Se había dormido Felipe bajo la dulce impresión de una agradable noticia: la quiebra de un vecino suyo que le molestaba con el espectáculo de su felicidad y opulencia.
Sin saber como, se encontró conversando con el diablo, que le dijo familiarmente:
–Te concedo una gracia.
–¿Me das tiempo para reflexionar?—le preguntó Felipe.
–Sí – respondió el demonio; – Volveré dentro de un rato.
–¿Qué le pediré? – decía el envidioso cavilando. – Pedro tiene una mujer muy guapa y la quiere mucho… Pero no, que las mujeres envejecen y ya se cansará de ella. ¿El talento de Juan? Bien mirado, le sirve de poco. ¿El capital de D. Hipólito? Podía estar en víspera de una quiebra, como mi vecino; hay banqueros que concluyen pidiendo limosna. Dicen que el pobre que pide enfrente de mi casa ha sido rico, y se hubiera muerto de hambre a no tener la fortuna de ser ciego.
–¿Has reflexionado? –dijo el diablo, apareciendo de nuevo.
–Todavía no.
–Pues date prisa –repuso el espíritu maligno, y desapareció.
–Es el caso– siguió pensando Felipe– que la felicidad no estriba en las cosas grandes. Conozco muchas gentes dichosas: mi vecina tiene un gato negro que la sigue a todas partes y no le cambiaría por el talento de Juan ni el capital de D. Hipólito. Yo quisiera poseer ese gato…
Antolín canta con primor las malagueñas, y todos le obsequian y buscan: ¿por qué no he de pedir su arte? Pero ¡qué digo! ¿Y el dibujo de Goya que me enseñó Gómez ayer? Ese original haría feliz a cualquiera y luciría más en mi despacho que en el suyo… Todos tienen algo notable menos yo; hasta ese ciego de que me acordaba hace un instante, que inspira lástima a todo el mundo con aquellos ojazos saltones y blancos, ¡ya lo creo que inspira compasión! Su ceguera es un filón de perras grandes.
–¿Has decidido ya? – volvió a decir el diablo, reapareciendo otra vez.
–Espera… espera…
--Ni un instante más.
–Concédeme unos segundos.
–No.
–Pues entonces… dame la ceguera del que pide limosna enfrente de mi casa.
El diablo le abrasó los ojos con su aliento, y el envidioso despertó.
Se oía en la calle una voz que imploraba la caridad de los transeúntes. Era la del mendigo.
–¿Qué es esto? ¡Tengo vista! – decía Felipe restregándose los ojos. –¡Oh! el diablo me ha engañado.
Y se puso a mirar los ojos del ciego con envidia.
JOSÉ FERNANDEZ BREMON. El Alcance. 15 de junio de 1897
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