domingo, 1 de abril de 2018

YO ESTOY POR LO POSITIVO (Ventura Ruíz Aguilera)

No vayas a pensar, lector amigo, que el que tiene en este momento la honra de dirigirte la palabra, es de los que están por lo que indica el epígrafe del presente artículo; pues aunque el término con que lo encabeza –llámalo, si quieres, sombrero o montera – se refiere al individuo parlante, esto es, a mí, has de saber que yo no soy el yo de que se trata, sino el que se aprovecha de una frase que principia con la primera persona del singular del repetido pronombre, para entretener a la segunda, que eres tú, a costa de la tercera que es el que está por lo positivo, o sea el positivista; persona a más no poder, sin embargo de que no falta quien opina que es cosa, porque no puede menos. Sea, pues, persona en buena hora, y tratémosle con el respeto y el cariño que se merece por sus atributos de tal, dejando escrúpulos a un lado.
El positivista disfruta, como cualquier prójimo, el privilegio de comer en plato y de beber en vaso; privilegio que –digámoslo de paso – le conceden a regañadientes los fabricantes de pesebres y de pilones, cuya industria se halla en lamentable decadencia desde que nuestro héroe sabe y cree que el positivismo es compatible con la racionalidad, el decoro y otras zarandajas.
Entregado en cuerpo y alma a esa creencia, no concibe que haya goces fuera de los que le pinta en su imaginación la brocha del materialismo, distinguido artista del siglo XIX. Una copa de exquisito vino, un bolsillo bien provisto, un manjar suculento, y si es raro mejor, una habitación lujosa, una querida, o dos, o media docena… he ahí compendiadas muchas de sus aspiraciones sublimes, de sus venturas supremas. Si en su corazón no hay fibra que responda a un sentimiento generoso, es porque los tiempos están malos, y la generosidad es derroche, casi crimen. Si en su cerebro no bulle un pensamiento elevado, es porque su humildad se lo prohíbe; su juicio le dice que los afectos son ilusiones, patarata la fe, el amor mentira; y para que se vea hasta donde llega su penetración, ha descubierto que la amistad es un comercio que debe cultivarse más o menos, según que sea mayor o menor el beneficio positivo que deje; de manera, que los amigos vienen a ser a sus ojos pedazos de galena o de carbón de piedra.
Para encontrar un positivista, no es necesario andar de zeca en meca armados de linterna, como el zascandil de Diógenes, en busca de un hombre; pulula por todas partes, existe así bajo las latitudes polares, como bajo las tropicales.
Entablemos conversación con el primero que se nos venga a la mano, que alguno se nos vendrá más fácilmente que el premio grande de la lotería moderna o que una buena comedia. ¿No digo? Ya me saluda uno.
–¿Qué hay de nuevo?
–Perdone usted, ando de ojeo, sigo la pista a esa doncella.
–¡Acabáramos! va usted a caza de gangas.
–Es mi fuerte.
–Pero, hombre; ¿es posible que con cuarenta y nueve años a la cola, continúe usted tan calavera? Siempre en galanteos, siempre en orgías…
–Eso es decirme indirectamente que ya debía reducirme al rosario y la bota.
–No tanto; pero la vida que usted trae no es para llegar a muy viejo.
–Al contrario; esta vida me satisface, me engorda y hasta me rejuvenece.
–¿Y qué adelantará con engañar a esa pobre muchacha, a quien conozco y es pura como una azucena; qué sacará con envolverla en las redes de su experiencia mundana, con reducirla tal vez a la vergüenza y a la desesperación? Porque supongo que V. no tratará de casarse con ella.
–¿Qué es casarme? ¿Soy, por ventura, algún hortera? Primero me arrojaría al Canal. Hijo mío, yo no me mantengo de ilusiones; soy perro viejo y tengo más escamas que una sardina; en una palabra, estoy por lo positivo. La haré promesas sin número, juramentos que se convertirán en humo; y después que la atortole y que la maree, después que haya desbancado a cierto mozalbete que la ama como un abencerraje, y dicho sea en honor suyo, con buen fin, la incauta paloma caerá en las garras del gavilán. ¡He desplumado ya tantas y tantas!
–¡Digna hazaña, por cierto!
–Digna o no, prefiero los goces de lo que los hipócritas y los pusilánimes llaman disipación, a la monótona existencia de los que miden todos sus pasos con el compás de esa cosa, a que los dan el mismo nombre de moral.
–Basta, basta; usted me enternece y me persuade. ¿Para cuando se dejan las coronas y las estatuas? Para cuando…
¡Calle! Voló el gavilán en pos de la paloma. ¡Ah! yo haré que el hermano de esa joven, que es teniente de granaderos, corte las alas a semejante pajarraco, antes de que caiga sobre su presa.
Ahora va el lector a hacer conocimiento con don Zoilo Zirutecas, excelente filántropo que ha construido el edificio de una fortuna colosal con el oro, la plata y el cobre de los necesitados a quienes ha socorrido en sus miserias, sin más ganancia que un doscientos cincuenta por ciento… nada, como quien dice. El Avaro de Moliere sería un niño de teta, un hijo pródigo al lado del incomparable Zirutecas, cuyos consejos, si se solicitasen y él quisiera darlos, derramarían torrentes de luz en varios problemas nebulosos de los que hoy rodean a la ciencia económica. Don Zoilo es la quinta esencia del positivismo. No saludará a un amigo por no malgastar un movimiento de cabeza, por no despilfarrar una palabra; es el Demóstenes, el Mirbeau del silencio. En sus operaciones usurarias jamás se anda con rodeos, sino que se va derecho al bulto, como los toros bravos, o al grano, como los gorriones hambrientos, con la certeza de que en negocio en que él tome parte, desde luego puede exclamar, como César: Veni, vidi, vici, o más vale llegar a tiempo que rondar un año, que dijo el otro. Asegura que es sordo, poro yo creo que lo es solamente a la voz de la razón, cuando esta no se halla en armonía con sus intereses, y a la desgracia, cuando la desgracia es irresponsable y le pide aunque no sea más que un ochavo; pues para el caso basta que se le pida. Crucemos con él algunas palabras.
–¡Señor don Zoilo!
Nada: ¡silencio sublime! Le tiraré por el gabán.
–¿Eh?
–Una viuda con cuatro niños muere desamparada en la calle de…
–Agur.
–Señor don Zoilo…
–Hombre, ¿me deja usted en paz? Ya sabe que yo estoy por lo positivo, que detesto la conversación, que el tiempo es precioso.
–Ya lo sé. ¿Me compra usted un pedazo de tiempo?
–¿Un pedazo de qué…? A ver, explíquese usted.
La sordera tiene una breve intermitencia: Zirutecas abre desmesuradamente los ojos y la boca, saca la caja del rapé y toma un polvo.
–Deme usted un polvito.
La sordera de don Zoilo se reproduce, lo cual coincide fatalmente con la guardadura de la caja.
–¿Con qué no hacemos nada? me pregunta con candor angelical.
–Mañana (aquí levanto la voz) escribiré a usted por el correo interior, y le hablaré largo y tendido sobre el importante asunto que…
–Mire usted, más vale que se pase por mi casa: ¡son tan remolones los carteros!
Zirutecas quiere ahorrarse la contestación escrita, por no gastar dos cuartos en el sello de franqueo.
–Corriente, iré a su casa.
Don Zoilo aplica la punta de un mal coracero a un soberbio habano que acabo de encender, con el cual se queda, a lo tonto, alargándome aquella, a lo sabio; operación en la que apenas ganará un quinientos por cero; en seguida me tiende un par de dedos, por no tenderme la mano, y se marcha con la música a otra parte.
El estoy por lo positivo es una bobería en concepto de algunos; pero en cambio, y váyase lo uno por lo otro, indica un olvido completo de la modestia y de las reglas de la buena crianza; porque quien tal frase pronuncia parece así como que presume de más avisado y perspicaz que los que le oyen; quien siempre la tiene en los labios no expresa con ella precisamente lo que significa, sino estotras o parecidas ideas: –Ustedes son unos peleles, unos angelitos; yo sé donde me aprieta el zapato; mi penetración es admirable; a mi nadie me la pega. –Y lo bueno del caso es que muchos de los que blasonan de sagaces, nunca pasan de ser unos desventurados que no tienen sobre que caerse muertos; lo cual demuestra que toda su perspicacia sucumbe, cuando no es favorecida por la suerte.
Hay positivistas que cifran toda su gloria en sus comodidades personales; los hay que solo piensan en francachelas y corroblas, como el libertino: quien se eterniza hablando de acciones, céntimos, empréstitos, valores y cotizaciones; quien revienta caballos y desvencija carretelas, eternamente ocupado o desocupado en vistas y paseos.
Conozco a uno cuya insaciable voracidad le hubiera hecho digno rival de Eliogábaro, a vivir en el tiempo de este ogro coronado. Mi amigo es hombre sin instrucción alguna, pero se las echa de erudito, figurándose que para serlo basta aplicar a tontas y a locas media docena de voces, que suelen poner más en evidencia su ignorancia supina. Lo mismo fue anunciarle mi nombre el criado que me abrió la puerta de su casa la última vez que estuve en ella, salió a recibirme, envuelto en una bata de damasco estampado, cubierta la cabeza con un gorro argelino de paño de grana, armada la una mano con un cerillero encendido, una botella y una barra de lacre, y con un látigo en la otra.
–¡Paso a la poesía! ¡Viva la literatura! gritó restallando el látigo y tendiéndolo en seguida sobre las inocentes costillas de tres perros como tres elefantes, que de seguro devoraban al día lo que acaso pudiera mantener a dos familias pobres.
Los perros agacharon las orejas y huyeron gruñendo, rabo entre piernas, a los aposentos interiores, resentidos, al parecer, de que su dueño mostrase a un forastero, a un intruso, deferencias que generalmente reservaba para ellos.
–Dispense V. amigo, –prosiguió, – que le reciba con esta facha; si hubiera sabido que un protegido de Apolo había de favorecer y honrar esta prosaica choza, otra acogida más digna le hubiera preparado. Sin embargo, aún podemos celebrar tan fausto suceso haciendo una pequeña libación a Baco, porque, debo confesarle que hago tal cual sacrificio al dios de las viñas, divinidad pagana que me los recompensa proporcionándome momentos de alegría. Vea V., estaba lacrando botellas de dorado Jerez. Vaya una copita.
Y quieras o no quieras me condujo al comedor, templo y al par teatro de sus glorias cotidianas, y me hizo apurar una copa.
–Amigo, tengo ya cincuenta años; he logrado reunir una renta que me da lo suficiente para vivir con independencia, aislarme en medio de la sociedad como San Pacomio en medio del desierto, y reírme de todo el mundo, el cual se ríe a su vez de los tontos que se alimentan de sueños y de pensamientos que, por sublimes que sean, de nada sirven en el mercado. En una palabra, estoy por lo positivo. Dentro de mi concha como una tortuga, contemplo tranquilo el espectáculo de las miserias humanas; y aunque el cielo se venga abajo, no saldré de la indiferencia que forma mis delicias… Dirán que soy un egoísta, un hombre sin entrañas… ¡música, música celestial! ¡Estribillo eterno de la filosofía mendicante!
–En suma, V. reconcentra todo su cariño en el hogar doméstico, en la familia.
–En la familia, exactamente; Pues aunque soy célibe, por aquello de el buey suelto bien se lame, no puedo dispensarme de simpatizar con esos leales animalitos que ha visto V. en el pasillo, los cuales constituyen mi verdadera, mi única familia. Y, a propósito, voy a declararle todos mis pecadillos; sepa V que vivo en pleno gentilismo, que mi casa es una miniatura de la Roma idólatra, y si no, a la prueba. ¿Qué ve V. ahí?
Al dirigirme esta pregunta, abrió una de las puertas que había yo notado en el comedor, y entré en una espaciosa despensa que contendría provisiones para dos años.
–Veo–le contesté–docena y media de estupendos perniles, otras tantas hojas de tocino, enormes atados de chorizos extremeños; racimos de guindillas; dos cabezas que, si no me equivoco, son de jabalí; cuatro tinajas de aceite; tres valientes pellejos, generales en jefe del ejercito de botellas que en correcta formación están en el suelo esperando la hora de derramar su sangre; salchichones, ollas de manteca, excelentes quesos, aceitunas como nueces, tarros de dulce, barriles de escabeche… y qué sé  yo cuantos cosas más!
–Pues bien, esos son mis dioses penates.
–Observo, no obstante, que con todo su amor a la antigüedad, no hay señales de que profese V. mucho amor a las artes.
–Observación es esa que dejará de serlo en cuanto enseñe mi biblioteca y mi museo.
Me introdujo en un lindo gabinete alfombrado, y parándonos junto a un estante no  muy surtido, en verdad, de libros, me dijo:
–Tome V. la obra que guste.
Saqué una y leí: Arte de Cocina.
–¿Se convence V. ahora de mi afición a las artes? me preguntó con sonrisilla burlona. –¡Vaya otro! continuó, cogiendo el segundo.
Me lo dio, y vi en el lomo este título: El Gastrónomo perfecto.
Examiné la portada del tercero, la cual contenía esta sola línea: Placeres de la mesa.
La del cuarto decía: Arte de trinchar.
La del quinto: Lecciones de tauromaquia.
La del sexto: Destilador de licores.
El museo de mi amigo se reducía a una mala copia del cuadro de los Borrachos; una cacería, copia también, de menos mérito, si cabe, que aquella; cuatro lienzos de frutas, gallinas y palomas con el cuello retorcido, y platos con diversos manjares, obra todos ellos de algún pintador de burras de leche y de chuferías.
Mi amigo, observando mi admiración, no cesaba de repetir:
–Esto se llama entenderlo, querido, lo demás es pamplina. Déjese V. de retóricas y de calendarios, dedíquese a negocios de utilidad efectiva, tangible, y echará otro pelo más lúcido.
Yo he tenido también mi alma en mi almario; he gastado nervios como cualquier hijo del vecino, ideas tan elevadas que se perdían en las nubes; y recuerdo perfectamente que nada sacaba en limpio, y que siempre, por ello, andaba hecho un pelagatos; pero lo que es en el día estoy por lo positivo y solo por lo positivo.
El positivismo, como las epidemias, deja por donde quiera que pasa huellas profundas de sus estragos, no perdonando sexos, edades, jerarquías, ni profesiones. La literatura misma se ha positivizado; y de árbol verde, frondoso y elegante, se ha convertido en tronco arrugado y seco, por cuyos vasos apenas circula savia bastante para alimentar su raquítica existencia. El majestuoso, el elocuente, el abundante idioma de nuestros padres, es un galimatías ridículo, inarmónico, embrollado; una jerigonza compuesta de retruécanos, antítesis, agudezas romas, sales insulsas, sentencias alambicadas o traídas por lo cabezones, y juegos de palabras, en la cual no se encuentra un pensamiento por un ojo de la cara, ni un chiste natural y de buena ley, por entrambos ojos. El novelista corta el vuelo a su imaginación y empobrece la frase, no siempre por ignorancia, sino por cálculo; así es que en lugar de periodos numerosos y de rumbo, como se usaba en nuestra tierra, en los que pueden lucirse y campear las galas de la lengua, nos da palabrillas con pujos de renglones, su poquito de guión a cada paso, y su mucho de admiraciones y puntos suspensivos. Un ¡ay! ocupa una línea, y vale tanto como una línea llena de letras. (Véanse los diálogos de este artículo). De esta degeneración literaria ha nacido la Zarzuela que conocemos, engendro menguado, producto enfermizo del contubernio del ingenio con la especulación, del cual ha resultado un repertorio modelo de… El público sensato llenará este claro.
Pero la Zarzuela constituye lo positivo de nuestra literatura escénica, y mucha virtud y gran temple de alma o posición muy desahogada ha de tener el pobre autor que no doble su frente a la necesidad, y que no concurra con su piedra a levantar el monumento de nuestra ignominia.
Ni la santidad del amor se libra de la influencia del positivismo. Para contraer un lazo que decide la suerte de toda la vida; ¿qué persona hay ya tan cándida que se tome la molestia de consultar su corazón y su conciencia? ¿Quién es tan ignorante que no sepa que una buena dote es la base más sólida de la tranquilidad y de la dicha conyugales? Cierto es que en ocasiones, si se verifica el enlace, uno de los cónyuges apalea al otro con lo de si aportase o no tanto o cuanto al matrimonio, si te casaste o no por amor; añadiendo, para amenizar la fiesta, interjecciones y dictados que todavía no se permiten en los diccionarios y que se conservan por tradición; pero esas son tempestades que, como todas, suelen pasar pronto, si pasan; y nunca es más hermoso el cielo doméstico que cuando aparece el arco iris de la reconciliación, después de una hora de voces, chillidos, amenazas, cachetinas, repelones, pataletas y lloriqueos, oídos y a veces presenciados con apacible satisfacción por el curioso vecindario, o al menos por tal cual inquilino aficionado a tan divertidos espectáculos; de donde resulta, que si bueno era el contigo pan y cebolla de los románticos, bueno y bonísimo es el estoy por lo positivo de los novios que hoy se estilan.
El positivismo hace que el joven fresco, entero y sano, se una con la anciana marchita, achacosa y derrengada como silla vieja; que el periodista que quiere medrar, venda a todo el mundo su pluma ramera; que se mire con desdeñosa compasión al que tiene la osadía de creer en los afectos nobles y delicados, a los cuales pospone los que dominan en gran parte de los hombres entre quienes vive; y, finalmente, que el chalán político se encumbre, y se arrastre en la miseria el que mira la política como una especie de religión.
Ahora podríamos exclamar con el orador latino: ¿Qua in urbe vivimos? ¿Qué sociedad es esta, en que lo malo pasa por bueno, por verdadero lo falso, la hipocresía por religiosidad, la virtud por necedad, casi por delito afrentoso?... Pero no, no haré esa exclamación, o por mejor decir, al hacerla solamente me propuse lucir mi profundidad filológica; pues tras de gustarme poco las jeremiadas, no soy de los que suponen que nuestros abuelos fueron unos benditos de Dios, y nosotros unos tales y unos cuales, dignos de sufrir, por nuestros vicios, la suerte de los habitantes de Sodoma y Gomorra.
Conste, pues, que el positivismo es, ni más ni menos, una moda que pasará, sin remedio; y el positivista uno de los tipos más curiosos, sino menos dañinos de nuestros días.

El Museo Universal, 1 de agosto de 1859.

EL POBRE CIEGO (Fernando León Castillo)

A mi querido amigo Antonio Matos Moreno

Era noche de baile.
Una de las casas más ilustres de España, y que a un ilustre título, recuredo de antiguas glorias, lleva aneja una riqueza fabulosa, quería deslumbrar a la sociedad madrileña, haciendo alarde de esa riqueza.
En sus salones se daba un baile de trajes, que quedará por mucho tiempo grabado en la memoria de los que tuvieron la dicha de asistir a él.
En ese baile sin igual todo estaba representado y todo confundido; se encontraban hombres de todos los tiempos; vestían trajes de todas las épocas, de todos los pueblos; Aquí se veía a Boabdil estrechando dulcemente a Isabel la Católica, reclinada sobre su hombro con voluptuosa indolencia, pasar como visiones al dulce arrullo del fantástico wals; allí Felipe II tomaba del brazo a Isabel de Inglaterra; más allá Octavio hablaba de amor a Cleopatra; las ideas más antitéticas se hallaban allí completamente hermanadas, hermanados opuestos principios, marchando unidos del brazo pueblos de distintas tendencias, enemigos mortales reconciliados, y todo pasaba al compás de misteriosa música, entre flores, esencias, luz, amor, armonía, y pasaba en revuelto remolino reflejándose como sombras chinescas y multiplicándose hasta el infinito en tersas, brillantes lunas de Venecia. ¿Qué era aquello, un pandemónium o un panteón sarcástico de la historia? No era nada: era una sociedad que rendía tributo al lujo, al placer y a la opulencia.
Yo estaba allí y también les rendía el mismo tributo.
Al fin la música, el baile, la agitación con que latía el pecho de aquellas mujeres, las palabras perdidas de amor que llegaban a mis oídos y que no eran para mí, las miradas de fuego que saltaban chispeantes de los ojos ardientes de cien mujeres hermosas, todo llegó a desvanecer mi cabeza y a aturdir mis sentidos. Yo necesitaba respirar otra atmósfera y salí a respirar el aire de la noche.
Después de haber atravesado varias calles, cruzaba por una de las más concurridas de esta corte.
Sonaban las dos en el reloj de la iglesia vecina. La noche estaba triste; ni una estrella brillaba en el cielo, envuelto en el oscuro manto con que se visten las largas, melancólicas noches de invierno, y una niebla espesa que cubría todos los objetos entre los ligeros pliegues de su flotante gasa, traía a mi memoria las nieblas del Támesis, eterno sudario que cubre ese foco de vida y sepultura del alma, Londres, que velando duerme a sus orillas.
Algunos rayos de luz macilenta desprendidos de los faroles, penetraban brillando como miradas de bruja en la oscuridad.
Mi alma estaba triste y a mi mente se agolpaban mil ideas tan lúgubres, tan melancólicas como la noche. ¡Misterioso poder, mágico influjo de la naturaleza, que casi siempre imprime en el hombre su carácter, la variedad infinita de sus manifestaciones, en medio de su infinita armonía, de su belleza infinita!
Decidme, ¿cuándo viste el cielo su manto azul, cuando en su centro brilla el sol como riquísimo diamante lanzando torrentes de luz de sus innumerables facetas, y el mar tranquilo se duerme en la playa sobre su lecho de espumas, y el bosque se cubre de verdes hojas, y las palomas del valle dan a los vientos su misterioso arrullo, decidme, ¿no sentís en vuestra alma un gozo indefinido, una alegría inefable, un placer sin límites?
¡Ah! y cuando el cielo está nebuloso y el sol se oculta tras la preñada nube, y pierden los árboles una a una sus hojas mustias y amarillas como el corazón pierde las ilusiones cuando llega el otoño de los desengaños y cae la lluvia como el llanto con que lloran los cielos, y en las ramas no trinan los pájaros, y solo se oye el melancólico canto de las aves de paso, viajeras incansables mensajeras del tiempo, habitantes de todas las regiones, hijas de todos los países, que a todas partes van llorando en triste canto su proscripción eterna, decidme, ¿no sentís en vuestra alma vago pesar, honda pena, dulce melancolía?
Aquella noche triste había infundido en mi alma la tristeza: –Yo deseaba sentir. Aquí, donde la miseria se cubre con deslumbrantes vestiduras y el pesar se oculta tras la aparente alegría, donde cada hombre marcha derecho a un fin siempre material, sin cuidarse de lo que le rodea, donde el corazón no es más que un aparato raquítico que mueve la indiferencia –¿qué alma no desea sentir? ¿Qué corazón no desea latir a impulso de verdaderas impresiones?
Pero ¡ah! querido lector, ya me olvidaba de ti: ¿a dónde voy con esta tan larga digresión? La digresión casi siempre es el olvido de los lectores, y lo confieso, ya me había olvidado de ti; he sido egoísta, porque solo me acordaba de mí; perdóname, que es disculpable este olvido, cuando tanto gozaba mi alma con el recuerdo de aquella noche.
Cruzaba, pues, decía, por una de las calles más concurridas de esta corte: entonces estaba solitaria; al llegar a un extremo de ella, escuché los melancólicos sonidos que exhalaban las cuerdas de una guitarra, que acompañaba el canto monótono de apagada voz.
Era un pobre ciego.
Sentando en la enlodada acera, sufría con resignación la lluvia.
Envuelto en un manto hecho girones por el tiempo y la miseria, estaba un niño tiritando de frío y llorando sin consuelo ¡Pobre niño!
El ciego cantaba tristemente y la voz casi se helaba en sus labios:

Duerme el mundo sosegado
Y todo descansa en paz:
Duerme el rico, duerme el pobre;
A mi me toca velar.

Una limosna señores,
Para un pedazo de pan,
Que se muere de hambre mi hijo,
Y yo con él de pesar.

En las sombras de la noche
El día tranquilo duerme,
Y en las sombras de mis ojos
La esperanza de la muerte.

Reyes y grandes del mundo,
Dad limosna al pobre ciego:
De los pobres de la tierra
Es el reino de los cielos.

Los lamentos del niño, el canto triste y monótono del pobre ciego, el sonido misterioso de la guitarra, formaban un contraste horrible con la música suave y voluptuosa del baile, que aún resonaba en mis oídos. La música es el lenguaje del alma: lo mismo arrulla el placer, que entretiene la miseria y la pobreza.
¡Ah! ¿por qué la vida es para unos senda tapizada de olorosas flores, rica estancia en cuyo centro se alza la imagen del placer envuelta entre perfumes, suaves esencias y oloroso incienso, y para otros es senda erizada de espinas, sombría estancia donde se alza con su horrible palidez la imagen de la miseria?
¡Triste arcano que fuera inútil descifrar! El destino de una parte de la humanidad es llorar su pobreza. Preciso es inclinar la frente ante la fuerza incontrastable del destino. ¡Ay de la humanidad el día en que el pobre no se resignara con su suerte!
¿Por qué los hombres no son todos felices? ¡Ah! los árboles en la primavera tienen entre sus verdes hojas alguna marchita; este árbol inmenso que se llama humanidad, donde cada rama es una familia y cada hoja un hombre, tiene también sus ramas secas y sus hojas marchitas…
Los lamentos del niño habían cesado; el pobre ciego agitaba maquinalmente las cuerdas de la guitarra, y con voz casi imperceptible repetía:

Reyes y grandes del mundo,
Dad limosna al pobre ciego:
De los pobres de la tierra
Es el reno de los cielos.

El niño había muerto de frío y de hambre. ¡Pobre hombre!...
Se oyó poco después un terrible quejido, un suspiro arrancado desde el fondo de un corazón herido de muerte.
El quejido y el suspiro se perdieron entre las sombras calladas de la noche.
El pobre ciego había muerto también abrazado al cadáver de su hijo.
Poco después todo quedó sepultado en profundo silencio. La noche seguía su carrera en los espacios: los sueños envolvían el mundo entre sus alas y todo dormía en paz.
El nuevo sol que brille en el cielo, alumbrará los cadáveres de dos desdichados.
¿Qué importa? Ruede el mundo en sus ejes de diamante. La nave que lleva en su seno a la humanidad, desplega al viento su blanca lona y surca altiva un mar bonancible sobre lecho de espumas, y arrojando torrentes de humo que suben en larga espiral hasta los cielos, único incienso que hoy quema la humanidad ante el genio del siglo XIX, salva las distancias con la velocidad del rayo, encuentra fin a lo infinito y lo inconmensurable mide.
Si alguno cae al mar no encuentra una tabla de salvación, y lucha y relucha en remo con la agonía de la muerte.
Poco después las aguas le habrán sepultado y brillará tersa la superficie del mar.
La nave sigue su marcha, y ni en la estela que forma su quilla, deja un recuerdo para el que queda atrás.

El Museo Universal, 21 de febrero de 1864

LA GENEROSA (Constantino Gil)

Hace dos años me encontraba accidentalmente en Madrid.
Corría el mes de agosto.
Una noche, terriblemente calurosa, una de esas noches en que se hace casi imposible la respiración, aburrido del barullo que reina a todas horas en las calles de la coronada villa, me dirigí hacia el Prado.
La luna, esa casta diosa del silencio, como dicen los poetas, se pavoneaba entre grupos de nubes blancas y vaporosas.
Yo, que soy tan vulgar como puede serlo un aragonés, levanté los ojos para ver si podía descubrir esa dulzura, esa candidez y hasta esa sonrisa que los vates le atribuyen.
Por desgracia, y después de un detenido examen, me convencí, como siempre, de que su estúpida fisonomía parecida a las de ciertas viejas coquetas, no ha representado ni representará nunca más que la insensatez y la indiferencia.
Me hallaba sumido en estas reflexiones, cuando, una nube de angelitos medio desnudos vino a sacarme de mi meditación.
Me tendían sus pequeñas manos, pidiéndome una limosna.
Metí la mía en el bolsillo de mi chaleco, con objeto de que me dejasen en paz; pero en aquel instante creció la confusión en torno mío.
–¡A mí! ¡a mí! dijeron una porción de voces infantiles; y me sentí cogido por todos lados, como si hubiese cometido algún delito.
Estuve por desmayarme, pero lo dejé para mejor ocasión.
¡No había un solo banco desocupado!
Saqué, por fin, la codiciada moneda, y ya me disponía a entregarla al que se hallaba más próximo, cuando distinguí, detrás de todos aquellos muchachos, a unan niña que a los más podría tener seis años.
Se hallaba recostada en un árbol y me miraba tristemente.
A su lado, había un niño lleno de harapos, raquítico y enfermizo.
La moneda que iba a cambiar de dueño de un instante a otro, se detuvo un momento en el espacio.
Un murmullo de descontento se dejó oír a mi alrededor.
Las miradas de todos, siguiendo la dirección de la mía, se fijaron al instante en la pobre niña que había llamado mi atención.
Era una rubia de ojos azules, lo más bello que puede imaginarse.
Su carita, sucia por el polvo y la poca limpieza, aparecía como encerrada en un marco de cabellos de oro, crespos y ensortijados en las puntas.
Los ojos eran grandes, muy grandes; la nariz correcta, y entre sus labios, despellejados por la intemperie, aparecía, semejante a las teclas de un piano, una blanca hilera de dientes.
Por último, de su oreja izquierda, pequeña y de una forma admirable, pendía, sujeta por un hilo blanco, una voluminosa bellota.
¡Extraña coquetería que no dejó de impresionarme vivamente!
Si Delaunay, ese pintor francés, que tan bellos grupos de niños ha dejado a la posteridad, la hubiese visto, de seguro la hubiera escogido para modelo de su obra maestra.
Yo me acerqué a ella, y le entregué la moneda que, de otra manera, hubiese pasado a manos de aquellos rapazuelos.
Pero al conocer mi atención, redoblaron sus gritos, y se lanzaron en mi camino para impedirme el paso, diciendo al mismo tiempo:
–¡No le dé usted a esa, no le dé usted a esa, porque es tirar el dinero!
–¿Y por qué? pregunté al que se hallaba más inmediato.
–¿Qué por qué? me contestó; no sabe usted quien es, cuando trata de darle limosna.
–¿Quién es? repliqué entonces, temiendo haberme encontrado con alguna de esas estafas tan frecuentes en la corte.
–¿Quién ha de ser? me contestaron en coro: la Generosa.
Y rodeando a la niña, empezaron a saltar a su lado, diciendo al mismo tiempo, con ese tonillo particular que usan los chicos de los barrios bajos de Madrid:
–¡Generosa! ¡Generosa!
Después huyeron en distintas direcciones, no sin dirigirme de vez en cuando miradas burlonas que no sé como tuve paciencia para sufrir.
Me quedé, pues, con la Generosa que, en aquel momento, acariciaba al niño que tenía a su lado.
–¿Por qué te llaman la Generosa? le dije.
–¡Por nada! me respondió con una vocecita dulce y pausada.
Había un puesto de agua, no muy lejos del sitio donde me hallaba, y llamé a la mujer que estaba en él, para que me trajese una silla y agua con merengues.
Coloqué la primeara delante de la Generosa, me senté, y le ofrecí uno de los segundos.
Pero antes de llevárselo a la boca, me dio las gracias, con una sonrisa muy expresiva, y se lo dio al niño que se hallaba junto a ella.
Este lo comió con avidez, dejando, sin embargo, un poco que ofreció a la Generosa, pero que no lo aceptó, y le obligó que se lo comiese por completo.
–¿Por qué te llaman la Generosa? la pregunté otra vez, no cansándome de admirar aquellas facciones tan puras y delicadas.
La niña vaciló un momento: me dirigió una larga mirada, como tratando de sondear mi corazón, y pareciendo satisfecha de su examen, me dijo lo siguiente:
–Si me da usted palabra de no reírse, se lo contaré.
–Te lo juro; le respondí, y al mismo tiempo, y con objeto de darle una prueba del interés que me inspiraba, saqué otra moneda del bolsillo y se la di.
La Generosa hizo con ella la misma operación que con el merengue; se la entregó al niño.
Encendí un cigarro, creyendo que iba a escuchar una larga narración, y esperé lleno de curiosidad.
No tuve que aguardar mucho, porque la niña, sonriéndose tristemente, me dijo estas palabras:
–Yo me llamo María, pero todo el mundo me llama generalmente como acaba usted de oir hace poco, porque dicen que tengo la mala costumbre de dar cuantas limosnas recibo.
–¿Y por qué haces eso? la dije.
–Toma, me contestó, ¡porque me dan lástima! y rodeó con su brazo el cuello del niño, que me miraba con curiosidad.
–¿De manera que ese niño?... continué.
–Es el de esta noche; me interrumpió con la mayor naturalidad.
No comprendiendo bien su respuesta, la dije:
–¿Qué quieres decir con eso de es el de esta noche?
–Nada, sino que esta noche le ha tocado a este, como mañana le tocará a otro.
–¿Y todas las noches buscas a un niño, y le das todo lo que a ti te dan?
–Si señor, como son pequeñitos, los mayores les quitan todo lo que llevan, y luego, al volver a sus casas, les pegan sus padres porque no han recogido nada.
–¿Pero ese niño y los demás que buscas otras noches, no son parientes tuyos ni conocidos siquiera?
–No, me respondió; y eso ¿qué importa? les pegan y yo no quiero que les peguen.
–¿Y a ti no te pegan si vuelves a casa sin haber recibido nada?
–¡Ay! sí, dijo, y sus rubias pestañas se humedecieron ligeramente.
–De modo que esta noche… añadí, creciendo mi asombro por momentos.
–Esta noche, respondió la Generosa, me pegarán también, pero… y miró dulcemente al niño raquítico, no le pegarán a Juan, que es más pequeño que yo, y se moriría. Y sus ojos, en los que antes brillaban las lágrimas, se fijaron en Juan, tan claros y serenos como la noche. Sentí que se me oprimía el corazón, y no acertando a explicármelo en el momento, volví a insistir en mi eterna pregunta, para ocultar a la vez mi turbación.
–¿Y por qué, a pesar de que te pegan, te muestras tan caritativa con esos niños a quienes no conoces?
La Generosa se encogió de hombros, y me contestó como la primera vez que la hice la misma pregunta:
–¡Toma, porque me dan lástima!
En un momento de entusiasmo, y sin saber lo que hacía, la abracé, imprimí en su frente un beso, la volví  a dar más dinero para que no les pegasen aquella noche a Juan ni a ella, y me alejé de aquel sitio. Pero aún no había andado veinte pasos, cuando volví otra vez, impelido por una fuerza misteriosa y sobrenatural.
Aquella noche, lo confieso francamente, se sentaron dos personas más a mi modesta mesa de estudiante.
Esas dos personas fueron Juan y la Generosa.
Pasaron dos meses sin que volviese a ver la preciosa niña, cuyos sentimientos me habían impresionado de tal manera.
Alguna vez que otra, su recuerdo venía a ocupar mi mente, pero desparecía presto, para dar lugar a otros más graves y profundos que en aquel entonces embargaban mi ánimo.
Una tarde de otoño me hallaba parado en la calle de Sevilla.
Sentí deseos de fumar, saqué mi petaca, cogí un cigarro, y lo acerqué a mis labios.
Llevé la mano a uno del los bolsillos de mi pantalón, y adquirí la dolorosa certeza de encontrarme únicamente con el forro.
Afortunadamente, la clase de fosforeros en tan numerosa en Madrid, que no me afligió demasiado mi mala fortuna.
Busqué uno con la vista, y no muy lejos, sentada en un portal distinguí a una niña que pregonaba la mercancía de que yo carecía en aquellos momentos.
¡Pero cuál sería mi sorpresa cuando reconocí en ella a la Generosa!
Llevaba un pequeño cajón, pendiente del cuello, y estaba mucho más pálida que cuando la conocí.
Me acerqué a ella, y le dirigí la palabra.
Al momento me conoció, y sonriéndose alegremente, me ofreció la caja más bonita que pudo encontrar en su pequeño almacén.
Hice una exploración en el bolsillo de mi chaleco, después de haberla dirigido algunas frases cariñosas, y de repente, me puse aún más pálido que ella.
La desgracia me perseguía indudablemente aquel día; había olvidado el dinero.
Y la pequeña mano de la Generosa, continuaba entre tanto con la fatal caja entre sus dedos, y aproximándose poco a poco a los míos.
Sin saber lo que hacía, tomé la caja y saqué un fósforo, que procuré apagar, para dar tiempo a que pasase por allí algún amigo caritativo que me socorriese en mi infortunio.
Desgraciadamente, no vi ninguno, y traté de encender otro fósforo.
El segundo tuvo la misma suerte que el primero
Y el esperado amigo no aparecía!
–¡Qué malos fósforos tienes, Generosa! le dije para disculparme.
Los fósforos no podían ser más excelentes.
La pobre niña no me contestó; pero me miró de una manera que no pude menos de recordarla.
Aquella mirada, que pesaba sobre mí como una maza de hierro, era la misma que había lanzado a Juan el raquítico, la noche en que la conocí, al contestar a mis repetidas preguntas con su eterno estribillo: ¡me da lástima!
Después, y haciendo como que no había advertido mi turbación, ni conocido que me encontraba sin dinero, prosiguió su camino, gritando de vez en cuando con una voz dulce y armoniosa, como deben ser las de los ángeles:
–¡Papel y fósforos!
La generosidad de la Generosa me conmovió de tal modo que, sin saber lo que hacía, tomé a buen paso la calle de Alcalá, y no paré hasta encontrarme en mi cuarto.
Allí reflexioné que debía haber preguntado a la pobre niña que tan pródiga se había mostrado conmigo, las señas de su domicilio, para recompensar debidamente su noble acción. Atormentado por esta idea, tomé el sombrero y salí.
Bien pronto me encontré en la calle de Sevilla, la recorrí en todas direcciones, no quedó un rincón en las inmediatas que no escudriñase, pregunté a todos los fosforeros que hallé al paso, pero todo fue en vano: no volví a ver a la Generosa.
Un accidente imprevisto me obligó a salir de Madrid.
Terminado aquel, regresé a la corte.
Una noche del mes de noviembre, caía el agua a jarros, como vulgarmente se dice.
Volvía del teatro, impresionado todavía por los sublimes conceptos de una de las mejores comedias de nuestro repertorio antiguo.
Al pisar el umbral de la puerta de mi casa, tropecé en un bulto informe que se movió al contacto de mi pie, y surgió ante mí como una aparición fantástica.
Lancé un grito de alegría, y la estreché en mis brazos.
¡Era la Generosa!
–¡Mi madre se muere! señorito, me dijo, y rompió a llorar amargamente.
La cogí en mis brazos, y un minuto después nos hallábamos en mi habitación.
–¡Cuántos me alegro de haberte encontrado! le dije; tengo una deuda contigo, es necesario que la satisfaga; y llevé la mano al bolsillo de mi chaleco.
Pero la Generosa me tendió la suya, impidiendo que la mía llegase al punto a que se dirigía.
–¡Mi madre se muere! añadió, y su acento era más triste que la vez primera.
–¿Dónde vive? le pregunté, sin darle lugar, apenas, para que terminara la frase.
–En la Costanilla de los Desamparados, núm. 15, cuarto quinto; me contestó.
Tomé papel y pluma, y escribí una carta para mí médico.
Mientras lo hacia, me acordé de aquel miserable niño a quien ella protegió, y que se llamaba Juan.
–¿Y Juan? le dije.
–¡Murió! repuso la Generosa, y el caudal de perlas que brotaba de sus azules ojos, se hizo más copioso durante algunos momentos.
–¡Pobre Juan ¡ exclamé al mismo tiempo que cerraba la carta.
–¡Pobre Juan! murmuró la Generosa, enjugándose los ojos con las manos.
Se la entregué, diciéndole la calle a donde debía encaminarse, le di cuanto dinero llevaba en el bolsillo para que comprase las medicinas que fuesen necesarias, acerqué mis labios a aquella frente tan pura como la de un querubín, y me despedí de ella hasta el día siguiente, prometiéndome ir a su casa y acudir con cuanto me fuese posible al alivio de sus necesidades.
La Generosa, sin darme las gracias, más que con un gesto encantador, tomó mi modesta dádiva, y bajó apresuradamente la escalera.
–¡Pobre niña! dije al verla desparecer, y cerré la puerta de mi cuarto, limpiándome una lágrima rebelde que se balanceaba temblorosa entre mis pestañas.
Aquella noche no pude dormir.
Los primeros rayos del sol, al penetrar en mi estancia, me encontraron ya con el sombrero en la mano.
Salí de casa, y me encaminé, a buen paso, a la Costanilla de los Desamparados.
La tempestad de la víspera había desaparecido.
Un cielo puro y sin nubes se extendía sobre mi cabeza. Conforme me iba aproximando a la casa de la Generosa, mi corazón se iba entristeciendo; al llegar a ella, un confuso tropel, compuesto de niños de ambos sexos, me impidió pasar adelante.
–¿Qué sucede? pregunté, esperando oír la terrible nueva de la muerte de la madre de la Generosa.
–¡Ha muerto! me respondieron dos o tres voces infantiles.
–¡Pobre madre! repuse, y empecé a subir la empinada y vetusta escalera, que se hallaba, en su mayor parte, llena de curiosos.
Al penetrar en el cuarto quinto, un ¡ay! de dolor se escapó de mis labios.
Sobre una vieja mesa de pino yacía el cuerpo de una mujer.
A su lado se hallaba el de una niña que, a primera vista, parecía dormida.
Aquella niña era la Generosa.
He aquí lo que había sucedido.
La noche anterior, dejándose llevar del gran afecto caritativo que dominaba su alma, había corrido con tal precipitación en busca del médico que debía salvar a su madre, que tropezó en una piedra mal colocada, cayó al suelo, y se hizo una herida en la cabeza, de cuyas resultas había dejado de existir.
Me incliné ante aquella mártir, y oré.
Después di las órdenes necesarias para que su cuerpo y el de su madre fuesen sepultados religiosamente, y salí de aquella casa en que el dolor había sentado sus reales.
Al día siguiente, cuatro niños llevaban sobre sus hombros una pequeña caja forrada de blanco.
Encerraba el cadáver de la Generosa.
Yo fui el único que la acompañó al cementerio; acaso mi plegaria se elevó sola hasta el trono del Altísimo.
Al salir del camposanto, se escapó de mis labios la siguiente frase: Esta frase era la suya, era el símbolo de aquel alma angelical que acababa de abandonar su cárcel:
–¡Pobre niña, me da lástima!

El Museo Universal, 9 de diciembre de 1866

sábado, 31 de marzo de 2018

¡POR LÁSTIMA! (Pío Gullón)


I

Entre los tipos españoles conservados milagrosamente al través de la oleada de reformas que cada día nos llega de Francia; entre los restos escasos de nuestras costumbres nacionales borradas diariamente con los hábitos y las instituciones de los que nos han heredado en la peligrosa tarea de llamar la atención; entre aquellos representantes del españolismo puro más raros cada vez, ahora, que hasta nuestros clásicos zagales se visten a la francesa; entre esos industriales o artistas únicamente posibles en España, y de los que ya solo queremos los que huelen a cuerno, que son en mi concepto los que antes debiéramos abolir; entre los inspiradores del pincel de Goya o del lápiz de Alenza o del de Vaude, hay una clase especial, colocada más abajo que el pueblo, cuyos hábitos se transmiten fielmente hace ya siglos; clase cuya historia nos proponemos bosquejar andando ese tiempo de nuestro país, más largo que el de ninguna otra parte; clase que llamamos así, más que por su número escaso, por su diversidad de todas las otras y por el lazo unido, hereditario e indisoluble que la sostiene; clase solo conocida dentro de las tapias de nuestra capital; en una palabra, la clase que componen los ciegos de Madrid.
Con necesidades, con afectos, con instintos especiales el que nace para vivir en ese sepulcro anticipado que se llama ceguera es un ser aparte de la humanidad, aislado entre sus semejantes; tocándoles a cada momento, adivinando alguna vez las afecciones y los pensamientos de los demás hombres; viviendo sin embargo en un mundo distinto, cuyo fondo está casi siempre lleno de tristeza resignada, sino de la cruel desesperación que algunos suponen.
Y entre esos mismos seres infelices tan desgraciadamente igualados por la naturaleza, hay otra separación establecida por la sociedad; la que divide al ciego rico del ciego pobre; la que aísla al ciego que vive en cómodas habitaciones y cuidado con esmero, siquiera sea por manos mercenarias, del ciego que pide apoyado en un guarda-cantón, implorando el nombre de Santa Lucía, o vende por las calles el anuncio de un cambio ministerial, siempre pregonado con voz aguardentosa y con el grito consabido: a dos cuartos el papel que acaba de salir ahora.
El primero de estos ciegos es aquí como en Flandes; es el hombre privado de la vista, el ciego rico de cualquiera parte. El segundo al contrario, es ese tipo característico, cruel ensartador muchas veces de disparates medidos y acompañados de la cadencia más monótona y menos armoniosa que se puede sacar de la guitarra; alto conocedor de la vida de San Cosme y San Damián, que falsifica constantemente en seguidillas tradicionales como el acento, el traje, el nombre y la vida del que las canta; tipo tímido y filosófico muchas veces; músico de corazón algunas; tierno y virtuoso padre muy a menudo; amante apasionado de vez en cuando.
A esta especie rarísima, trashumante sin cambiar de pueblo, que sabe las esquinas, las iglesias y los paseos concurridos en cada época; a esta clase, que más adelante me propongo historiar levantando hasta donde pueda la cortina de sus sorprendentes misterios, a esta clase pertenecía cierto tío Tomás, situado desde que sonaban en Madrid las oraciones de la noche en un ángulo de la calle de Santa Isabel, justamente bajo las ventanas floridas de la malograda y candorosa Luisa, a cuya casa asistía yo diariamente.

II

Una noche de enero, lluviosa y triste como pocas, salía yo solo a la una de la tertulia, empapado aun en las melodías de Beethoven que la niña de la casa tocara para complacerme, largo rato después de que marcharon los últimos tresillistas. La lluvia que había caído por intervalos desde el anochecer, se descolgaba entonces menuda y penetrante, acompañada de un viento que levantó mi capa tan luego como pisé la calle, llegando a mis oídos entre el ruido de algunos cristales rotos por su violencia. Apenas había dado cuatro pasos, cuando oí gritar con acento lastimero:
–¡Manuel, Manuel! ¿Dónde estás, hijo mío? ¿Dónde estás, Manolito? ¡Válgame Dios!... ¡Jesús mil veces!... ¡Manuel, Manuel!
–Aquí estoy, padre, respondió luego una voz infantil, pero se han apagado los faroles y no sé por dónde…
No pude oír más: una ráfaga violenta cortó la palabra del niño, y la lluvia aumentó más aún la violencia con que se estrellaba en el empedrado de la extraviada calle. Llegué al sitio donde el ciego se colocaba ordinariamente, adivinando ya que él era quien llamaba al niño extraviado. Hallé al infeliz sentado en el umbral de una casa cerrada, calado hasta los huesos por el agua helada de aquella noche, y guardando entre las piernas, medio cubierta con su agujereada capa la mugrienta vihuela que le servía para ganar el pan.
–¿Qué sucede, buen Tomás? pregunté recordando casualmente el nombre del ciego que noches antes me había comunicado Luisa entre mil caritativas observaciones.
–Nada, señorito, que mi hijo se marchó siguiendo a un caballero, sin duda mientras el hombre registraba sus bolsillos para hacernos alguna caridad, y creo que ahora apagó el viento los faroles, y no llega mi pobre Manuel para guiarme a casa, y estará ya el chico mojado como una sopa… ¡Buena desgracia es ser ciego, señorito! ¡buena desgracia!
–Espere usted un momento, contesté enternecido por tan sinceras palabras; y bajando a tientas por una de las vías que unen a Lavapiés con la calle de Santa Isabel, y que el aire tempestuoso había dejado en completa oscuridad, topé a los quince o veinte pasos con un niño pegado a la pared, empapado también por la lluvia, temblando además y gimiendo de frío.
Le conduje al lado de su padre, y luego acompañé a los dos hasta una buñuelería inmediata donde entré con ellos resuelto a esperar que mejorara la noche.
Se acercaron ambos al fuego; pedí para ellos buñuelos y vino; y cuando vi desaparecer con el calor la última lágrima detenida por el frío en las arrugadas mejillas del tío Tomás, le pregunté volviéndome hacia su hijo:
–¿Vive aún la madre de este niño, Tomas?
–Sí, señorito, me contestó.
–¿Y cómo no viene ella a recoger a ustedes todas las noches?
–Ay señorito, eso es una novela.
–¿Cómo una novela?
–Así me ha dicho otro caballero que se llaman las historias parecidas a la mía.
–¿Pues que le hizo a usted esa mujer?
–Me volvió a dejar ciego, señorito.
–¿Le volvió a usted a dejar ciego? exclamé asustado con aquella frase.
–Es decir, que ella tuvo la culpa; pero no lo hizo a propósito.
–Cuéntemelo usted todo si gusta, dije yo picado por la curiosidad. Y mientras la lluvia seguía inundando las calles, el tío Tomás me refirió lo que sigue.

III

–Yo nací con vista, señorito, y todos me han dicho que vi muy bien durante los quince meses en que mi madre me amamantó. Pero al fin de esos quince meses murió mi padre; mi madre cogió con el disgusto una enfermedad, y yo la heredé en el mismo día; solo que mi madre padeció del corazón y yo padecía de los ojos, que aunque útiles en aquel entonces eran ya lo más malo que yo tenía. La miseria en que quedamos aumentó poco a poco mi enfermedad, que cada vez iba estando más descuidada; por fin… ocho meses después murió también mi madre, sin dejarme más memoria que la de su cara, la sola cosa que me quedó presente de la niñez, porque mi madre era muy guapa y muy buena mujer, señorito, muy buena mujer: vivas están aún algunas que la conocían. Un tío carpintero que yo tenía me recogió en su casa y quiso que me curaran; pero el cirujano les dijo que ya era tarde, y después de llevarme cuatro o cinco días a la consulta del hospital, lo tuvieron que dejar, y me resigné a verme ciego.
–Sin hacer más, interrumpí.
–Ya llevaba gastados ocho duros en recetas y mis tíos aunque tenían mejor oficio que mi padre, eran pobres también, señorito. Quince años estuve así aprendiendo a tocar la guitarra, en lo cual dicen que entiendo algo, y comenzando a pedir a las puertas de las iglesias. Pero cuando yo tenía diez y siete años vino a casa de mi tío otra niña de catorce que también se había quedado sin padre, y que era, aunque lejana, parienta de todos los que vivíamos allí. Aquella niña fue querida por nosotros desde el momento en que llegó; pero ninguno la quiso, ninguno estimó tanto sus bondades como el pobre ciego. Siempre que yo sacaba más limosna que tres reales, la guardaba debajo de un ladrillo para dárselo junto el domingo, con lo cual ella compraba pañuelos para los otros primos, a fin de que mi tía la quisiera más, y me llamaba siempre su Tomasillo, y  me guiaba por la calle cuando yo quería mudar de iglesia o de esquina, y me venía a buscar en cuanto llegaba la noche. Al cabo de otros tres años, mi primilla, que así decíamos aunque no cogía un galgo nuestro parentesco, estaba hecha una moza arrogante y todos se lo manifestaban cuando me servía de lazarillo, por lo cual me hizo llorar algunas veces. Tanto había yo contentado a aquella mujer, tanto cariño la había tenido que al mandarla mi tío escoger entre los que la cortejaban, porque ya era tiempo de que se casase, respondió ella llorando que nadie le parecía tan bueno como yo, que nadie la quería tanto como Tomasillo, y que si la dejaban, con el ciego se había de casar. Mira lo que haces, la contestó mi tío, y no te cases por lástima para que después te guste otro más y paséis la vida perdidos. Calló mi primilla; pero ya había dicho bastante; yo lloraba también de la alegría que me habían dado sus razones, porque era mucho lo que hacía por mí aquella mujer tan guapa que tenía otros novios con vista y con oficio. En fin, señorito, que nos casamos: tuvimos este niño que está presente y pasamos año y medio como en la gloria.
Pero al cabo de año y medio mi mujer empezó a quejarse de un dolor que no la dejaba hacer las calcetas que hasta entonces había vendido a los caballeros y principió a salir de casa para tomar el sol, según me dijeron los primos. Una tarde volví yo con el palo a las cuatro y encontré en el portal a mi mujer que salía; subimos juntos; mas al apoyarme en su hombro para no tropezar, reparé que llevaba en el cuello un pañuelo de seda; mi mujer no me había dicho que lo tenía, ni yo imaginaba que hubiera ganado tanto dinero haciendo calcetas; no la pregunté nada hasta mucho tiempo después y aunque me contestó que lo conservaba desde soltera, la sospecha me quedó en el corazón, y aquel pañuelo me costó muchas lágrimas, porque nosotros tenemos que ser maliciosos por fuerza.
Aquí se detuvo el pobre Tomás, y enjugando sus ojos humedecidos por aquel primer recuerdo doloroso, continuó en estos términos su historia.
–Habíamos vuelto ya a vivir como buenos consortes, cuando vino de América un hijo de mi tío que se casó en las montañas de Santander y mandó a su padre mucho dinero, más de 2000 duros a lo que parece. El pobre carpintero, anciano como estaba, remedió a toda la familia; casó también a dos hijas suyas y se empleó en llamar a otro médico para que dijese como teniendo yo tan buenos ojos me había quedado sin vista ninguna. El médico que vino entonces me examinó muy despacio y aseguró delante de todos que resolviéndonos a gastar 4000 reales era posible curarme; que mi ceguera podía deshacerse y no sé cuantas otras cosas de operaciones. Poco faltó para que me volviera loco de alegría. En suma se escribió a Santander, vinieron otros 4000 reales; se llamó al médico y a un operista, que así creo se dice, y nos pusimos a la obra…
Al llegar a estas palabras volvió a suspirar el ciego: logré que bebiera una copa de vino y más tranquilizado prosiguió:
Me hicieron la operación y no sufrí demasiado; luego, después de seis días de cama me dejaron salir a mi puesto con un vendaje que tenía que conservar hasta pasados el primer mes sin que me diera un solo momento la luz en los ojos. Iba yo entonces a las cuestas del Campo de Moro. Una mañana, señorito, era en el mes de mayo, cuando se disfruta mejor el olor de las flores desde aquellas ramblas en que yo estaba… una mañana…
Se detuvo de nuevo el tío Tomás; escuchó algunos instantes la respiración de su hijo que seco ya al calor de un abundante fuego se había dormido entre las piernas de su padre, y dando otro suspiro, mientras prosiguió en su faena el mozo que con un gancho volvía los buñuelos en el aceite, dijo así:
–Una mañana, según iba contando, sentí como nunca el olor de las flores que nacen en los reales jardines; estaba conmigo este hijo que ahora duerme y que apenas contaba cinco años. Me picaba en el pecho hacía ya quince días la ansiedad de que pasaran otros quince que según la consulta del médico faltaban aún para que yo pudiera ver, y ansioso por descubrir algo de lo que llegaba a mis oídos y a mi olfato, me levanté dejando dormido como en este momento a mi hijo; fui con el palo hasta la barbacana de enfrente, que según yo sabía debía dejar ver todos los jardines y todo el campo y cuando llegué me detuve un instante temblando como un azogado. Tenía muchísimo deseo de ver algo, pero tenía miedo también de que la prisa destruyera la curación; por último… solté el vendaje y vi. Vi, señorito, vi. Solo siendo ciego podría usted entender lo que ahora quiero decirle. Vi el sol, la luz, el agua de la fuente, los árboles, las flores, vi los hombres, las mujeres, los animales que cruzaban por debajo de aquel gran balcón. Lo vi todo señorito, y todo lo conocí sin preguntar nada; vi el cielo, supe lo que eran los colores y sentí una loca alegría que corría por todas las venas de mi cuerpo y creí, sin saber porque creía; y volví al cielo mis ojos y di gracias a Dios; pero en aquel instante como si Dios hubiera querido castigarme por tanta prisa, noté un ligero vahído y tuve que apoyarme para no caer, encerrando para siempre dentro del pecho, todo lo que había descubierto en aquel instante; la hermosura que había visto en el aire y en la tierra; el mundo magnífico que acababa de mirar. Así estaba reanudando mi vendaje cuando oí a mis pies una voz que conocía mucho; la voz de mi mujer, cuya belleza jamás había disfrutado. No pude contenerme; no pude resistir el afán de ver aquella mujer mía, aquella mujer a quien sin verla había querido tanto y a la que entonces pensaba ya en pagar todo lo que había hecho por mí; volví a llevar la mano a la venda, temblando más que la primera vez… y volví a descubrir mis ojos; al pronto me hizo daño la luz, pero poco a poco fijé la vista en los asientos que hay debajo de aquella baranda y vi… Vi a mi mujer, señorito, con la cabeza levantada al cielo, con una cara aún mucho más guapa que lo que yo pensaba; y en el mismo instante, confirmó el tío Tomás con voz entrecortada, vi a un hombre haciendo por arrojar una piedra en el cestillo en que mi mujer traía la comida; y luego cuando iba a llamar a Consuelo para que se volviera loca como yo de alegría, reparé, ¡vaya todo por Dios, señorito! reparé… que aquel hombre pasaba el brazo alrededor de la cintura de mi esposa. Di un grito y quise tirarme del otro lado de la baranda, pero un centinela me cogió por la chaqueta y caí dando con la frente contra la barbacana, cubiertos los ojos de polvo y de la sangre que salía a borbotones por mi herida.

IV

–¿Y luego, pregunté ansioso, y luego?
–Luego desperté en casa con el vendaje puesto. El médico dijo que se había desgraciado la cura, y quedé ciego, señorito; ciego otra vez, para toda la vida.
Entonces comprendí lo distintos que son la caridad y el cariño, lo mucho que pecan, señorito, los que guiados por un buen sentimiento, se obligan a lo que no saben si cumplirán.
No quise volver a ver a mi mujer que marchó a otro pueblo con aquel hombre para hallarse más tarde abandonada, con otro hijo que apenas puede sostener. Todos mis parientes murieron poco a poco; hoy solo me queda un primo que me deja un rincón donde dormir.

V

Calló el tío Tomás enjugando su última lágrima. El buñuelero volvió a meter en la masa sus brazos desnudos y el mozo distraído continuó meneando su gancho en el aceite para pescar sus ruidosos buñuelos.
Pagué la cuenta que ascendía a dos reales y medio y caminé pensativo a mi casa, resuelto a no deslumbrarme jamás con mi primer movimiento.
La noche se había serenado; algunas nueves pardas corrían aún por delante de la luna a ocultarse en el horizonte, y el viento sonaba a lo lejos como un concierto de brujas y espectros.
Dos días después conté a Luisa la historia del tío Tomás, y ella más exacta que la infiel esposa, no faltó hasta su muerte al propósito que hizo cuando conoció su vida de mandarle cada día algún alimento.
Su familia ha continuado la caridad de la malograda virgen, y hoy todavía llega una cena humilde a consolar al tío Tomás, cuando entre nueve y diez de la noche dice a los transeúntes de la calle santa Isabel, suspendiendo los preludios de su guitarra.
–¡Una limosna, nobles caballeros, por Santa Lucía bendita!

El Museo Universal, 29 de enero de 1860