El tren expreso que va desde Hendaya a París había salido de la
estación, deslizándose lentamente sobre sus ruedas engrasadas.
En aquel departamento del coche iban dos hombres; un español y un
inglés. El primero envuelto en una rica manta de vistosos colorines;
amodorrado, soñoliento, procurando conciliar el sueño, bajo las alas de su
sombrero cordobés; el otro, inmóvil y grave dentro de su gabán de pieles, con
un rostro largo y seco que parecía grabado en boj. Cada cual ocupaba una
ventanilla, y el matrimonio y el clérigo francés que acababan de subir, se
sentaron del mismo lado, frente al español; el sacerdote se acomodó junto a
Eugenia. Era pequeñín, regordete y colorado, como Carmelo Recio, (el marido), y
tal vez escogió aquel sitio sin darse cuenta, obedeciendo inconscientemente a
un sentimiento innato de simetría.
El tren, en tanto, corría con rapidez vertiginosa, devorando kilómetros;
la máquina silbaba y resoplaba furiosa, vomitando chispas que iban a
extinguirse en las frías soledades de la noche; por las ventanillas del vagón
se veían desfilar árboles, casas, manchas obscuras de cerros lejanos, praderas
que parecían galopar hacia atrás engendrando al mortecino resplandor de la
luna, perspectivas metalescentes que variaban a cada instante, multiplicándose,
fundiéndose, corriendo unas en pos de otras, envueltas, perdidas, entre las columnas
jironadas de humo arrojadas por la feroz locomotora; y tras aquellas planicies
sobrevenían nuevas sombras enormes de cerros escarpados que avanzaban veloces,
cual si el genio maléfico del caos los arrojase desde el horizonte sobre el
tren; pero aquel choque horrísono que la vista fingía, no llegaba, y el tren
proseguía su marcha mugiendo, soplando, haciendo crujir el maderamen de los
vagones sacudidos con el insólito traqueteo de las ruedas que giraban
enloquecidas bajo el peso del coche.
A pesar de aquel sacudimiento rítmico y continuo que llamaba al sueño,
nadie dormía. Carmelo Recio miraba embelesado por el cristal de la ventanilla,
lo poco que alcanzaba a verse de las campiñas fugitivas; Eugenia y el cura, por
la posición que ocupaban, ni siquiera podían disfrutar de aquel divertimiento,
y estaban aburridos, sin saber que empleo dar a sus ojos; el inglés, con el
seco rostro encerrado entre dos patillas rubias, les miraba fijamente, con unos
ojos duros, insensibles al sueño… En cuanto al español, completamente
despabilado, miraba a Eugenia, admirándola…
Aquilatando la belleza de su frente pequeñina e inquieta, sus ojos
dulces de soñadora, su boquita risueña y zumbona, toda aquella feliz acopladura,
en fin, de rasgos, que tan picante expresión imprimían al rostro juvenil de la
muchacha; y su cutis, pálido, blanquísimo, que parecía traslúcido visto al
reflejo amarillento de la luz del coche, y entre los semblantes apopléticos de
Carmelo Recio y del clérigo francés, cuya redonda fisonomía se destacaba entre
la estolilla de su hábito y el respaldo del asiento, como un círculo rojo.
Y luego, admiraba la graciosa esbeltez del busto ceñido por un
abriguito de color gris, y la actitud indolente de las manos, cruzadas sobre la
falda; y descendiendo más aún, llegaba a los pies, pequeñines y coquetones,
digno sostén de tan adorable escultura; piececitos bullidores que debían de
tener fragancia propia, como las flores, y trascender a esencia refinada de
nardo o de claveles… y que le recordaron los de Itimad, aquella hermosa esclava
querida del rey moro Al-Motamid; la cual, habiendo visto como dos mujeres amasaban
barro con los pies para fabricar adobes, quiso imitarlas, y entonces el
enamorado rey árabe, no queriendo oponerse a tal capricho y procurando al mismo
tiempo conservar las bellezas de aquellos pies delicados que no estaban hechos
para tan ruin empleo, mandó preparar en uno de los patios del Alcázar de
Córdoba, un barro formado con pétalos de rosa, flores de almendro, mirra,
canela, almizcle y otras especies olorosas; y, cuando todo estuvo dispuesto y preparado
a su talante, llamó a Itimad y la dijo:
«Ya puedes descalzarte, para hacer adobes, mi amor»…
Mientras el viajero español esparcía su ánimo en aquellas poéticas
imaginaciones, Eugenia también le miraba, seducida por esa atracción que la
juventud y la belleza ejercen sobre los temperamentos impresionables: y sin apercibirse
del gravísimos delito moral en que incurría abandonándose en aquel examen, se
holgaba de encontrarle tan joven y tan guapo; únicamente creyó advertir al
pronto, un cierto desaliño en su indumentaria…; ¡pero, mire usted por donde la
gustaban a ella los hombres así, despreocupados!... Y continuando por la jabonosa
pendiente que recorría, se atrevía a compararle con su Carmelo…
siempre, y en el archivo de Simancas,
si no me engaño, pienso haber leído
que en el símil perdió siempre el marido…
La inocente Eugenia destrozaba al suyo comparándole con el gentil galán
desconocido, y un dolor secreto la torturaba. Nunca la pareció el desventurado
Carmelo Recio, tan pequeño, ni tan gordo, ni tan vulgarote, ni tan grasiento…
Ninguno de los circunstantes hablaba, malhumorados por el frío y el
cansancio de un viaje tan largo; Recio y su mujer, el cura y el español, iban
casi juntos, formando un grupo; en la otra ventanilla del coche iba el inglés,
solo, inalterable, mirándoles con esa insolencia mortificante de las figuras de
cera o de los cortos de vista.
De pronto, el joven experimentó un deseo violentísimo de besar a Eugenia;
pero en la boca, allí precisamente, en aquella boquirrita de labios finos, tan burlones
y tan húmedos. Tal vez en la generación de aquel antojo repentino influyese el
interés manifiesto con que la moza le miraba, o simplemente la luz del coche
que parpadeaba amenazando apagarse y ofreciéndole con ello ocasión excelente
para ejecutar su pecaminoso pensamiento.
El tren llegaba a Burdeos a las cinco de la madrugada, pero la
coyuntura tenía que presentarse antes, porque en aquella estación había cambio
de trenes. Aún faltaban más de dos horas… ¿resistiría la luz todo aquel tiempo
sin apagarse?... El joven levantó la cabeza desesperado, para mirarla; Eugenia
y el cura siguieron aquel movimiento cuyo significado entendían a medias, porque ya habían pensado en la
aburrida probabilidad de quedarse a oscuras; pero nadie habló y continuaron
como hasta allí, embozados en sus reflexiones.
Y pensando siempre el joven en el modo mejor de realizar impunemente su
propósito, se atrevió a sonreír a Eugenia aprovechando las distracciones de
Carmelo Recio a quien la fatiga iba adormilando; sonrisa provocativa y
elocuente digna de un Antístenes, que ella tuvo la osadía de recompensar con
una mirada.
Faltaban tres cuartos de hora para llegar a Burdeos, y el joven ya
tenía resulto el difícil problema de besar, sin peligros, a aquella mujer; pero
necesitaba estar a oscuras y la bendita luz resistía aún… El inglés continuaba
imperturbable, con el frío semblante encerrado en el paréntesis de sus patillas
rubias.
Los temblequeteos de la luz eran más prolongados cada vez y más
frecuentes: a ratos parecía extinguirse completamente, cuando el vagón
experimentaba una sacudida más violenta; pero luego renacía impertinente, testadura,
cobrando fuerzas de sus últimas gotas de aceite. Pasó otra media hora y la
feliz ocasión no se ofrecía: el tren iba sin retraso y llegaría a Burdeos a las
cinco en punto; solo faltaban ocho minutos… Un parpadeo más prolongado de la
luz, indicó que la llama había empezado a consumir el aceite de la mecha;
algunos momentos más y todo habría concluido… Pero, diríase que la locomotora
tuvo conciencia de lo que en aquel departamento de primera sucedía, según la
prisa que se daba en llegar.
De improviso, la luz se apagó… e instantáneamente resonaron el amoroso
crujir de un beso rápido, frenético, y el estallido de una bofetada terrible, relampagueante,
que sonó como una pedrada en un espejo…
Era que el joven, mientras besaba a Eugenia, levantó el brazo y
descargó su mano abierta sobre los abultados carrillos del clérigo francés, que
respondieron con ese chasquido característico de la carne mollar.
……………..
Habían llegado a Burdeos y bajaron al andén.
Carmelo Recio, que lo había oído todo y creía a Eugenia autora de la
bofetada, miraba a los tres hombres con ademán retador, no sabiendo con cuál de
ellos encararse; el cura, a pesar de la hinchazón que amenazaba la parte
ofendida, no osó quejarse acobardado por los feroces ademanes del marido, a quien
suponía autor de la agresión; el inglés les examinaba emocionado visiblemente
por la novedad de la aventura, pero sin comprenderla; Eugenia, turulata,
tampoco podía descifrar el enmarañado intríngulis de lo ocurrido…
Aquella escena duró un instante; los mozos de la estación iban y venían
llevando baúles y empujando a los viajeros, y cada cual se fue por su lado. Y
Carmelo Recio les vio alejarse, mientras él seguía a su mujer, furioso, cargado
con sus maletas, preguntándose:
–¿Cuál de ellos habrá sido? ¿Cuál de los tres?...
EDUARDO ZAMACOIS
Vida Galante nº 5. Barcelona, 4 de diciembre
de 1898