Era inútil seguir engañándose a sí propio con el torpe fingimiento de una
felicidad y de un sosiego que no existían. Pepe Lázaro ya no amaba a Enriqueta,
no podía amarla por más tozudo empeño que en ello ponía, y dejó de quererla
pocos meses después de desposarla, como si la misa de su matrimonio que
empezaba, hubiera sido también la fúnebre misa de difuntos rezada por su cariño
y su juventud que concluían.
Y lo más extraordinario del caso era que Enriqueta, a pesar de su
intachable venustidad, donosura de entendimiento, gentileza, recato y otras
muchas cualidades que podían tasarse entre las virtudes femeniles de mejor ley,
no era una de tantas mujeres, sino una chiquilla admirable a quien sólo faltaba
el endemoniado encanto de lo prohibido.
¡Oh, ninguna mujer, ni aún las más gazmoñas, querrían casarse si
supiesen que legalizando su amor empequeñecen y deslucen su propio valimiento,
y que el pecado es el irresistible garabato de las amancebadas!...
Pepe Lázaro que había decidido ser buen esposo a todo evento, no
acertaba a comprender que se equivocaba de entero a entero, que no de medio a
medio, y que a Enriqueta no le faltaba ingenio ni belleza, sino eso, la orla
con que el crimen embellece la frente de las pecadoras, el hechizo mágico de lo
prohibido, que ha de buscarse fuera de casa.
Enriqueta no le inspiraba celos; con ella no sentía ese íntimo
rebrinqueteo de placer y de temor que precede a las citas clandestinas; placer
porque va a venir la mujer esperada y temor de que no venga; ni gustaba tampoco
ese goce secuela preciosa de una entrevista largo tiempo deseada, ni la inquietud
de la separación, que muerde y acicatea al amor, ni todos esos peligros con que
tienen que habérselas los amadores vagabundos que cazan en vedado… Mientras a
Enriqueta la veía a todas horas y con todo espacio, la sentaba en su propia
mesa, y la retozaba en su propio lecho… Aquel magnífico tálamo blando y tibio
en que los dos parecían dormir separados por el perfil macabro de una ilusión
amortajada.
***
De aquella evolución lamentable debió de apercibirse Enriqueta, que a
fuer de mujer enamorada estudiaba a su marido con prolijo afán; aunque su
candidez era mucha, no por eso dejó de maliciar las inquietudes adulterinas de
Pepe Lázaro, y al fin llegó a persuadirse de que el cariño de éste se batía en
retirada y de que no podría reconquistarlo sin algún novísimo sortilegio… Y
entonces y por primera vez advirtió, ruborizándose que a ella le faltaba eso…
esto tan despreciable y tan deleitoso, que no tiene ninguna mujer casada; y,
como a Pepe Lázaro le amaba ciegamente, no sintió la humillación de su desvió,
sólo vio la horrible posibilidad de perderle, y se dio a pensar en el medio de
rehabilitarse a sus ojos, aunque para ejecutar tan prodigioso milagro tuviese
que dejar de ser quien era y rebajarse a ser… una de tantas…
Era imposible deshacer lo hecho, pero desde luego podía remediar
algunos de los yerros pretéritos, como hábil cocinera que cata y sazona
nuevamente el plato que dejó soso y falto de aliño, y salpimentar la existencia
monótona del matrimonio con irregularidades y antojos que recordasen la vida
inquieta y bullidora de la mancebía.
Pepe Lázaro supo apreciar aquel delicado manejo y ambos, sin previo
acuerdo ni explicación, se aunaron en el mismo vehemente deseo y emprendieron
bravamente la difícil tarea de vivificar su felicidad agonizante; y entonces comenzó
una larga serie de bailes, de giras campestres, de viajes…
Más de un año duró aquella especie de carrera loca en pos de una
felicidad moribunda y fugitiva, y durante este tiempo el carácter de Enriqueta
cambió. Era más dicharachera, más libre de ademanes, más despreocupada, y sus
ojos cascabeleros solían iluminarse con chispazos de regocijo impúdico y
canallesco… Pero, en aquello no había que parar mientes, ya que se querían lo bastante,
por lo menos, para continuar esforzándose en quererse mucho.
***
Aquella dañina corriente crecía, crecía… y Enriqueta llegó a tener un
capricho extraordinario; hasta allí habían frecuentado lugares honestos y
comido en hoteles de rango; pero entonces la joven quería cenar en uno de esos
gabinetitos reservados que se estilan en los ventorros y colmados que frecuenta
y enriquece la gente jaranera. Aunque continuaba siendo virtuosa, empezaba a
cansarse de parecerlo; quería que los desconocidos la tomasen por querida de
Pepe Lázaro, por una mujer del mundo, por una de tantas… y conocer por sí misma
aquellos rinconcitos en lal qlue la viciosa juventud consuma sus orgiásticos
sacrificios.
–Pero, ¿te has vuelto loca, mosquita?... – exclamó él.
–¿Qué puede sucederme yendo contigo?
–Nada, claro es… pero eso de que nos crean…
–Mejor, ¿por qué no?... Así te parecerá que llevas de bracete a otra
mujer. Mas te advierto que quiero ir al sitio que más frecuentaste de soltero;
tal vez haya aún algún camarero que te conozca. ¿Saben que te has casado?
–No… creo que no…
–Pues, anda, compláceme; te lo ruego con toda mi alma.
Realmente, a Pepe Lázaro no le pareció descabellada la ocurrencia, también
le halagaba que le creyesen soltero y gozando ogaño como antaño de su libertad,
y tras algunos circunloquios y fingidos titubeos, se dejó llevar.
Mientras se dirigían al colmado favorito de Pepe Lázaro, ella se
aferraba nerviosamente al brazo de su marido, revelando un contento
extraordinario.
–¿Así habrás ido otras veces, calaverón?–decía.
–¡Vaya!
–¿Las quisiste mucho?
–¡Quién se acuerda!... Picardihuelas de estudiante…
Al Colmado entraron por el zaguán de la casa, abriendo una puertecilla
disimulada por una pesada cortina. El corazón de Enriqueta latía violentamente;
por aquella puerta y bajo aquel cortinón pasaban todos los galanes y todas las
heteras más en boga del Madrid trasnochador; en aquel mismo quicio envuelto en
una penumbra tentadora las habrían abrazado y besado, y ella entraba por allí
también, de noche, como una de tantas… Y Enriqueta se congratuló de llevar tan
bien puesta la careta del vicio. Después avanzaron por un corredor al que daban
varias puertas numeradas. Un camarero se les acercó diciendo:
–¡Caramba, don José! Tanto tiempo…
–Es cierto… Venga un cuarto.
–Aquí tiene usted el suyo, el número 3.
Era un gabinetito alfombrado, sin otro mobiliario que el indispensable;
una mesa y varias sillas, y en el fondo una anaclíntera debajo de un espejo con
marco negro: en la luna, surcada de rayas, se leían algunos nombres de mujer.
Enriqueta lo examinaba todo: la mesa, esas mesas de orgía en las que primero se
come y luego se baila; el espejo, aquellos nombres; Petra, Lola… Todas habían
estado allí, como ella, y se habían echado en aquella anaclíntera, testigo mudo
de tantos sacrificios venusiacos. Pero no, Enriqueta comprendía que la
semejanza entre ella y las otras no era perfecta: allí faltaba el amante, o
sobraba el marido…
Pepe Lázaro se había sentado junto a ella y la incitaba a comer y a
beber como el más solícito y engatusador de los amantes; y Enriqueta, con las
mejillas arreboladas por los vapores del jerez bebía sin tasa, queriendo ahogar
con vino los vacilantes residuos de su virtud. Él también trasegó más de lo
justo; y obedeciendo al mismo latigazo de deseo, fueron a sentarse sobre el
sofá sintiendo que delante de sus ojos empezaban a bailotear una comparsa de
luces verdosas. De pronto ella preguntó:
–Dime la verdad: ¿has tenido muchas queridas?
–Sí, muchas.
–¿Cuántas, diez?
–¡Más! – repuso él riendo.
–¿Treinta?
–Tal vez… una más o menos.
–¿Solteras todas?
–Y viudas y casadas.
–¡También casadas!... Es raro. ¿Por qué hacías eso? ¿No son todas las
mueres iguales?... Estas podrán ser más delgadas que otras, pero, ¿y qué?...
Dime, prescindiendo de las apariencias, en la intimidad, no somos todas
iguales?
–No. Hay entre ellas, entre vosotras, una diferencia enorme, la
novedad. Unas son nuevas, otras no…
–¿Y a mí, me quieres?
–Sí.
–¿Cómo a las otras?
–Sí; como a las otras… Me pareces otra… Y sus ideas se oscurecieron:
había bebido mucho y por rara casualidad tenía aquella noche lo que los
bebedores llaman, el vino triste.
Ella apuró un vaso del champagne que acababan de traer y agregó pensativa:
–¡La novedad!... Según esa razón que acabas de darme y que solo a
medias comprendo, esas mujeres que tienen tantos amantes, la buscarán también.
–Tal vez.
–¿No son todos los hombres iguales?...
–¡Qué sé yo!...
Enriqueta volvió a llenar su copa, pera esta vez no bebió y permaneció
inmóvil, contemplando el vino que brillaba como si fuese oro diluido en un
buche de agua. Aquella noche su marido la quería más, porque parecía otra… La
novedad fue la comezón hostigadora de los grandes aventureros y de las cortesanas
célebres; lo que emponzoñaba el corazón de Pepe Lázaro, lo que pierde a tantas
mujeres, lo que extravía y descarrila a tantos maridos…
En medio de su embriaguez, Enriqueta comprendió que a ella también,
para vivir feliz y ser una de tantas, necesitaba eso, cambiar… goce
refinadísimo que los casados fieles no conocen. Su marido, sin procurarlo, se
lo había demostrado. No, todos los hombres no deben de abrazar con la misma
fuerza, ni besar de igual modo… Y continuó mirando el fondo de su copa,
creyendo que allí iba a deletrear su porvenir, como María Antonieta lo leyó en
el fondo de una botella, y viendo cabrillear sobre la espumosa superficie del cristal
líquido, perfiles de rostros masculinos. Allí, en la novedad, estaba todo: el
olvido de las penas, la alegría de vivir, el amor de Pepe Lázaro también.
…........................................................................................
Y, por entonces, no pasó más; pero con aquellas torpezas y mutuos
desvíos quedaron escritos los prolegómenos de su pecado; que el adulterio es un
drama que casi siempre componen los casados en colaboración.
EDUARDO ZAMACOIS
Vida Galante
nº 3. Barcelona 20 de noviembre
de 1898.