Todo París se acuerda todavía
del dolor de la princesa Sora cuando se quedó viuda.
La princesa se cortó el pelo, se
encerró en sus habitaciones y no quiso ver a nadie.
Con su traje de luto y el
cabello cortado, tenía el aspecto de una novicia, en su hotel convertido en
convento.
Pasaba los días ante el retrato
de su esposo y comía sola en su cuarto en una mesa en la que había poner dos
cubiertos.
El bastón y el sombrero del príncipe
seguían colocados en la antesala en su sitio de costumbre, como si el dueño,
que había partido para siempre, hubiese acabado de regresar a su casa.
Y estos recuerdos avivaban la desesperación
de la pobre mujer, y le hacían más penoso el vacío de la ausencia.
De todo aquel torbellino, de
visitas, de bailes, de recepciones, que habían constituido su dicha, no había
conservado más que una amiga, la baronesa de Ancelin, cantante de salón que
unía a su hermosa voz la íntima amistad que la princesa le profesaba.
Transcurrieron así dos años,
siendo siempre la viudez tan dolorosa y austera como antes.
El sobrino de la baronesa de
Ancelín conoció cierto día a la princesa en casa de su tía, se enamoró de ella
perdidamente y pensó en pedirle su mano.
A las primeras indicaciones que
se le hicieron, la viuda no pudo ocultar su indignación.
Para ella el príncipe no había
dejado de existir y aquellas insinuaciones le parecían una injuria y un
atentado a su fidelidad.
En mucho tiempo la princesa no
volvió a visitar a su amiga.
El galán, por su parte, abandonó
el campo y trato de olvidar, pero al fin volvió a las andadas y dio a su tía
tales muestras de amor y desesperación, que la señora Ancelín se apiadó de él y
resolvió vencer los escrúpulos de la princesa.
Pero ¿cómo persuadir a aquella
mujer que no razonaba y que solo vivía de sus recuerdos y de sus entusiasmos?
La baronesa supo que aquella pasión
tan exclusiva debía sentir el aguijón de los celos, y trató de proporcionarse
algunas cartas del príncipe, lo cual no le fue difícil puesto que de Sora había
escrito muchas antes de su matrimonio, dedicadas a sus antiguas conquistas.
La señora Ancelin corrió a casa
de la princesa, entró en aquella tumba silenciosa, en la que lloraba sin cesar,
estatua viva, y le faltó tiempo para enseñar a la viuda varias páginas de una historia
vulgar y sin fecha en forma de cartas.
No fue aquello un dolor, fue
sino de derrumbamiento.
¡Pobre princesa! Los años de
ventura, la viudez, todos se hundió de repente en el abismo del desprecio y de
la ira.
No le quedó en el corazón más
que el deseo de vengarse.
Hizo quitar de su cuarto el retrato
del príncipe, de la mesa el cubierto y de la antesala el bastón y el sombrero
de su marido.
Se dieron en el hotel de Sora
fiestas, bailes y cenas, y la princesa volvió a recobrar su primitivo
esplendor, vistiendo ricos trajes de diversos colores, como un cielo que se ve
libre de las oscuridades de una prolongada noche.
Una tarde, al pasar por el
invernadero, dijo al sobrino de la señora Ancelín que la seguía como una
sombra.
–Seré su esposa cuando usted
quiera. – Al poco tiempo estaban casados y eran felices; ella sin poder dominar
una especie de ira, y él sorprendido de aquella pasión repentina y gozando de
su ventura sin tratar de analizarla.
La baronesa, acostumbrada a las
frases de sus novelas, decía con frecuencia a sus amigos.
–¡Ya ven ustedes a la princesa! Creían
ustedes que lloraba y no hacía más que arrullar! Su viudez ha sido la de la
tórtola.
Pasaron seis meses. Los recién casados
estaban en el campo, en uno de los castillos de las cercanías de París, a donde
fue un día a visitarles la señora Ancelín.
Al verles pasar tan satisfechos
de su felicidad por los floridos senderos del jardín, la baronesa, que no veía
más allá de sus narices, y que solo se ocupaba en el momento presente les dijo
de pronto:
–¡Únicamente a mí debéis la
ventura de que estáis disfrutando! Así pues, no me arrepiento de haber dicho
una mentira.
La princesa hizo un movimiento
brusco.
–¡Cómo! ¿Qué mentira?
–Sí, hija mía, ahora puedo ya
decirlo todo. Ese pobre príncipe no era tan malo como yo le he pintado. Sus
famosas cartas tenían cinco años de fecha, y cuando tu marido las escribió, no
te conocía siquiera.
–¿Y habéis cometido esa infamia?
– dijo la princesa, mirando a los dos con ojos de loca.
El difunto príncipe, cuyo nombre
no llevaba ya su viuda, volvía a ocupar su puesto.
El marido lo vio bien a las
claras en el ademán que hizo la princesa para alejarlo de su lado.
Sin que mediara explicación
alguna, todo había terminado entre los dos.
La princesa se encerró en sus habitaciones,
y presa de una terrible angustia que duró ocho días, se entregó a todos los
remordimientos que la devoraban.
La pobre mujer se había casado
sin amor y por venganza, y como el príncipe no había cometido la falta que se
le había imputado, se consideraba criminal para con él, y estaba avergonzada de
sí misma.
¡Qué piedad tan inmensa para
aquel recuerdo tan brutalmente borrado y que volvía a presentarse con la misma
intensidad que antes!
El sobrino de la baronesa,
alejado en la seguridad de que nada era ya para su esposa, puesto que la antigua
pasión había renacido con todas sus fuerzas destruyendo por completo la que él
hubiera podido inspirar después.
La princesa le habló con frialdad,
como a un extraño, y le perdonó, convenida de que no había sido cómplice en el
engaño.
Al poco tiempo, cuando la señora
Ancelín, presa de horribles remordimientos, lloraba junto a su amiga sin
comprender el alcance de su falta, se inclinó la princesa hacia aquella alma
ligera que había ido a revolotear en su recto camino y le dijo con voz harto
débil para que la queja se asemejase a un reproche:
–¡Ya lo ves! ¡No arrullo!...
sino que… me muero!
¡Era la pura verdad!
ALPHONSE DAUDET
(Diario de Pontevedra,
6 de septiembre de 1897)
El autor: Alphonse Daudet (Nimes, 13 de mayo de 1840
- París, 16 de diciembre de 1897) fue un célebre escritor francés, considerado
junto a Maupassant y Chéjov, uno de los maestras del relato corto.