No vayas a pensar, lector amigo,
que el que tiene en este momento la honra de dirigirte la palabra, es de los
que están por lo que indica el epígrafe del presente artículo; pues aunque el
término con que lo encabeza –llámalo, si quieres, sombrero o montera – se
refiere al individuo parlante, esto es, a mí, has de saber que yo no soy el yo de que se trata, sino el que se
aprovecha de una frase que principia con la primera persona del singular del repetido
pronombre, para entretener a la segunda, que eres tú, a costa de la tercera que
es el que está por lo positivo, o sea el positivista; persona a más no poder,
sin embargo de que no falta quien opina que es cosa, porque no puede menos.
Sea, pues, persona en buena hora, y tratémosle con el respeto y el cariño que
se merece por sus atributos de tal, dejando escrúpulos a un lado.
El positivista disfruta, como
cualquier prójimo, el privilegio de comer en plato y de beber en vaso;
privilegio que –digámoslo de paso – le conceden a regañadientes los fabricantes
de pesebres y de pilones, cuya industria se halla en lamentable decadencia
desde que nuestro héroe sabe y cree que el positivismo es compatible con la
racionalidad, el decoro y otras zarandajas.
Entregado en cuerpo y alma a esa
creencia, no concibe que haya goces fuera de los que le pinta en su imaginación
la brocha del materialismo, distinguido artista del siglo XIX. Una copa de
exquisito vino, un bolsillo bien provisto, un manjar suculento, y si es raro
mejor, una habitación lujosa, una querida, o dos, o media docena… he ahí compendiadas
muchas de sus aspiraciones sublimes, de sus venturas supremas. Si en su corazón
no hay fibra que responda a un sentimiento generoso, es porque los tiempos están
malos, y la generosidad es derroche, casi crimen. Si en su cerebro no bulle un
pensamiento elevado, es porque su humildad se lo prohíbe; su juicio le dice que
los afectos son ilusiones, patarata la fe, el amor mentira; y para que se vea hasta
donde llega su penetración, ha descubierto que la amistad es un comercio que
debe cultivarse más o menos, según que sea mayor o menor el beneficio positivo
que deje; de manera, que los amigos vienen a ser a sus ojos pedazos de galena o
de carbón de piedra.
Para encontrar un positivista, no
es necesario andar de zeca en meca armados de linterna, como el zascandil de
Diógenes, en busca de un hombre; pulula por todas partes, existe así bajo las
latitudes polares, como bajo las tropicales.
Entablemos conversación con el
primero que se nos venga a la mano, que alguno se nos vendrá más fácilmente que
el premio grande de la lotería moderna o que una buena comedia. ¿No digo? Ya me
saluda uno.
–¿Qué hay de nuevo?
–Perdone usted, ando de ojeo, sigo
la pista a esa doncella.
–¡Acabáramos! va usted a caza de gangas.
–Es mi fuerte.
–Pero, hombre; ¿es posible que con
cuarenta y nueve años a la cola, continúe usted tan calavera? Siempre en
galanteos, siempre en orgías…
–Eso es decirme indirectamente que
ya debía reducirme al rosario y la bota.
–No tanto; pero la vida que usted
trae no es para llegar a muy viejo.
–Al contrario; esta vida me
satisface, me engorda y hasta me rejuvenece.
–¿Y qué adelantará con engañar a
esa pobre muchacha, a quien conozco y es pura como una azucena; qué sacará con envolverla
en las redes de su experiencia mundana, con reducirla tal vez a la vergüenza y
a la desesperación? Porque supongo que V. no tratará de casarse con ella.
–¿Qué es casarme? ¿Soy, por
ventura, algún hortera? Primero me arrojaría al Canal. Hijo mío, yo no me
mantengo de ilusiones; soy perro viejo y tengo más escamas que una sardina; en
una palabra, estoy por lo positivo.
La haré promesas sin número, juramentos que se convertirán en humo; y después
que la atortole y que la maree, después que haya desbancado a cierto mozalbete
que la ama como un abencerraje, y dicho sea en honor suyo, con buen fin, la
incauta paloma caerá en las garras del gavilán. ¡He desplumado ya tantas y
tantas!
–¡Digna hazaña, por cierto!
–Digna o no, prefiero los goces de
lo que los hipócritas y los pusilánimes llaman disipación, a la monótona
existencia de los que miden todos sus pasos con el compás de esa cosa, a que
los dan el mismo nombre de moral.
–Basta, basta; usted me enternece
y me persuade. ¿Para cuando se dejan las coronas y las estatuas? Para cuando…
¡Calle! Voló el gavilán en pos de
la paloma. ¡Ah! yo haré que el hermano de esa joven, que es teniente de
granaderos, corte las alas a semejante pajarraco, antes de que caiga sobre su
presa.
Ahora va el lector a hacer
conocimiento con don Zoilo Zirutecas, excelente filántropo que ha construido el
edificio de una fortuna colosal con el oro, la plata y el cobre de los necesitados
a quienes ha socorrido en sus miserias, sin más ganancia que un doscientos
cincuenta por ciento… nada, como quien dice. El Avaro de Moliere sería un niño de teta, un hijo pródigo al lado
del incomparable Zirutecas, cuyos consejos, si se solicitasen y él quisiera
darlos, derramarían torrentes de luz en varios problemas nebulosos de los que
hoy rodean a la ciencia económica. Don Zoilo es la quinta esencia del positivismo.
No saludará a un amigo por no malgastar un movimiento de cabeza, por no
despilfarrar una palabra; es el Demóstenes, el Mirbeau del silencio. En sus
operaciones usurarias jamás se anda con rodeos, sino que se va derecho al
bulto, como los toros bravos, o al grano, como los gorriones hambrientos, con
la certeza de que en negocio en que él tome parte, desde luego puede exclamar,
como César: Veni, vidi, vici, o más
vale llegar a tiempo que rondar un año, que dijo el otro. Asegura que es sordo,
poro yo creo que lo es solamente a la voz de la razón, cuando esta no se halla
en armonía con sus intereses, y a la desgracia, cuando la desgracia es irresponsable
y le pide aunque no sea más que un ochavo; pues para el caso basta que se le
pida. Crucemos con él algunas palabras.
–¡Señor don Zoilo!
Nada: ¡silencio sublime! Le tiraré
por el gabán.
–¿Eh?
–Una viuda con cuatro niños muere
desamparada en la calle de…
–Agur.
–Señor don Zoilo…
–Hombre, ¿me deja usted en paz? Ya
sabe que yo estoy por lo positivo,
que detesto la conversación, que el tiempo es precioso.
–Ya lo sé. ¿Me compra usted un
pedazo de tiempo?
–¿Un pedazo de qué…? A ver, explíquese
usted.
La sordera tiene una breve
intermitencia: Zirutecas abre desmesuradamente los ojos y la boca, saca la caja
del rapé y toma un polvo.
–Deme usted un polvito.
La sordera de don Zoilo se
reproduce, lo cual coincide fatalmente con la guardadura de la caja.
–¿Con qué no hacemos nada? me
pregunta con candor angelical.
–Mañana (aquí levanto la voz)
escribiré a usted por el correo interior, y le hablaré largo y tendido sobre el
importante asunto que…
–Mire usted, más vale que se pase
por mi casa: ¡son tan remolones los carteros!
Zirutecas quiere ahorrarse la
contestación escrita, por no gastar dos cuartos en el sello de franqueo.
–Corriente, iré a su casa.
Don Zoilo aplica la punta de un
mal coracero a un soberbio habano que acabo de encender, con el cual se queda,
a lo tonto, alargándome aquella, a lo sabio; operación en la que apenas ganará
un quinientos por cero; en seguida me tiende un par de dedos, por no tenderme
la mano, y se marcha con la música a otra parte.
El estoy por lo positivo es una bobería en concepto de algunos; pero
en cambio, y váyase lo uno por lo otro, indica un olvido completo de la
modestia y de las reglas de la buena crianza; porque quien tal frase pronuncia parece
así como que presume de más avisado y perspicaz que los que le oyen; quien
siempre la tiene en los labios no expresa con ella precisamente lo que
significa, sino estotras o parecidas ideas: –Ustedes son unos peleles, unos
angelitos; yo sé donde me aprieta el zapato; mi penetración es admirable; a mi
nadie me la pega. –Y lo bueno del caso es que muchos de los que blasonan de
sagaces, nunca pasan de ser unos desventurados que no tienen sobre que caerse
muertos; lo cual demuestra que toda su perspicacia sucumbe, cuando no es
favorecida por la suerte.
Hay positivistas que cifran toda su
gloria en sus comodidades personales; los hay que solo piensan en francachelas
y corroblas, como el libertino: quien se eterniza hablando de acciones, céntimos, empréstitos, valores y cotizaciones; quien revienta caballos y
desvencija carretelas, eternamente ocupado o desocupado en vistas y paseos.
Conozco a uno cuya insaciable voracidad
le hubiera hecho digno rival de Eliogábaro, a vivir en el tiempo de este ogro
coronado. Mi amigo es hombre sin instrucción alguna, pero se las echa de
erudito, figurándose que para serlo basta aplicar a tontas y a locas media
docena de voces, que suelen poner más en evidencia su ignorancia supina. Lo
mismo fue anunciarle mi nombre el criado que me abrió la puerta de su casa la
última vez que estuve en ella, salió a recibirme, envuelto en una bata de
damasco estampado, cubierta la cabeza con un gorro argelino de paño de grana,
armada la una mano con un cerillero encendido, una botella y una barra de
lacre, y con un látigo en la otra.
–¡Paso a la poesía! ¡Viva la literatura!
gritó restallando el látigo y tendiéndolo en seguida sobre las inocentes
costillas de tres perros como tres elefantes, que de seguro devoraban al día lo
que acaso pudiera mantener a dos familias pobres.
Los perros agacharon las orejas y
huyeron gruñendo, rabo entre piernas, a los aposentos interiores, resentidos,
al parecer, de que su dueño mostrase a un forastero, a un intruso, deferencias
que generalmente reservaba para ellos.
–Dispense V. amigo, –prosiguió, –
que le reciba con esta facha; si hubiera sabido que un protegido de Apolo había
de favorecer y honrar esta prosaica choza, otra acogida más digna le hubiera
preparado. Sin embargo, aún podemos celebrar tan fausto suceso haciendo una
pequeña libación a Baco, porque, debo confesarle que hago tal cual sacrificio
al dios de las viñas, divinidad pagana que me los recompensa proporcionándome
momentos de alegría. Vea V., estaba lacrando botellas de dorado Jerez. Vaya una
copita.
Y quieras o no quieras me condujo
al comedor, templo y al par teatro de sus glorias cotidianas, y me hizo apurar
una copa.
–Amigo, tengo ya cincuenta años;
he logrado reunir una renta que me da lo suficiente para vivir con
independencia, aislarme en medio de la sociedad como San Pacomio en medio del
desierto, y reírme de todo el mundo, el cual se ríe a su vez de los tontos que
se alimentan de sueños y de pensamientos que, por sublimes que sean, de nada
sirven en el mercado. En una palabra, estoy
por lo positivo. Dentro de mi concha como una tortuga, contemplo tranquilo
el espectáculo de las miserias humanas; y aunque el cielo se venga abajo, no
saldré de la indiferencia que forma mis delicias… Dirán que soy un egoísta, un
hombre sin entrañas… ¡música, música celestial! ¡Estribillo eterno de la
filosofía mendicante!
–En suma, V. reconcentra todo su
cariño en el hogar doméstico, en la familia.
–En la familia, exactamente; Pues
aunque soy célibe, por aquello de el buey
suelto bien se lame, no puedo dispensarme de simpatizar con esos leales
animalitos que ha visto V. en el pasillo, los cuales constituyen mi verdadera,
mi única familia. Y, a propósito, voy a declararle todos mis pecadillos; sepa V
que vivo en pleno gentilismo, que mi casa es una miniatura de la Roma idólatra,
y si no, a la prueba. ¿Qué ve V. ahí?
Al dirigirme esta pregunta, abrió
una de las puertas que había yo notado en el comedor, y entré en una espaciosa
despensa que contendría provisiones para dos años.
–Veo–le contesté–docena y media de
estupendos perniles, otras tantas hojas de tocino, enormes atados de chorizos
extremeños; racimos de guindillas; dos cabezas que, si no me equivoco, son de
jabalí; cuatro tinajas de aceite; tres valientes pellejos, generales en jefe
del ejercito de botellas que en correcta formación están en el suelo esperando
la hora de derramar su sangre; salchichones, ollas de manteca, excelentes quesos,
aceitunas como nueces, tarros de dulce, barriles de escabeche… y qué sé yo cuantos cosas más!
–Pues bien, esos son mis dioses
penates.
–Observo, no obstante, que con
todo su amor a la antigüedad, no hay señales de que profese V. mucho amor a las
artes.
–Observación es esa que dejará de
serlo en cuanto enseñe mi biblioteca y mi museo.
Me introdujo en un lindo gabinete
alfombrado, y parándonos junto a un estante no
muy surtido, en verdad, de libros, me dijo:
–Tome V. la obra que guste.
Saqué una y leí: Arte de Cocina.
–¿Se convence V. ahora de mi
afición a las artes? me preguntó con sonrisilla burlona. –¡Vaya otro! continuó,
cogiendo el segundo.
Me lo dio, y vi en el lomo este
título: El Gastrónomo perfecto.
Examiné la portada del tercero, la
cual contenía esta sola línea: Placeres de
la mesa.
La del cuarto decía: Arte de trinchar.
La del quinto: Lecciones de tauromaquia.
La del sexto: Destilador de licores.
El museo de mi amigo se reducía a
una mala copia del cuadro de los Borrachos; una cacería, copia también, de
menos mérito, si cabe, que aquella; cuatro lienzos de frutas, gallinas y
palomas con el cuello retorcido, y platos con diversos manjares, obra todos
ellos de algún pintador de burras de leche y de chuferías.
Mi amigo, observando mi
admiración, no cesaba de repetir:
–Esto se llama entenderlo,
querido, lo demás es pamplina. Déjese V. de retóricas y de calendarios,
dedíquese a negocios de utilidad efectiva, tangible, y echará otro pelo más
lúcido.
Yo he tenido también mi alma en mi
almario; he gastado nervios como cualquier hijo del vecino, ideas tan elevadas
que se perdían en las nubes; y recuerdo perfectamente que nada sacaba en limpio,
y que siempre, por ello, andaba hecho un pelagatos; pero lo que es en el día estoy por lo positivo y solo por lo positivo.
El positivismo, como las
epidemias, deja por donde quiera que pasa huellas profundas de sus estragos, no
perdonando sexos, edades, jerarquías, ni profesiones. La literatura misma se ha
positivizado; y de árbol verde, frondoso y elegante, se ha convertido en tronco
arrugado y seco, por cuyos vasos apenas circula savia bastante para alimentar
su raquítica existencia. El majestuoso, el elocuente, el abundante idioma de
nuestros padres, es un galimatías ridículo, inarmónico, embrollado; una
jerigonza compuesta de retruécanos, antítesis, agudezas romas, sales insulsas,
sentencias alambicadas o traídas por lo cabezones, y juegos de palabras, en la
cual no se encuentra un pensamiento por un ojo de la cara, ni un chiste natural
y de buena ley, por entrambos ojos. El novelista corta el vuelo a su
imaginación y empobrece la frase, no siempre por ignorancia, sino por cálculo;
así es que en lugar de periodos numerosos y de rumbo, como se usaba en nuestra
tierra, en los que pueden lucirse y campear las galas de la lengua, nos da
palabrillas con pujos de renglones, su poquito de guión a cada paso, y su mucho
de admiraciones y puntos suspensivos. Un ¡ay! ocupa una línea, y vale tanto
como una línea llena de letras. (Véanse los diálogos de este artículo). De esta
degeneración literaria ha nacido la Zarzuela
que conocemos, engendro menguado, producto enfermizo del contubernio del ingenio
con la especulación, del cual ha resultado un repertorio modelo de… El público
sensato llenará este claro.
Pero la Zarzuela constituye lo
positivo de nuestra literatura escénica, y mucha virtud y gran temple de alma o
posición muy desahogada ha de tener el pobre autor que no doble su frente a la
necesidad, y que no concurra con su piedra a levantar el monumento de nuestra
ignominia.
Ni la santidad del amor se libra
de la influencia del positivismo. Para contraer un lazo que decide la suerte de
toda la vida; ¿qué persona hay ya tan cándida que se tome la molestia de
consultar su corazón y su conciencia? ¿Quién es tan ignorante que no sepa que
una buena dote es la base más sólida de la tranquilidad y de la dicha conyugales?
Cierto es que en ocasiones, si se verifica el enlace, uno de los cónyuges
apalea al otro con lo de si aportase o no tanto o cuanto al matrimonio, si te
casaste o no por amor; añadiendo, para amenizar la fiesta, interjecciones y
dictados que todavía no se permiten en los diccionarios y que se conservan por
tradición; pero esas son tempestades que, como todas, suelen pasar pronto, si
pasan; y nunca es más hermoso el cielo doméstico que cuando aparece el arco
iris de la reconciliación, después de una hora de voces, chillidos, amenazas,
cachetinas, repelones, pataletas y lloriqueos, oídos y a veces presenciados con
apacible satisfacción por el curioso vecindario, o al menos por tal cual inquilino
aficionado a tan divertidos espectáculos; de donde resulta, que si bueno era el
contigo pan y cebolla de los románticos,
bueno y bonísimo es el estoy por lo
positivo de los novios que hoy se estilan.
El positivismo hace que el joven
fresco, entero y sano, se una con la anciana marchita, achacosa y derrengada
como silla vieja; que el periodista que quiere medrar, venda a todo el mundo su
pluma ramera; que se mire con desdeñosa compasión al que tiene la osadía de
creer en los afectos nobles y delicados, a los cuales pospone los que dominan
en gran parte de los hombres entre quienes vive; y, finalmente, que el chalán
político se encumbre, y se arrastre en la miseria el que mira la política como
una especie de religión.
Ahora podríamos exclamar con el
orador latino: ¿Qua in urbe vivimos?
¿Qué sociedad es esta, en que lo malo pasa por bueno, por verdadero lo falso,
la hipocresía por religiosidad, la virtud por necedad, casi por delito
afrentoso?... Pero no, no haré esa exclamación, o por mejor decir, al hacerla
solamente me propuse lucir mi profundidad
filológica; pues tras de gustarme
poco las jeremiadas, no soy de los que suponen que nuestros abuelos fueron unos
benditos de Dios, y nosotros unos tales y unos cuales, dignos de sufrir, por
nuestros vicios, la suerte de los habitantes de Sodoma y Gomorra.
Conste, pues, que el positivismo
es, ni más ni menos, una moda que pasará, sin remedio; y el positivista uno de los
tipos más curiosos, sino menos dañinos de nuestros días.
El Museo Universal, 1 de agosto de 1859.