X***.
Dionisia le miró aterrada. Su
castillo de naipes se derrumbaba.
–Y decid, – prosiguió lord X***, –
¿es honrada?
La más ligera mancha no empañaba
la reputación de María, paloma virginal digna de anidar entre las palomas del
Paraíso; pero Dionisia no pensaba sino en su hija y en la predicción de la
gitana, así es que contestó con tono incisivo:
–En cuanto a eso…
–¿Qué? – preguntó el inglés.
–Nada…
–Decid si sabéis algo, creed que
me importa saberlo.
–Nada, yo no debo murmurar de
nadie.
–Pero si decir la verdad cuando se
os pregunta.
–Disimuladme, señor, no diré nada,
otros os informarán.
–Sois una buena mujer, – dijo el
inglés, después de una pausa; – id con Dios. Lo dicho me basta. Me ahorcaré
soltero.
Y se separó de la ventana.
Un momento después cerró la suya
María, muy ajena de creer que acababa de jugarse su porvenir, y que merced a
una trampa de su vecina, le había perdido.
II
Lord X*** continuó su viaje al día
siguiente; Caralampia, la hija de Dionisia, se casó, no con un inglés rico,
sino con un pobre molinero que tenía la costumbre inglesa de emborracharse
diariamente, y que cada vez que se emborrachaba sacudía una paliza a su mujer; y Dionisia, después de haber gastado
cuanto tenía en socorrer a su hija, fue echada de casa por su yerno, y tuvo que
mendigar su sustento de puerta en puerta.
María vio su miseria, se compadeció
de ella, y la dijo: – Venid a mi casa, os miraré como si fuerais mi madre, – Y
la llevó a su casa, y trabajó día y noche para sustentarla; pero el exceso del
trabajo la hizo enfermar, y al poco tiempo murió.
Los
ángeles en el mundo
Están
mal, y se van presto,
ha dicho un poeta. Dionisia, desde
aquel momento, no pudo sosegar. El recuerdo de su calumnia, y el no menos vivo
de María, que la había sacrificado su vida, la perseguían por todas partes. Un
día entró en una iglesia, y postrándose a los pies de un confesionario, pidió
consuelos a un sacerdote, confiándole su remordimiento.
–Tu culpa es muy grande, – le dijo
el sacerdote; – pero mayor es la
misericordia divina. Ve esta noche a las doce al templo en que descansan los restos
de María, y ora por el descanso de su alma. Esta es la penitencia que te
impongo por tu pecado.
Dionisia, más consolada, aunque bastante
agitada por el temor, esperó la noche para cumplir su penitencia.
III
El templo en que debía cumplir,
era uno de esos poemas de piedra de la Edad Media que admiran el arte moderno,
impotente para imitarlos. Todo en él respiraba la idea de la divinidad
relacionada con la humanidad. Mirándole desde fuera un extranjero ignorante de
nuestra religión, hubiera leído el misterio sublime de la fe cristiana con solo
haberle visto de noche, cuando elevándose sobre la ciudad como el ángel de la
fe, dejaba caer el eco de la fúnebre campana desde lo alto de sus góticas
torres terminadas en cruces de flores, que indicaban que el alma religiosa
reserva para el cielo los aromas de su pureza. Y penetrando en su recinto,
mirando a la luz de la lámpara, eterna como la conciencia, aquellas altas naves
en que la pintura y la escultura aparecían como humildes esclavas de la
arquitectura, aquellas columnas semejantes a los elevados cedros del monte
sagrado, aquellas bóvedas oscuras, y enverjadas capillas, aquellos altares
dorados, aquel pavimento compuesto de losas de tumbas, ¿quién no se sentiría
conmovido de religioso pavor?
Al llegar a la puerta del templo,
Dionisia se detuvo vacilante. Pareciale que las molduras estaban animadas, que
las sagradas efigies de los altares y de las ojivas la miraban con enojo; sobre
todo la oscuridad de las naves la infundían un miedo indeterminado a plegarias
desconocidas.
Oró brevemente, se animó y marchó.
Su paso resbalando por las losas, la parecía el siseo de la ronda del sábado.
Al llegar a la tumba de María, se
arrodilló, y volvió a orar con los ojos cerrados, por miedo a una aparición;
pero su precaución fue inútil. Sus párpados dejaron de interceptar la luz, y al
través de ellos, como al través de trasparentes cristales, vio abrirse la tumba
y levantarse a la joven, adornada con un dulcísimo traje blanco, y coronada de
rosas, blancas también. Brillaba en sus labios la flor de una dulce sonrisa,
pero su mirada era siempre melancólica.
–¡Perdón, – murmuró Dionisia,
aunque María no la miraba enojada; – perdón, señora, por el daño que os he
hecho; bastante castigada estoy!
–No es a mí a quien has hecho el
daño, – murmuró María, con una voz tan dulce como las melodías del Paraíso; –
no es a mí. Yo sufrí en la tierra, pero por eso mismo es mayor en el cielo mi
felicidad: ¿qué importa un día de lágrimas, si con él se compra una eternidad
de ventura? Los daños que has hecho a los otros los vas a ver.
En este momento tres personas más
se levantaron de la tumba de María. Eran tres hombres, uno ceñía la toga, otro
el sayal del misionero, y el último parecía ocupado en analizar unas yerbas que
tenía recogidas en un paño de su túnica.
–Hubieran sido mis hijos, – suspiró
María, – tres corazones más para amar a Dios.
–Yo,– dijo el primero, – hubiera
guardado el santuario de la justicia, y arrancando la cizaña del campo de la
patria, la hubiera abonado para producir los frutos más óptimos.
–Yo, – dijo el segundo, – hubiese
enseñado la fe a pueblos enteros que gimen en la ignorancia, y abierto las puertas
del cielo a desgraciados que esperan aun por largo tiempo quien rompa los
grillos con que los tiene sujeto el rey de las tinieblas.
–Yo, – dijo el tercero, – hubiese
sido médico, y enseñado a curar males que se creen incurables.
Y todos tres, volviéndose indignados a
Dionisia, unieron sus voces para gritar tres veces: «¡Maldita seas!»
Y pareció que millares de voces repetían entre las sombras
la solemne maldición.
Dionisia apenas alentaba.
Por fin, haciendo un esfuerzo titánico, murmuró con voz apagada:
–¡Perdón, perdón! ¿qué he de hacer para reparar el mal que he causado?
–¡Repararle! –murmuró Maria; –¡repararle!
Cogió una copa de oro llena de agua, y presentándosela a
Dionisia, le dijo: – Derrama esa agua en el suelo.
Dionisia obedeció.
–Ahora, –añadió María, –tórnala a coger.
–Las junturas de la losa la han embebido: es imposible
cogerla.
–Pues así sucede con la calumnia; todos pueden derramarla,
nadie recogerla; y para aspirar al perdón del mal que se ha causado, es preciso
ante todo procurar resarcirle.
Y la visión desapareció.
Dionisia cayó desmayada, y cuando al día siguiente la
recogieron y le preguntaron lo que le había ocurrido, no pudo contestar… estaba
loca.
CARLOS RUBIO
Publicado en Almanaque Literario
para 1873.
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