En un compartimento del tren que la llevaba,
a toda marcha, hacia R…-sur-Mer, donde su hija y su yerno pasaban las
vacaciones, la Sra. Radouce, pensativa, miraba huir el paisaje y soñaba. Se retrotraía
en pensamiento a quince años atrás, cuando realizaba ese mismo viaje con su
hijita. En aquella época, la Sra. Radouce todavía era joven, esbelta, elegante,
bonita y feliz, pues su marido la adoraba, y como sus negocios prosperaban, este
no le negaba nada. Así, cada verano, la enviaba a la orilla del mar a fin de
que pudiese descansar de la vida mundana, mientras él continuaba trabajando en
París. Ahora bien, en cuatro o cinco años de veraneo consecutivo, la bella Sra.
Radouce había iluminado con su deslumbrante simpatía la playa de R… - sur-Mer.
Tan pronto llegaba, y durante toda su
estancia, a su alrededor orbitaba toda una corte de admiradores, de adoradores
empeñados en complacerla, en seducirla. Pero ella, siempre disfrutando de ello
con reconocimiento y con voluptuosidad de esos homenajes, se mantenía estrictamente honesta y muy
aferrada a su marido y a su hijita.
Aun así, si hubiese querido…
Pensad que un día, Ribestein, el
riquísimo banquero, que la cortejaba de cerca y se confesaba, a quién quería
escucharle, desesperadamente prendado, le ofreció poner su fortuna a sus pies
si ella consentía en divorciarse para convertirse en su esposa; e incluso
estaba ese príncipe italiano, su vecino, que le hacía llevar, cada mañana, un colosal
ramo de flores, e intentaba mil extravagancias amorosas a fin de enternecerla.
Sin hablar de otros testimonios que se multiplicaban igualmente en el transcurso
de esos gloriosos veraneos. Pero, entre esas manifestaciones, la que tal vez
había halagado más a la bella Sra. Radouce, era la que le dirigía un humilde
adorador, un simple cochero «de plaza», cuyo coche estacionaba muy cerca del
hotel. ¡Ah! Este no ocultaba el culto inocente que dedicaba a la deslumbrante
pasajera, y lo manifestaba, a su manera, de un modo muy curioso. Cada vez que
la Sra. Radouce daba algunos pasos, surgía su modesto adorador, que le
imploraba, con una sonrisa maravillada, que tomase asiento en su coche. A
menudo, cuando ella tenía algunas compras que hacer, o para acudir a la playa,
la Sra. Raoduce aceptaba no sin una divertida indulgencia; entonces el otro –
un apuesto muchacho, y más elegante, más delicado que sus iguales, saltaba
alegremente sobre su pescante, como radiante de su victoria. ¡Y partían!
Y al regreso, cuando su clienta quería
añadir, al precio de la carrera, un billete a guisa de propina, Gaspard – ese
era el nombre del cochero – lo rechazaba, indignado:
–No – murmuraba devotamente,– nada de
eso… Mi propina es el placer de llevaros.
Después de esto, enrojeciendo por esa
confesión apenas esbozada, levantaba su sombrero y, saludando sobre su asiento,
partía a toda velocidad haciendo chasquear alegremente su fusta. Con estos
recuerdos, la Sra. Radouce sonreía no sin cierta melancolía.
Lamentablemente, después de esos bellos
y alegres años, el destino se había mostrado menos clemente para con ella. Al
principio, su marido, comprometido en especulaciones arriesgadas, se arruinaba
a medias, y luego moría, dejando una esposa, y una hija sometida a todas las
dificultades de la existencia.
Sin embargo, la Sra. Radouce había
asumido con valentía su nueva condición, había luchado para salvar los restos
de su fortuna; negándose a rehacer su vida, se había dedicado a la educación de
su hija, y, hoy, después de tantos años transcurridos con una rapidez
vertiginosa, esta hija se había convertido a su vez en esposa; acababa de
casarse con un compañero de infancia, un encantador muchacho cuya situación
económica no dejaba de ser envidiable. Por lo demás, el yerno de la Sra.
Radouce, muy enamorado de su mujer, se mostraba perfecto para su suegra, y era
él quien había exigido que fuese a pasar dos o tres semanas con ellos, y
precisamente en R…-sur-Mer. Al principio, ella se había negado, temiendo turbar
con su presencia la luna de miel de la joven pareja, pero él insistió tan
afectuosamente que la Sra. Radouce acabó por dejarse convencer.
***
Ya en el presente (mientras el tren
circulaba y la acercaba cada minuto más al final de su viaje), hete aquí que
casi lamentaba su debilidad y sentía no sé qué aprensión, qué angustia confusa
invadirle, con la idea de desembarcar es esa playa mundana donde antaño había reinado
de un modo tan victoriosamente femenino, de desembarcar allí y algo ajada,
derrotada, y totalmente cambiada, hoy, cuando ya no era, cuando ya no podía
pretender ser más que una mamá…
Suspiró a la evocación de tan felices
recuerdos y, extrayendo de su bolsa de viaje un neceser de aseo, se miró en un
espejó minúsculo. Eso no la tranquilizó más que levemente. Entonces, como
estaba sola en su compartimento, se puso a reparar el desorden de su peinado,
se empolvó ligeramente, se dio un toque de pintalabios rojo y, acabada su obra,
se sintió más satisfecha.
–Después de todo – murmuró a media voz –
¡tal vez no haya cambiado tanto!
Algunos minutos más tarde, el tren
entraba en la estación. Enseguida descubrió a su hija y a su yerno sobre el
andén, observando cada compartimento con
una intensa avidez. Ella les hizo una señal por la ventana. Se apresuraron a su
encuentro. Tras las primeras efusiones, la joven mujer dijo a su madre:
–Ven rápido, nos vamos, un coche nos
espera, el que nos ha traído hasta la estación y nos llevará a casa.
Y añadió, designando a su marido:
–Gaston se ocupará del equipaje, y luego
se nos unirá, pues va en su bicicleta.
Ambas salieron.
Un coche las esperaba en la salida de la
estación, y su cochero hizo una señal a a las dos mujeres. Sobre el pescante,
la Sra. Radouce lo reconoció y sintió una ligera turbación que la hizo
enrojecer a su pesar. Sí, desde luego era él, su adorador de antaño, aquel que
se encontraba sin cesar a su paso y le testimoniaba tan inocentemente su admiración…
¡y tal vez algo más!
–¿Me reconocerá?– pensó la Sra. Radouce.
– ¡Ah! ¿he cambiando tanto como él?...
En efecto, ella acababa de constatar la
decrepitud física de aquel al que sus amigas, para burlarse, llamaban «su
galante cochero».
Hoy, el galante cochero se había
convertido casi en un anciano, con el rostro demacrado, el bigote gris, y que
no había conservado de su juventud más que unos ojos siempre vivos y audaces.
Viendo avanzar a la Sra. Radouce y a su
hija, él les sonrió, y la Sra. Radouce tuvo la impresión de que esa sonrisa le
estaba particularmente dedicada. Sintió un delicioso orgullo y un sentimiento
de consuelo. Se instaló en el coche que partió a todo tren. Mientras el coche rodaba
a través de las escarpadas callejuelas, la Sra. Radouce escuchaba
distraídamente la afectuosa charla de su hija, y mantenía los ojos fijos en la
espalda del hombre, allí, ante ella, esa
espalda un poco encorvada, un poco abovedada, pero que, así lo creía, parecía querer
levantarse hoy, luchar contra el peso de la edad. Ella se volvía a ver como
antaño, haciendo una entrada triunfal en el patio del hotel, donde Gaspard
saltaba de su asiento para ayudarla a descender, adelantando celosamente a los
adoradores que esperaban ante la entrada. Ella creía verle, diligente, radiante,
y escucharle murmurar la frase acostumbrada que ella se divertía coquetamente
en provocar: «… Nada de propina, ¡mi propina es el placer de llevaros!»
***
Una súbita detención la sacó de su
ensoñación. Habían llegado ante la casa. La hija de la Sra. Radouce saltó
ligeramente a tierra, ayudó a su madre a descender, y luego llamó para que los
criados acudiesen a recoger las maletas. Entonces la Sra. Radouce, obedeciendo
a un impulso repentino e irresistible, quiso llevar a cabo una experiencia… una
prueba que la tranquilizaría convenciéndola de que todavía conservaba un poco
de su poder de seducción, de su prestigio, que todavía era digna de la admiración
de los hombres: aún mujer, mujer y no solamente una madre…
Buscó nerviosamente, rápidamente en su
cartera y, mirando a Gaspard con su más dulce sonrisa – la sonrisa de la bella
Sra. Radouce, dijo:
–¿Cuánto le debo?
Él sonrió a su vez:
–Como de costumbre. ¡Cinco francos por
la carrera!
Ella le tendió un billete:
–¡Aquí tiene!
… dudó, luego, entregándole un segundo
billete, murmuró, casi ansiosamente:
–Y esto… es su propina.
Ella esperó un segundo, dos segundos, y
una absurda emoción hacía latir su corazón.
…………..
***
Pero Gaspard, sin pestañear, tomó el
segundo billete, lo deslizó en el bolsillo de su chaleco, y, tocando el borde
de su sombrero, volvió a subir a su pescante, donde se instaló, hizo chasquear
su fusta y partió benévolamente, a poca velocidad, dejando sobre la orilla de
la acera a una mujer repentinamente pálida, cuyos labios temblaban y a la que
su hija debió llamar en dos ocasiones para que entrase en la casa, lentamente,
como con pena y con un andar bruscamente
pesado.
Edmond Sée.
Suplemento literario de Le Figaro. 18 de febrero de 1923
Traducción José M. Ramos González,
27 de enero de 2017