sábado, 25 de febrero de 2017

MAUPASSANT (Lusiñán de Mari)

–¿Lo conoció usted?
–Nunca.
–Entonces no me doy cuenta de esos extraños amores.
Pues él fue la única pasión de mi juventud. Era alto, de figura hercúlea, pero a la vez gallardísima. Los ojos azules claros, grandes y llenos de un extraño misterio…. parecía que dentro del cráneo le ardía una luz vivísima y que esa luz le salía por ellos. La boca roja, fresca, con una dentadura marfilesca…. Tenía unas manos preciosas, pequeñísimas, que él se empeñaba en desfigurar porque le parecían afeminadas… Era un gran artista, verdadero temperamento genial, exquisito, poblado de sombras soñadoras, alma con claro oscuro… Le repugnaba el orden, el sistema, la línea… trabajaba con un desorden característico…  a veces pasaba toda una noche sobre las blancas cuartillas, devorando papel como si su pluma gozara en ir trazando la línea negra. Temporadas en que el trabajo le lamía la pálida frente dando a su cara tonos marfilescos. Otras no hacía nada… pasaba meses y meses enamorado de la sombra de un árbol… escondido en las frondas, fumando en su pipa durante largas horas, ajeno a la vida material, llenándose los anchos pulmones con bocanadas de aire oxigenado… Guindo agrio y bravío que florecía entre la fronda en un lejano rincón del bosque. Apartado ribazo en que el agua murmuradora se extendía tranquilamente, tomando el color verde magnífico del fondo virginal… Rincón olvidado de la costa, en donde los acantilados forman oscuras cavernas en las cuales entra la ola para salir convertida en blanquísima catarata de espuma…
Esos fueron sus amores y eso llevó a sus palpitantes narraciones, trozos arrancados a la naturaleza viva, puesta en bastardo lenguaje humano, incapaz de expresar a medias la honda emoción estética que él sentía.
Recuerda usted su « cacería » Aquella mañana gris y lluviosa… los capotes calados… el áspero olor de la marisma… los juncos del lago… la pareja de patos que se levanta del agua… la detonación de la escopeta de la cual sale el plomo que troncha el idilio de aquellos amores alados y bellísimos… el pobre animal que se desploma en el agua con las blancas plumas teñidas de rojo… la hembra que gira volando alrededor del compañero muerto… ¡Cuánta belleza! ¡cuánta poesía! ¡Qué elegancia! ¡Cuánta sobriedad en el rasgo!...
¿Recuerda usted sus « Fresas de la montaña »? Aquel bosque de castaños, los amarillos maizales que rodean las casitas allá en lo hondo del valle… La niña desgreñada y rubia como el lino, adornada la cabeza con escaramujos silvestres y el cestito en el cual va depositando los granitos carmíneos que exhalan vivísimo perfume…
Yo me enamoré de él con pasión extraña. No quise conocerle nunca. Veraneábamos en el Norte. En una aldea gallega… En la estación, al partir, un muchacho muy empalagoso que me hacía el amor, compró un libro en el puesto de periódicos y me lo regaló. Era un libro de Guy. «Sus narraciones.» Las leía cien veces durante aquel verano, y por un fenómeno natural en mis años me enamoré de él, sin idea de conocerle nunca… Luego supe todo su martirio. ¡Ah! si yo hubiera podido velarle en sus noches de fiebre cuando la enfermedad empezaba a apagar la luz de su cerebro… Después lo lloré mucho, muchísimo… y aun hay veces que me escapo al cementerio donde duerme para siempre, y suelo llevarle una corona de frescas rosas que dejo sobre la lápida fría.
¡Ah, sí: Maupassant ha sido el amor de mis amores de niña! A usted solo se lo confieso, porque usted quizás me comprenda.

Lusiñán de Mari  (pseudónimo de Luís de Armiñán)
Narraciones rápidas. Imprenta de Evaristo Odriozola. Madrid, 1896.

viernes, 27 de enero de 2017

LA INQUIETANTE AVENTURA DE SIMONIN PESCHET (Trébla)

Esto acontecía entre íntimos, en el salón del doctor B…. La presencia de un pequeño velador sobre el que reposaba un cenicero había desviado la conversación hacia las mesas giratorias. Nuestro anfitrión, con un alzamiento de hombros significativo, ratificaba el sarcasmo que jamás deja de suscitar semejante tema.
–¡Y sin embargo, giran! – exclamó Max Hovard, menos dispuesto a afirmar su convicción que a parodiar la frase de Galileo.
Como lo miramos, asombrado, dijo:
–¡Oh! desde luego– volvió a intervenir el elegante adjunto de embajada – no tengo el espíritu militante que ustedes piensan, pero no puedo evadirme a una cierta fe en el ocultismo y a una confianza muy firme en su porvenir.
–¿En que hechos se basa usted? – preguntó uno de nosotros.
–En una simple historia – respondió Max Hovard. Ella no se parece de ningún modo a esas sospechosas experiencias cuyas reseñas recorren el mundo, pero relata una aventura inquietante y rigurosamente auténtica.
–Cuente.
–¡De acuerdo!
Y mientras que una fina sonrisa se desplegaba en su pálido rostro de ojos claros, habiendo expulsado hacia el techo el humo de su cigarrillo, comenzó:
–Ustedes saben, caballeros, que antes de abordar la carrera diplomática, hice algunos pinitos en el periodismo. No llegué a mucho. Ahora bien, en esa época conocí, entre las salas de redacción, a un tal Simonin Peschet, al que después perdí su rastro.
Este Simonin Peschet, aunque debió conformarse con no ser más que un simple reportero, alimentaba grandes ambiciones. Creyéndose imbuido de unas cualidades maravillosas de imaginación y estilo, se consideraba un triunfador por adelantado, y soñaba con disfrutar de la gloria de nuestros literatos más famosos.
Pueden ustedes imaginar los amargos rencores que se tenían hacia el desdichado muchacho, cuando les haya dicho que su talento se reducía a poca casa y que, a pesar de su delicado espíritu – se puede ser a la vez un analista sutil y un pésimo escritor –no era autor, en cualquier caso, más que de mediocres elucubraciones.
Se lo hicieron ver; al menos lo intentó, pues de dirección en dirección, de librería en librería, paseó mucho tiempo y en vano sus preciosos manuscritos.
Con ese juego deprimente y cruel, se afligía cada vez más.
–Eso es normal – dijo alguien.
–Sí, pero el despecho de Simonin Peschet,– especificó Max Hovard,– tenía de particular que se concentraba de algún modo en un odio obsesivo al respecto, pero no hacia los vivos, sino hacia algunos escritores muertos.
Sin razón determinada, profesaba a Maupassant una particular aversión.
–¿De dónde procede su sobrestimada reputación de contador y novelista a esa fotógrafo banal de las personas y las cosas? ¡Oh! ese Maupassant – se complacía en repetir…–¡Ese Maupassant!...
Y le daba vueltas a esa idea fija.
Cierto día, Simonin Peschet escribió un relato que le pareció notable, había encontrado espontáneamente la intriga y lo había redactado con una facilidad que le sorprendió a sí mismo. Lleno de esperanza en el resultado, lo copió cuidadosamente y los dirigió de inmediato a una de las revistas más en boga. Este relato se titulaba: El Miedo, y contenía entre otros párrafos, este:
«Era el invierno pasado, en un bosque del nordeste de Francia. La noche llegó dos horas antes, tan oscuro era el cielo. Tenía por guía un aldeano que caminaba a mi lado, por un pequeño camino, bajo una bóveda de pinos a los que el viento desencadenado arrancaba lamentos. Entre las copas, veía correr las nubes en desorden, nubes dispersas, que parecían huir ante un espanto.
»A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el mismo sentido, con un gemido de sufrimiento; y el frío me invadía, a pesar de mi paso rápido y mi pesada vestimenta.»
–Sobrecogedor cuadro – observó el doctor B…,– pero, ¡caramba!, mi querido Hovard, ¿cómo diablos recuerda con tanta claridad esas líneas?
–Podría citarle las demás, de la primera a la última – respondió el adjunto de embajada.– Mi memoria tiene sus razones; la comprenderá enseguida.
El relato de Simonin Peschet proseguía de ese modo, en un estilo elegante y robusto, caballeros, bonitamente coloreado, admirablemente sobrio y claro. La narración llegaba al desgarrador extremo de las angustias de un alucinado, que confundía los ojos de su perro, fijados en la noche sobre él, por los de un espectro.
–Disculpe mi interrupción – dijo una voz entre los asistentes – pero, ¿qué relación puede tener todo esto con el espiritismo?
–¡Paciencia!– replicó Max Hovard, y continuó:
–Pocos días después, el autor de El Miedo recibió una carta del consejo de la revista a la que había dirigido su manuscrito. Se le rogaba que pasase por allí, por un asunto que le concernía, y les dejo a ustedes adivinar la prisa que se dio para acceder a esa prometedora llamada.
Fue el secretario de redacción quien lo recibió:
–¿El Sr. Simonin Peschet, verdad? – interrogó este. – No esperó ningún saludo ni aquiescencia, se sentó en su sillón para inspeccionar a su visitante, luego, tras una pausa que pareció un siglo, continuó:
–Y bien, señor Simonin Peschet, he encontrado en mi vida personas atrevidas, pero que lo fuesen tanto como usted, nunca!... ¿Conoce a Guy de Maupassant?
–Demasiado, en exceso – fue la respuesta, preludio de nuevas imprecaciones contra el célebre y delicioso escritor de La Pequeña Roque.
Pero el secretario de la redacción detuvo ese impulso y dijo:
–Me he dado cuenta, en efecto, que usted lo conoce muy bien.
 Luego añadió, sarcástico:
–¿Usted no ignora que él, al igual que usted, es el autor de un relato que se titula El Miedo, el cual, de principio a fin es semejante al suyo?... ¿Qué?... ¿Parece dudar?... No se tome la molestia, caballero, consulte ese volumen que lo convencerá, lo he traído a propósito para usted.
Tendío a Simonin Peschet un libro abierto en la misma página donde este pudo leer: El Miedo. El texto impreso seguía, palabra por palabra, línea por línea, absolutamente idéntico al del manuscrito entregado.
–¡Caramba!, uno ha sido copiado del otro.
–No, caballero, – afirmó vigorosamente Max Hovard – y usted se equivoca.
 El pobre autor del segundo Miedo era un hombre honesto; desconocía sinceramente el primero.
–Ya lo veo venir – dijo sardónicamente el doctor B… – ¿usted quiere insinuar, mi querido amigo, que era el Sr. de Maupassant, el espíritu de Guy de Maupassant, quien a su vez le hacía esa jugarreta a su detractor?
–Perdón – dijo el narrador –, yo no insinúo nada y no concluyo nada. Dejo a ustedes que deduzcan de esta aventura lo que les plazca.
–¡Es usted un ingenuo, Max Hovard, – respondió el dueño de la casa, – y su Simonin Peschet no era más que un vulgar plagiario!
La fisonomía del adjunto de embajada se tornó seria, fijó sobre nosotros sus pupilas glaucas y con un tono que, en esta ocasión, no admitía más réplica, pronunció:
–Simonin Peschet, caballeros, se lo repito una vez más, era un hombre honesto. Simonin Peschet desconocía totalmente, y por lo tanto no lo había copiado, el relato de Guy de Maupassant. Simonin Peschet podría jurárselo. Simonin Peschet se lo jura, pues Simonin Peschet – ese es el nombre con el que he firmado, antaño, mis primeros trabajos – Simonin Peschet… ¡era yo!


Albert Delvaille (Trébla).

Le Figaro. Suplemento literario del domingo.  5 de diciembre de 1920.
Traducción de José M. Ramos González. 27 de enero de 2017.

LA PROPINA (Edmond Sée)

En un compartimento del tren que la llevaba, a toda marcha, hacia R…-sur-Mer, donde su hija y su yerno pasaban las vacaciones, la Sra. Radouce, pensativa, miraba huir el paisaje y soñaba. Se retrotraía en pensamiento a quince años atrás, cuando realizaba ese mismo viaje con su hijita. En aquella época, la Sra. Radouce todavía era joven, esbelta, elegante, bonita y feliz, pues su marido la adoraba, y como sus negocios prosperaban, este no le negaba nada. Así, cada verano, la enviaba a la orilla del mar a fin de que pudiese descansar de la vida mundana, mientras él continuaba trabajando en París. Ahora bien, en cuatro o cinco años de veraneo consecutivo, la bella Sra. Radouce había iluminado con su deslumbrante simpatía la playa de R… - sur-Mer. Tan pronto llegaba, y  durante toda su estancia, a su alrededor orbitaba toda una corte de admiradores, de adoradores empeñados en complacerla, en seducirla. Pero ella, siempre disfrutando de ello con reconocimiento y con voluptuosidad de esos homenajes,  se mantenía estrictamente honesta y muy aferrada a su marido y a su hijita.
Aun así, si hubiese querido…
Pensad que un día, Ribestein, el riquísimo banquero, que la cortejaba de cerca y se confesaba, a quién quería escucharle, desesperadamente prendado, le ofreció poner su fortuna a sus pies si ella consentía en divorciarse para convertirse en su esposa; e incluso estaba ese príncipe italiano, su vecino, que le hacía llevar, cada mañana, un colosal ramo de flores, e intentaba mil extravagancias amorosas a fin de enternecerla. Sin hablar de otros testimonios que se multiplicaban igualmente en el transcurso de esos gloriosos veraneos. Pero, entre esas manifestaciones, la que tal vez había halagado más a la bella Sra. Radouce, era la que le dirigía un humilde adorador, un simple cochero «de plaza», cuyo coche estacionaba muy cerca del hotel. ¡Ah! Este no ocultaba el culto inocente que dedicaba a la deslumbrante pasajera, y lo manifestaba, a su manera, de un modo muy curioso. Cada vez que la Sra. Radouce daba algunos pasos, surgía su modesto adorador, que le imploraba, con una sonrisa maravillada, que tomase asiento en su coche. A menudo, cuando ella tenía algunas compras que hacer, o para acudir a la playa, la Sra. Raoduce aceptaba no sin una divertida indulgencia; entonces el otro – un apuesto muchacho, y más elegante, más delicado que sus iguales, saltaba alegremente sobre su pescante, como radiante de su victoria. ¡Y partían!
Y al regreso, cuando su clienta quería añadir, al precio de la carrera, un billete a guisa de propina, Gaspard – ese era el nombre del cochero – lo rechazaba, indignado:
–No – murmuraba devotamente,– nada de eso… Mi propina es el placer de llevaros.
Después de esto, enrojeciendo por esa confesión apenas esbozada, levantaba su sombrero y, saludando sobre su asiento, partía a toda velocidad haciendo chasquear alegremente su fusta. Con estos recuerdos, la Sra. Radouce sonreía no sin cierta melancolía.
Lamentablemente, después de esos bellos y alegres años, el destino se había mostrado menos clemente para con ella. Al principio, su marido, comprometido en especulaciones arriesgadas, se arruinaba a medias, y luego moría, dejando una esposa, y una hija sometida a todas las dificultades de la existencia.
Sin embargo, la Sra. Radouce había asumido con valentía su nueva condición, había luchado para salvar los restos de su fortuna; negándose a rehacer su vida, se había dedicado a la educación de su hija, y, hoy, después de tantos años transcurridos con una rapidez vertiginosa, esta hija se había convertido a su vez en esposa; acababa de casarse con un compañero de infancia, un encantador muchacho cuya situación económica no dejaba de ser envidiable. Por lo demás, el yerno de la Sra. Radouce, muy enamorado de su mujer, se mostraba perfecto para su suegra, y era él quien había exigido que fuese a pasar dos o tres semanas con ellos, y precisamente en R…-sur-Mer. Al principio, ella se había negado, temiendo turbar con su presencia la luna de miel de la joven pareja, pero él insistió tan afectuosamente que la Sra. Radouce acabó por dejarse convencer.

***

Ya en el presente (mientras el tren circulaba y la acercaba cada minuto más al final de su viaje), hete aquí que casi lamentaba su debilidad y sentía no sé qué aprensión, qué angustia confusa invadirle, con la idea de desembarcar es esa playa mundana donde antaño había reinado de un modo tan victoriosamente femenino, de desembarcar allí y algo ajada, derrotada, y totalmente cambiada, hoy, cuando ya no era, cuando ya no podía pretender ser más que una mamá…
Suspiró a la evocación de tan felices recuerdos y, extrayendo de su bolsa de viaje un neceser de aseo, se miró en un espejó minúsculo. Eso no la tranquilizó más que levemente. Entonces, como estaba sola en su compartimento, se puso a reparar el desorden de su peinado, se empolvó ligeramente, se dio un toque de pintalabios rojo y, acabada su obra, se sintió más satisfecha.
–Después de todo – murmuró a media voz – ¡tal vez no haya cambiado tanto!
Algunos minutos más tarde, el tren entraba en la estación. Enseguida descubrió a su hija y a su yerno sobre el andén, observando cada  compartimento con una intensa avidez. Ella les hizo una señal por la ventana. Se apresuraron a su encuentro. Tras las primeras efusiones, la joven mujer dijo a su madre:
–Ven rápido, nos vamos, un coche nos espera, el que nos ha traído hasta la estación y nos llevará a casa.
Y añadió, designando a su  marido:
–Gaston se ocupará del equipaje, y luego se nos unirá, pues va en su bicicleta.
Ambas salieron.
Un coche las esperaba en la salida de la estación, y su cochero hizo una señal a a las dos mujeres. Sobre el pescante, la Sra. Radouce lo reconoció y sintió una ligera turbación que la hizo enrojecer a su pesar. Sí, desde luego era él, su adorador de antaño, aquel que se encontraba sin cesar a su paso y le testimoniaba tan inocentemente su admiración… ¡y tal vez algo más!
–¿Me reconocerá?– pensó la Sra. Radouce. – ¡Ah! ¿he cambiando tanto como él?...
En efecto, ella acababa de constatar la decrepitud física de aquel al que sus amigas, para burlarse, llamaban «su galante cochero».
Hoy, el galante cochero se había convertido casi en un anciano, con el rostro demacrado, el bigote gris, y que no había conservado de su juventud más que unos ojos siempre vivos y audaces.
Viendo avanzar a la Sra. Radouce y a su hija, él les sonrió, y la Sra. Radouce tuvo la impresión de que esa sonrisa le estaba particularmente dedicada. Sintió un delicioso orgullo y un sentimiento de consuelo. Se instaló en el coche que partió a todo tren. Mientras el coche rodaba a través de las escarpadas callejuelas, la Sra. Radouce escuchaba distraídamente la afectuosa charla de su hija, y mantenía los ojos fijos en la espalda del  hombre, allí, ante ella, esa espalda un poco encorvada, un poco abovedada, pero que, así lo creía, parecía querer levantarse hoy, luchar contra el peso de la edad. Ella se volvía a ver como antaño, haciendo una entrada triunfal en el patio del hotel, donde Gaspard saltaba de su asiento para ayudarla a descender, adelantando celosamente a los adoradores que esperaban ante la entrada. Ella creía verle, diligente, radiante, y escucharle murmurar la frase acostumbrada que ella se divertía coquetamente en provocar: «… Nada de propina, ¡mi propina es el placer de llevaros!»

***
Una súbita detención la sacó de su ensoñación. Habían llegado ante la casa. La hija de la Sra. Radouce saltó ligeramente a tierra, ayudó a su madre a descender, y luego llamó para que los criados acudiesen a recoger las maletas. Entonces la Sra. Radouce, obedeciendo a un impulso repentino e irresistible, quiso llevar a cabo una experiencia… una prueba que la tranquilizaría convenciéndola de que todavía conservaba un poco de su poder de seducción, de su prestigio, que todavía era digna de la admiración de los hombres: aún mujer, mujer y no solamente una madre…
Buscó nerviosamente, rápidamente en su cartera y, mirando a Gaspard con su más dulce sonrisa – la sonrisa de la bella Sra. Radouce, dijo:
–¿Cuánto le debo?
Él sonrió a su vez:
–Como de costumbre. ¡Cinco francos por la carrera!
Ella le tendió un billete:
–¡Aquí tiene!
… dudó, luego, entregándole un segundo billete, murmuró, casi ansiosamente:
–Y esto… es su propina.
Ella esperó un segundo, dos segundos, y una absurda emoción hacía latir su corazón.
…………..
***

Pero Gaspard, sin pestañear, tomó el segundo billete, lo deslizó en el bolsillo de su chaleco, y, tocando el borde de su sombrero, volvió a subir a su pescante, donde se instaló, hizo chasquear su fusta y partió benévolamente, a poca velocidad, dejando sobre la orilla de la acera a una mujer repentinamente pálida, cuyos labios temblaban y a la que su hija debió llamar en dos ocasiones para que entrase en la casa, lentamente, como  con pena y con un andar bruscamente pesado.

Edmond Sée.

Suplemento literario de Le Figaro.  18 de febrero de 1923
Traducción José M. Ramos González, 27 de enero de 2017