domingo, 1 de febrero de 2015

ARRULLOS DE VIUDA (Alphonse Daudet)

Todo París se acuerda todavía del dolor de la princesa Sora cuando se quedó viuda.
La princesa se cortó el pelo, se encerró en sus habitaciones y no quiso ver a nadie.
Con su traje de luto y el cabello cortado, tenía el aspecto de una novicia, en su hotel convertido en convento.
Pasaba los días ante el retrato de su esposo y comía sola en su cuarto en una mesa en la que había poner dos cubiertos.
El bastón y el sombrero del príncipe seguían colocados en la antesala en su sitio de costumbre, como si el dueño, que había partido para siempre, hubiese acabado de regresar a su casa.
Y estos recuerdos avivaban la desesperación de la pobre mujer, y le hacían más penoso el vacío de la ausencia.
De todo aquel torbellino, de visitas, de bailes, de recepciones, que habían constituido su dicha, no había conservado más que una amiga, la baronesa de Ancelin, cantante de salón que unía a su hermosa voz la íntima amistad que la princesa le profesaba.
Transcurrieron así dos años, siendo siempre la viudez tan dolorosa y austera como antes.
El sobrino de la baronesa de Ancelín conoció cierto día a la princesa en casa de su tía, se enamoró de ella perdidamente y pensó en pedirle su mano.
A las primeras indicaciones que se le hicieron, la viuda no pudo ocultar su indignación.
Para ella el príncipe no había dejado de existir y aquellas insinuaciones le parecían una injuria y un atentado a su fidelidad.
En mucho tiempo la princesa no volvió a visitar a su amiga.
El galán, por su parte, abandonó el campo y trato de olvidar, pero al fin volvió a las andadas y dio a su tía tales muestras de amor y desesperación, que la señora Ancelín se apiadó de él y resolvió vencer los escrúpulos de la princesa.
Pero ¿cómo persuadir a aquella mujer que no razonaba y que solo vivía de sus recuerdos y de sus entusiasmos?
La baronesa supo que aquella pasión tan exclusiva debía sentir el aguijón de los celos, y trató de proporcionarse algunas cartas del príncipe, lo cual no le fue difícil puesto que de Sora había escrito muchas antes de su matrimonio, dedicadas a sus antiguas conquistas.
La señora Ancelin corrió a casa de la princesa, entró en aquella tumba silenciosa, en la que lloraba sin cesar, estatua viva, y le faltó tiempo para enseñar a la viuda varias páginas de una historia vulgar y sin fecha en forma de cartas.
No fue aquello un dolor, fue sino de derrumbamiento.
¡Pobre princesa! Los años de ventura, la viudez, todos se hundió de repente en el abismo del desprecio y de la ira.
No le quedó en el corazón más que el deseo de vengarse.
Hizo quitar de su cuarto el retrato del príncipe, de la mesa el cubierto y de la antesala el bastón y el sombrero de su marido.
Se dieron en el hotel de Sora fiestas, bailes y cenas, y la princesa volvió a recobrar su primitivo esplendor, vistiendo ricos trajes de diversos colores, como un cielo que se ve libre de las oscuridades de una prolongada noche.
Una tarde, al pasar por el invernadero, dijo al sobrino de la señora Ancelín que la seguía como una sombra.
–Seré su esposa cuando usted quiera. – Al poco tiempo estaban casados y eran felices; ella sin poder dominar una especie de ira, y él sorprendido de aquella pasión repentina y gozando de su ventura sin tratar de analizarla.
La baronesa, acostumbrada a las frases de sus novelas, decía con frecuencia a sus amigos.
–¡Ya ven ustedes a la princesa! Creían ustedes que lloraba y no hacía más que arrullar! Su viudez ha sido la de la tórtola.
Pasaron seis meses. Los recién casados estaban en el campo, en uno de los castillos de las cercanías de París, a donde fue un día a visitarles la señora Ancelín.
Al verles pasar tan satisfechos de su felicidad por los floridos senderos del jardín, la baronesa, que no veía más allá de sus narices, y que solo se ocupaba en el momento presente les dijo de pronto:
–¡Únicamente a mí debéis la ventura de que estáis disfrutando! Así pues, no me arrepiento de haber dicho una mentira.
La princesa hizo un movimiento brusco.
–¡Cómo! ¿Qué mentira?
–Sí, hija mía, ahora puedo ya decirlo todo. Ese pobre príncipe no era tan malo como yo le he pintado. Sus famosas cartas tenían cinco años de fecha, y cuando tu marido las escribió, no te conocía siquiera.
–¿Y habéis cometido esa infamia? – dijo la princesa, mirando a los dos con ojos de loca.
El difunto príncipe, cuyo nombre no llevaba ya su viuda, volvía a ocupar su puesto.
El marido lo vio bien a las claras en el ademán que hizo la princesa para alejarlo de su lado.
Sin que mediara explicación alguna, todo había terminado entre los dos.
La princesa se encerró en sus habitaciones, y presa de una terrible angustia que duró ocho días, se entregó a todos los remordimientos que la devoraban.
La pobre mujer se había casado sin amor y por venganza, y como el príncipe no había cometido la falta que se le había imputado, se consideraba criminal para con él, y estaba avergonzada de sí misma.
¡Qué piedad tan inmensa para aquel recuerdo tan brutalmente borrado y que volvía a presentarse con la misma intensidad que antes!
El sobrino de la baronesa, alejado en la seguridad de que nada era ya para su esposa, puesto que la antigua pasión había renacido con todas sus fuerzas destruyendo por completo la que él hubiera podido inspirar después.
La princesa le habló con frialdad, como a un extraño, y le perdonó, convenida de que no había sido cómplice en el engaño.
Al poco tiempo, cuando la señora Ancelín, presa de horribles remordimientos, lloraba junto a su amiga sin comprender el alcance de su falta, se inclinó la princesa hacia aquella alma ligera que había ido a revolotear en su recto camino y le dijo con voz harto débil para que la queja se asemejase a un reproche:
–¡Ya lo ves! ¡No arrullo!... sino que… me muero!
¡Era la pura verdad!

ALPHONSE DAUDET
(Diario de Pontevedra, 6 de septiembre de 1897)

El autor: Alphonse Daudet (Nimes, 13 de mayo de 1840 - París, 16 de diciembre de 1897) fue un célebre escritor francés, considerado junto a Maupassant y Chéjov, uno de los maestras del relato corto.