Viejo precisamente… no. Pero
comparado con ella, sí; podía ser su padre. Esto bastaba para que los dos se
vieran separados por un abismo de tiempo; y lo mismo que ellos, la madre de
ella y el mundo, que los dejaba andar juntos y solos por teatros y paeos, sin
desconfianza ni sospecha de ningún género. Era él primo de la madre, y ésta
pensando en que, de chicos, habían sido algo novios, sacaba en consecuencia que
dejar a su hija confiada a aquel contemporáneo suyo no ofrecía ningún peligro,
ni podía dar que decir a la malicia.
Años y años vivieron así.
Si queréis figuraros como era él,
recordad a Sagasta, no como está ahora, naturalmente, sino como estaba allá,
por los días en que dijo que iba “a caer del lado de la libertad”… sin romperse
ningún peroné, por entonces. Tenía don Digo facciones más correctas que don
Práxedes, pero el mismo no sé qué de melancolía elegante, simpática. Tenía el
pelo negro todavía, con algo gris nada más en un bucle, sobre la sien derecha.
En aquel rizo disimulado había una singular tristeza graciosa, que armonizaba
misteriosamente con la mirada entre burlona y amorosa, algo cansada, y triste,
con resignación que dan la piedad y la experiencia. Vestía con gusto según la
elegancia propi9a de su edad.
Ella… era todo lo bonita que
ustedes quieran figurarse. Morena o rubia, no importa. Dulce, serena, de
humores equilibrados, eso sí.
Volvían del Retiro en una tarde
de Septiembre, al morir el día. Habían estado en una tertulia al aire libre,
rodeados, mientras ocupaban sillas del paseo, de una media docena de adoradores
que a Paquita no le faltaban nunca. Eran todos jóvenes de pocos años; muy
escogidos gomosos, como entonces se decía, de la más fina sociedad. No eran
Sénecas, ni habían asado la manteca. Uno a uno, aislados, no empalagaban. Todos
juntos, parecían esos ecos repetidos de la misma insustancialidad. Costaba
trabajo distinguirlos, a pesar de las diferencias físicas.
Paquita, al llegar a la Puerta de
Alcalá, se cogió del brazo de su inofensivo amigo, que venía un poco
preocupado, algo conmovido, pero no con pensamientos tristes.
–¿Pero ves, que he de estar
condenada a bebé perpetuo?
–¿Cómo bebés? Eduardo ya tiene lo
menos veinte años y Alfredo sus diez y nueve.
–¡Ya ves que gallos!
–¿Y para qué quieres tú gallos?
Callaron los dos. Demasiado sabía
don Diego que a Paquita no le gustaban los pocos años. De esto habían hablado
mil veces, con gran complacencia del muy socarrón amigo, y, como tutor
callejero de la niña.
Varios novios le había conocido
don Diego a Paquita; como que él era su confidente en casos tales. Por vanidad,
por curiosidad, por agradar a la madre, que quería relaciones que fueran formales
y procurasen un posición segura a la hija, admitía aquellos escarceos amorosos Paquita;
pero, en rigor nunca había estado todavía «lo que se llama enamorada». También esto lo sabía don Diego; y ella se lo
repetía a menudo, casi orgullosa de aquel modo de sentir suyo, y se lo decía
una vez y otra vez a su amigo y Mentor, como quien insiste en una obra de
caridad.
En tanto años de vida íntima, de
familiaridad constante, jamás de los labios de don Diego había salido una
palabra que pudiese tomar Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones.
En cambio su vida común estaba llena de elocuentísimos silencios; y en los
contactos indispensables en paseos, teatros, iglesias, bailes, etec., etc., ni
nunca había habido deshonestos ademanes, ni siquiera insinuaciones que la joven
hubiese podido llevar a mala parte, había habido por uno y otro lado no
confesada delicia.
Paquita se fijaba en que los
novios cambiaban y el amigo viejo
siempre era el mismo. Sin decírselo, los dos sabían que el otro pensaba esto; que era mucho más serio aquel contrato innominado
de su amistad extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la niña.
Otra cosa sabían los dos: que
Paquita estimaba en todo lo que valía la pulquérrima conducta de D. Diego, que
jamás, ni con disculpa del grandísimo deseo ni con disculpa de la insidiosa
ocasión, había sucumbido a las tentaciones que el íntimo y continuo trato le
hacía padecer. Jamás el más pequeño desmán… y eso que la frialdad y apatía ni
el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime. Él y
ella se acordaban de los besos que cuando Paquita era niña, niña del todo,
regalaba al buen señor, y aquello había concluido para no volver; y D. Diego había
sido el primero a renunciar, sin que mediaran explicaciones, es claro, a tamaña
regalía.
–¿Por qué has reñido con
Periquillo? – le preguntaba en una ocasión el viejo a la niña.
–Porque se empeñaba en que me
estuviera al balcón las horas muertas, viéndole pasear la calle, y yo no quise…
porque me aburría.
Y los dos reían a carcajadas,
pensando en aquel modo tan singular de querer a sus novios que tenía Paquita.
Aquella tarde, volvía muy
contento, para sus adentros, D. Diego, porque en la tertulia al aire libre, en
el Retiro, él había lucido su ingenio, con gran naturalidad y modestia, a costa
de aquellos pobres sietemesinos. Paquita le había admirado, echando chispas de
entusiasmo contenido por los ojos; bien lo había reparado él. Por eso volvía
tan satisfecho… y con una tentación diabólica, que mil veces había tenido, pero
a que siempre había resistido… y que ahora no creía poder resistir.
Llegaron al Prado y a Paquita se
le ocurrió sentarse allí otra vez. La tarde, ya cerca del oscurecer, estaba deliciosa;
y declaró la niña que le daba pena meterse en casa tan pronto, perder aquel
crepúsculo, aquella brisa tan dulce…
Se sentaron, muy solos, sin alma
viviente que reparase en ellos.
Hablaron con gran calor, muy
alegres los dos, sin saber por qué, los ojos en los ojos.
–¿En qué piensas?– preguntó
Paquita al ver de pronto ensimismado a D. Diego.
–Oye, Paca… ¿Quién es en el mundo
la persona, sin contar a tu madre, de tu mayor confianza?
–¿Quién ha de ser? Tú.
–Bueno, pues… – y D. Diego empezó
a decir unas cosas que dejaba atónita a la niña. Él habló mucho, con mucha
pasión y muchos circunloquios. Nosotros tenemos más prisa y menos reparos, y
tenemos que decirlo todo en pocas palabras.
Ello fue algo así: D. Diego
propuso que jugaran un juego que era una delicia, pero al cual solo podían
jugar dos personas de sexo diferente, si el juego había de tener gracia, y que
se fiaran en absoluto la una de la otra. Era menester que se diera mutua
palabra, seguro cada cual de que el otro la cumpliría, de no sacar ninguna
consecuencia práctica del juego aquel;
que por eso era juego. Consistía la cosa en confesarse mutuamente, sin
reserva de ningún género, lo que cada cual pensaba y sentía y había penado y
sentido acerca del otro; lo malo, por malo que fuere, lo bueno, por bueno que
fuera también. Y después, como si nada se hubieran dicho. No debía ofenderse
por lo desagradable, ni sacar partido de lo agradable.
Paquita estaba como la grana;
sentía calentura: había comprendido y sentido la profunda y maliciosa
voluptuosidad moral, es decir, inmoral, del juego que el viejo la proponía.
Había que decir todo, todo lo que se había pensado, a cualquier hora, en
cualquier parte, con motivo de aquel amigo; cuantas escenas la imaginación
había trazado haciéndole figurar a él como personaje…
Paquita, después de parecer de
púrpura, se quedó pálida, se puso en pie, quiso hablar y no pudo. Dos lágrimas
se le asomaron a los ojos. Y sin mirar a D. Diego, le volvió la espalda, y con
paso lento echó a andar, camino de su casa.
El viejo asustado, horrorizado
por lo que había hecho, siguió a la pobre amiga; pero sin osar emparejarse con
ella, detrás, como un criado.
No se atrevía a hablarle. Solo,
al llegar al portal de la casa de ella, osó él decir:
–Paquita, Paquita, ¿qué tienes?
Oye: ¿Qué tienes? ¿Yo, qué te he hecho? ¿Qué dirá mamá?...
Ella, sin contestarle, ni volver
la cabeza, la movió lentamente con signo negativo.
No, no hablaría: su madre no
sabría nada… Pero al llegar a la escalera echó a correr, subió como huyendo, llamó
a la puerta de su casa apresurada; y cuando abrieron desapareció, y cerró con
prisa, dejando fuera al mísero D. Diego.
El cual salió a la calle
aturdido, y avergonzado; y cuando vio a dos del orden en una esquina, sintió
tentaciones de decirles:
–Llévenme ustedes a la cárcel,
soy un criminal; mi delito es de los más feos, de esos cuya vista tienen que celebrarse a puerta
cerrada, por respeto al pudor, a la honestidad…
Leopoldo Alas Clarín.
Publicado en La Vida Literaria, nº 3. (Madrid) 21 de
enero de 1899