domingo, 1 de noviembre de 2015

LA CALUMNIA (Carlos Rubio)

I

Váyanse al diablo la geografía y la cronología; jamás he sabido recordar un lugar ni una fecha: así, pues, todas las indiaciones que puedo hacer para precisar eltiepo y el lugar de mi relación, se reducen a decir que se refiere a un hecho ocurrido en Europa y a principios del siglo XVIII.
Una hermosa mañana de primavera, lord X***, viajero inglés, alto, delgado, blanco, rubio y excéntrico como todos los ingleses de novela, oculto detrás de las cortinillas del balcón de su alojamiento, se entretenía en mirar a una joven que en la casa de enfrente estaba regando sus tiestos.
La joven era, en verdad, digna de ser mirada. Jamás los pinceles de Rafael dibujaron un rostro tan hermoso y tan virginal; su tez de azucena y rosa, sus dorados cabellos, sus labios delgados y purpurinos, sus ojos melancólicos, su frente despejada, todos la asemejaba a una de esas creaciones de los poetas, para los cuales no buscan modelos en la tierra, sino en los ángeles del cielo, su patria siempre amada. No era una mujer, era la encarnación de una melodía celestial.
El inglés decía para sí: – Estoy a punto de cumplir cuarenta años, y empiezan a cansarme los viajes; pero solo en el mundo, solo como un hongo, ¿qué haré, si no viajo? ¿Ahorcarme en mi jardín inglés en que se ahorcó mi padre, habiéndose ahorcado antes mi abuelo y antes mi bisabuelo? Todos ellos se ahorcaron a los cincuenta y cinco años, cinco días, cinco horas y cinco minutos; yo no he de romper la tradición. Además, de que cada uno de ellos cuando se ahorcó dejó un hijo que lo heredase, y yo no tengo ninguno; debo, pues, casarme, tener hijos, y esperar mi hora al pie del pino tradicional. Y dado que me case, ¿no es mejor hacerlo con una mujer bonita que con una fea? Esa muchacha que cuida de sus flores vale más, por sí sola, que todos mis caballos juntos. Es pobre, a juzgar por su traje, y si su alma se asemeja a su rostro, debe ser un ángel de bondad, Sin embargo, en estas cosas no conviene fiarse de las apariencias, sino tomar informes. Tomémoslos, pues, empezando por el interrogatorio de la persona más curiosa y más habladora que conozco en todo el barrio, y plegue a Dios que salga todo como deseo.
Tendió la mano, y sin dejar de mirar a la joven, tiró del cordón de la campanilla.
La patrona se presentó.
Era una mujer de la edad incierta que se llama cierta edad, bastante bien conservada, y de facciones vulgares. Vulgar era también su inteligencia, cuyo punto saliente, por decirlo así, era la superstición. Una gitana la había predicho que su hija se casaría con un inglés muy rico, y esto bastó para que mirara en lord X*** un futuro yerno, y esperara de un momento a otro oírle pedir la mano siempre blanca, mano de Caralampia, que si no fuera porque sus ojos eran pequeños como lentejas, su nariz gruesa y colorada como una remolacha, su color de pan de munición, y su cuerpo algo torcido, rivalizaría en belleza con la mismísima Elena.
–Señora Dionisia, – dijo lord X***, – ¿quién es esa joven que está regando los tiestos allí enfrente?
Dionisia se acercó al balcón, y admirándose de la pregunta, contestó:
–Es María, la costurera, una pobre muchacha huérfana, que no tiene más propiedades que sus agujas.
–Yo soy rico para los dos, – murmuró lord X***.
Dionisia le miró aterrada. Su castillo de naipes se derrumbaba.
–Y decid, – prosiguió lord X***, – ¿es honrada?
La más ligera mancha no empañaba la reputación de María, paloma virginal digna de anidar entre las palomas del Paraíso; pero Dionisia no pensaba sino en su hija y en la predicción de la gitana, así es que contestó con tono incisivo:
–En cuanto a eso…
–¿Qué? – preguntó el inglés.
–Nada…
–Decid si sabéis algo, creed que me importa saberlo.
–Nada, yo no debo murmurar de nadie.
–Pero si decir la verdad cuando se os pregunta.
–Disimuladme, señor, no diré nada, otros os informarán.
–Sois una buena mujer, – dijo el inglés, después de una pausa; – id con Dios. Lo dicho me basta. Me ahorcaré soltero.
Y se separó de la ventana.
Un momento después cerró la suya María, muy ajena de creer que acababa de jugarse su porvenir, y que merced a una trampa de su vecina, le había perdido.

II
Lord X*** continuó su viaje al día siguiente; Caralampia, la hija de Dionisia, se casó, no con un inglés rico, sino con un pobre molinero que tenía la costumbre inglesa de emborracharse diariamente, y que cada vez que se emborrachaba sacudía una paliza a su  mujer; y Dionisia, después de haber gastado cuanto tenía en socorrer a su hija, fue echada de casa por su yerno, y tuvo que mendigar su sustento de puerta en puerta.
María vio su miseria, se compadeció de ella, y la dijo: – Venid a mi casa, os miraré como si fuerais mi madre, – Y la llevó a su casa, y trabajó día y noche para sustentarla; pero el exceso del trabajo la hizo enfermar, y al poco tiempo murió.
Los ángeles en el mundo
Están mal, y se van presto,
ha dicho un poeta. Dionisia, desde aquel momento, no pudo sosegar. El recuerdo de su calumnia, y el no menos vivo de María, que la había sacrificado su vida, la perseguían por todas partes. Un día entró en una iglesia, y postrándose a los pies de un confesionario, pidió consuelos a un sacerdote, confiándole su remordimiento.
–Tu culpa es muy grande, – le dijo el sacerdote;  – pero mayor es la misericordia divina. Ve esta noche a las doce al templo en que descansan los restos de María, y ora por el descanso de su alma. Esta es la penitencia que te impongo por tu pecado.
Dionisia, más consolada, aunque bastante agitada por el temor, esperó la noche para cumplir su penitencia.

III

El templo en que debía cumplir, era uno de esos poemas de piedra de la Edad Media que admiran el arte moderno, impotente para imitarlos. Todo en él respiraba la idea de la divinidad relacionada con la humanidad. Mirándole desde fuera un extranjero ignorante de nuestra religión, hubiera leído el misterio sublime de la fe cristiana con solo haberle visto de noche, cuando elevándose sobre la ciudad como el ángel de la fe, dejaba caer el eco de la fúnebre campana desde lo alto de sus góticas torres terminadas en cruces de flores, que indicaban que el alma religiosa reserva para el cielo los aromas de su pureza. Y penetrando en su recinto, mirando a la luz de la lámpara, eterna como la conciencia, aquellas altas naves en que la pintura y la escultura aparecían como humildes esclavas de la arquitectura, aquellas columnas semejantes a los elevados cedros del monte sagrado, aquellas bóvedas oscuras, y enverjadas capillas, aquellos altares dorados, aquel pavimento compuesto de losas de tumbas, ¿quién no se sentiría conmovido de religioso pavor?
Al llegar a la puerta del templo, Dionisia se detuvo vacilante. Pareciale que las molduras estaban animadas, que las sagradas efigies de los altares y de las ojivas la miraban con enojo; sobre todo la oscuridad de las naves la infundían un miedo indeterminado a plegarias desconocidas.
Oró brevemente, se animó y marchó. Su paso resbalando por las losas, la parecía el siseo de la ronda del sábado.
Al llegar a la tumba de María, se arrodilló, y volvió a orar con los ojos cerrados, por miedo a una aparición; pero su precaución fue inútil. Sus párpados dejaron de interceptar la luz, y al través de ellos, como al través de trasparentes cristales, vio abrirse la tumba y levantarse a la joven, adornada con un dulcísimo traje blanco, y coronada de rosas, blancas también. Brillaba en sus labios la flor de una dulce sonrisa, pero su mirada era siempre melancólica.
–¡Perdón, – murmuró Dionisia, aunque María no la miraba enojada; – perdón, señora, por el daño que os he hecho; bastante castigada estoy!
–No es a mí a quien has hecho el daño, – murmuró María, con una voz tan dulce como las melodías del Paraíso; – no es a mí. Yo sufrí en la tierra, pero por eso mismo es mayor en el cielo mi felicidad: ¿qué importa un día de lágrimas, si con él se compra una eternidad de ventura? Los daños que has hecho a los otros los vas a ver.
En este momento tres personas más se levantaron de la tumba de María. Eran tres hombres, uno ceñía la toga, otro el sayal del misionero, y el último parecía ocupado en analizar unas yerbas que tenía recogidas en un paño de su túnica.
–Hubieran sido mis hijos, – suspiró María, – tres corazones más para amar a Dios.
–Yo,– dijo el primero, – hubiera guardado el santuario de la justicia, y arrancando la cizaña del campo de la patria, la hubiera abonado para producir los frutos más óptimos.
–Yo, – dijo el segundo, – hubiese enseñado la fe a pueblos enteros que gimen en la ignorancia, y abierto las puertas del cielo a desgraciados que esperan aun por largo tiempo quien rompa los grillos con que los tiene sujeto el rey de las tinieblas.
–Yo, – dijo el tercero, – hubiese sido médico, y enseñado a curar males que se creen incurables.
 Y todos tres, volviéndose indignados a Dionisia, unieron sus voces para gritar tres veces: «¡Maldita seas!»
Y pareció que millares de voces repetían entre las sombras la solemne maldición.
Dionisia apenas alentaba.
Por fin, haciendo un esfuerzo titánico, murmuró con voz apagada: –¡Perdón, perdón! ¿qué he de hacer para reparar el mal que he causado?
–¡Repararle! –murmuró Maria; –¡repararle!
Cogió una copa de oro llena de agua, y presentándosela a Dionisia, le dijo: – Derrama esa agua en el suelo.
Dionisia obedeció.
–Ahora, –añadió María, –tórnala a coger.
–Las junturas de la losa la han embebido: es imposible cogerla.
–Pues así sucede con la calumnia; todos pueden derramarla, nadie recogerla; y para aspirar al perdón del mal que se ha causado, es preciso ante todo procurar resarcirle.
Y la visión desapareció.
Dionisia cayó desmayada, y cuando al día siguiente la recogieron y le preguntaron lo que le había ocurrido, no pudo contestar… estaba loca.

CARLOS RUBIO

Publicado en Almanaque Literario para 1873.