I
El doloroso camino de la vida, lo
habían recorrido juntos: se conocieron en un colegio de segunda enseñanza,
cursando el primer año de latinidad; disfrutaron de idénticas y menguadas
alegrías; riñeron briosamente contra las granujillas de los barrios vecinos en
las mismas pedreas; sufrieron hambres y golpes bajo la rígida férula del mismo
dómine; estudiaron en los mismos libros…
Juanito López tenía dos años menos
que su amigo; era pequeñín, moreno, nerviosísimo: un lindo mozo con mucha
gentileza en su persona y mucha expresión en la mirada; un temperamento de
artista meridional, impresionable y sensible como una balanza de precisión,
para quien las mejores sensaciones fueron siempre las últimas.
Francisco Sánchez era más
sanguíneo y menos nervioso que su compañero; fuerte, dueño de sí mismo,
mesurado en las acciones y en las palabras, con la cortés afabilidad, el
gracejo de buen tono y la sangre fría de un hombre de mundo.
A pesar de esta disparidad de
caracteres, nunca hubo entre Francisco y Juanito López el menor rozamiento: el
geniecillo inquieto y levantisco del uno encontraba freno durísimo en la
voluntad inflexible del otro, que fácilmente le humillaba y desbravaba; y, en
cambio, el carácter descuidado de Paco tenía en Juan un poderoso acicate para
discurrir y moverse.
II
Aunque en el transcurso de su vida
estudiantil fueron dos buenos muchachos que concedieron a los libros de textos
la atención necesaria para salir gallardamente de los exámenes, no por eso
despreciaron los mundanales regocijos y consumieron buena parte del dulcísimo presupuesto que sus padres les
tenían asignado, en orgías y amores fáciles.
Esta juventud disipada determinó
mayores diferencias entre los dos amigos, prestando realce y valimiento a los rasgos
primitivos y culminantes en sus respectivos caracteres. Juanito López se volvió
más inquieto, más alocado, conservando, a despecho del tiempo y del hastío que
producen los caprichos satisfechos y los deleites apurados, la irreflexión y volubilidad
infantiles de antaño; y Paco, por el contrario, tornóse más frío, declinando la
acometividad de su genio conforme su cuerpo envejecía.
Con todo esto y mucho más que se
omite, continuaban viéndose a todas horas, en envidiable paz y concordia, sin
que el tedio relajase los vínculos de su vieja y sabrosísima amistad. Siempre
andaban juntos: cuando los asuntos del día no ofrecían tema explotable para sus
conversaciones, se refugiaban en el pasado, evocando los recuerdos de su niñez,
las borrascosas aventuras de su juventud, los nombres de sus amigas… Y como ya
iban siendo vejetes, estos atavismos
de su memoria les producían inenarrable regocijo.
–¿Te acuerdas, Paco?...
–¡Vaya si lo recuerdo, Juanito!...
–¡Cuánto hemos cambiado!...
Y así continuaban, sin agotarse
nunca: una vez prendida la hebra, el pasado surgió ante sus ojos en maravilloso
espejismo, y los recuerdos acudían atropelladamente los unos a la zaga de los
otros, como los vagones de un tren en marcha.
III
Y andando de zoco en colodro,
saliendo de una tertulia para ir a otra, y siendo en todas partes atendido y
mimado, porque era guapo y rico y no tenía defecto por donde la negra
maledicencia pudiese tildarle y roerle los zancajos, llegó Juanito López a
topar con lo que vulgarmente se llama la
media naranja de cada quisque; y en cuanto la vio, la amó, con la desmedida
vehemencia que él ponía en todas sus aficiones.
Fermina era una muchacha guapa y
rica; elegante, con un trato amenísimo salpicado de gitanescas retrecherías,
que prestaban a su conversación singulares hechizos: bailaba a maravilla, era
la diosa del cotillón; tocaba el piano, cantaba canciones picarescas, y las
cantaba bien, subrayando las picardihuelas con intencionados mohines; había
viajado mucho, sabía francés…
Fermina estaba enamorada de
Francisco Sánchez; pero como Juanito López fue el que primero la requirió de amores,
y el galán no le parecía saco de paja, accedió a sus pretensiones, si bien con
la tibieza de la mujer que ve en el matrimonio aparejado, no la satisfacción de
un deseo largo tiempo represado, sino un buen negocio.
Mas en ninguna de estas
alambicadas psicologías del cariño pudo fijarse la voltaria imaginación de Juan
López, y, con gran sorpresa de Paco, la boda quedó inmediatamente concertada.
IV
Su empalagosa luna de miel, la pasaron Fermina y Juanito López viajando por
Italia y Suiza, y regresaron a España un año después, con un suizo chiquilín
que la joven había dado a luz en Ginebra.
Paco Sánchez acudió inmediatamente
a visitarles, y desde entonces la vida de los cuatro fue común. Pasaban los
meses: Juanito, saciada su fiebre amorosa de esposo novel, tornó a sus antiguas
disipaciones de soltero; Fermina, sin procurarlo, se aficionaba a Paco Sánchez,
pareciéndole un soñador melancólico e interesantísimo; y Paco la miraba con
ojos de mal refrenada codicia, encontrando que la maternidad había avalorado
los prístinos encantos de la joven; y tanto se extendió y afirmó esta pasión en
su pensamiento, que Fermina llegó a antojársele, no más dulce y sabrosa que la fruta
del ajeno cercado, que dijo el clásico, si no más apetitosa y más rica que
todas las frutas de entre trópicos y que la mismísima golosa manzana que perdió
a Eva y con ella a todo el humano linaje.
Lo cierto es que, insinuándose
Paco y cediendo ella, y facilitándoles Juanito López, con sus largas
escapatorias de calavera trasnochador, ocasiones a granel para verse despacio y
a solas, llegó el momento en que perdieron toda reserva y el crimen consolidó
la unión que el amor había comenzado.
V
No faltaron después un ojo avizor
que les sorprendiese y una lengua oficiosa que informara a Juanito López de las
liviandades de su mujer, dándole detalles precisos acerca del sitio y hora en
que ella y Paco Sánchez se reunían; la joven siempre iba a buscarle en coche y
vestida de negro; él la esperaba en el balcón, y en cuanto la veía llegar se
entraba, corriendo las persianas… Después, no era tan fácil ver como presumir
lo que dentro ocurría, pero con lo transcrito bastaba para que los celos del
ofendido esposo tocasen a somatén.
En poco estuvo que Juanito López, dejándose
llevar de su arrebato, renovase la tragedia del Moro de Venecia, yendo en busca
de Fermina y ahogándola entre sus manos; pero se detuvo, esperando sorprenderla
en flagrante delito de adulterio, para castigar a ambos delincuentes y sazonar
su venganza con algún refinamiento terrible.
Y todo sucedió conforme él lo hubo
previsto y meditado: apostado en sitio conveniente, vio llegar el coche de
alquiler en que iba su honor a rastras, y descender de él una mujer enlutada,
con el rostro disimulado por un espeso velo; y a Paco Sánchez que se retiraba
presuroso del balcón y entonaba las persianas…
Aún esperó algunos instantes,
dando tiempo a que la embriaguez de la entrevista alcanzase su periodo álgido,
y luego entró en el zaguán, y subió la escalera brincando y rugiendo como una
fiera. Cuando llegó al cuarto que buscaba, dio un formidable campanillazo, y
volvió a repicar una vez y otra, procurando derribar la puerta con sus puños.
Al fin esta se abrió, y apreció Paco Sánchez, muy pálido…
VI
Juanito se arrojó sobre él.
–¡Infame!... ¿Dónde está mi
mujer?...
–¡Tu mujer!... ¿Estás loco?...
Fue una escena violentísima, en la
cual Paco Sánchez agotó, inútilmente, los recursos de su imaginación: Juan no
se convencía.
–¡Qué imbécil eres! – exclamó Paco;
– te has calzado el coturno y es imposible entenderse contigo… Pues bien, sí,
estoy con una mujer… ¡Pero no es la tuya!...
–¡Mentira, yo la he visto entrar!
–¡Dale!... No es Fermina, idiota
del infierno; sí una señora decente a quien mi caballerosidad obliga a encubrir
y defender hasta perder la vida…
Y como López no se conformase con
aquella explicación, e hiciese ademán de sacar un arma, Sánchez le contuvo
diciendo:
–¿Tú reconocerías a Fermina
desnuda, aunque estuviese de espaldas?
Juanito López le miró estupefacto.
–¡Pues no la he de conocer!... –
exclamó.
–Entonces, espérame aquí un instante;
en obsequio a nuestra amistad, obligaré a esa mujer a que se presente delante
de ti y así podrás convencerte de tu error.
El acento firme y reposado con que
Paco Sánchez pronunció estas palabras coartó la voluntad de López, y se resignó
a esperar.
VII
Fermina, que se había enterado de
todo, temblaba como una calenturienta.
–Le has propuesto un disparate –
murmuró, – me va a reconocer…
Pero Sánchez, que a fuer de hombre
de mundo, sabía la influencia que la imaginación ejerce en ciertos temperamentos,
insistió:
–Date prisa, date prisa…
Después exclamó, levantando mucho
la voz:
Cuando Juanito López penetró en la
alcoba, vio envuelta en la mentirosa penumbra de la habitación, una mujer de
pie y enteramente desnuda; inmóvil, con la mano apoyada en la nuca, magnífica y
triunfante, como encarnación soberna del amor sensual. Al pronto la miró con ansiedad
rabiosa; luego dio un paso hacia atrás y se pasó las manos por la cara.
Paco Sánchez le observaba
sonriendo.
La expresión del semblante de López
había cambado, y contemplaba con enfermizo arrobamiento las turgencias de
aquellas carnes adorables… Después, un poco avergonzado, trabó a su amigo del
brazo y le arrastró fuera de la alcoba.
–Ahora era yo quien debía pedirte
una reparación– dijo Paco.
Hubo un momento de silencio elocuente.
Los dos se miraban…
–Confieso mi imprudencia – repuso
Juanito López suspirando y estrechándole las manos con efusión; – un momento de
arrebato, de locura… cualquiera la tiene. ¡Oh!... perdona; me había equivocado…
¡Mi mujer no es tan hermosa!....
EDUARDO
ZAMACOIS.
La Vida Galante, nº
1. Barcelona, 6 de noviembre de 1898.