domingo, 8 de febrero de 2015

UNA VENGANZA (Adolfo Marsillach)

Junto al balcón, abierto de par en par, y sentada en un sillón maltratado por los horrores del tiempo, Susana, con la mirada fija en las sombras de la noche y en la monotonía ambiente, pensaba que pocas veces había sido víctima de un hastío tan profundo como el que en aquellos momentos la torturaba.
Más que hastío, lo que torturaba a Susana, sin que de ello se diera cuenta, era un marasmo del espíritu, una relajación de la voluntad, que vencida hacía tiempo por los cerrazones de la vida, se negaba a luchar, entregándose cobarde al enemigo.
Aquella noche, como en otros muchos momentos de su vida, había recordado las amarguras de su existencia, gris unas veces y negra otras y ese recuerdo había dejado en su ánimo un sedimento de pesar que, por no ser a tiempo combatido por una voluntad poderosa, había ido agrandándose, reproduciéndose en sí mismo, dominando a su víctima y acabando, al vencerla, por sumir su espíritu en un intenso letargo, que la  hubiera alarmado al no notar que en el fondo de aquella atonía moral conservaba el odio que desde mucho tiempo, y no sin motivo justificado, la inspiran los hombres, ya que todos cuantos había tratado, desde que su padre la abandonó en mitad del arroyo cuando ella aún no tenía seis años de edad, hasta el último hombre que la había besado en un e3pamo de lujuria; todos, quien más quien menos, en una u otra forma habían contribuido a amargar su existencia, a hundirla en el fango, a adormecerla en el cieno, y todos las habían burlado, atropellado, y escarnecido sin compasión, sin caridad, con saña implacable de fiera, de hombre…
Tantas infamias e injusticias de los hombres dejaron el alma de Susana sin otros sentimientos y energías que los necesarios para odiar y aborrecer, no solo a los que la habían ofendido, sino a todos en general, sin distinguir, sin comparar… Par ella lo mismo era el sabio que el tonto, el bueno que el malo, el rico que el pobre… En plata, Susana odiaba al hombre y hubiera querido para él todas las penas del mundo.
En sus ratos de murria, que eran muchos, el odio que de ordinario la inspiraban los hombres recrudecía en su alma enferma y pasaban por el cerebro de la desdichada ideas que a darse ella cuenta de la maldad que entrañaban, como de la imposibilidad de darles forma, la hubieran espantado y hecho sonreír a un tiempo. Ignorando la existencia de Marat, como este revolucionario hubiera querido ver en los hombres una sola cabeza para darse la satisfacción de cortarla. «¡Oh, si ella hubiese podido!» Pero no podía y deploraba tener que guardar en su pecho aquel rencor malsano, única manifestación de su espíritu.
Justamente aquella noche que se lamentaba del odio que ella atribuía a un profundo hastío, su odio hacia el hombre más que nunca la avasallaba y como nunca sufría los latigazos de la impotencia. Ser fuerte y poder vengarse de antiguas y recientes injusticias de los hombres, era el deseo tenaz, la aspiración única de Susana, y ahora que llevaba clavado el en el alma el aguijón de la venganza, y que oía la carcajada de la impotencia cuando más deseaba fuerza y poder, se entregaba a una silenciosa desesperación que enervaba las escasas energías que la quedaban para seguir luchando.
Se ahogaba. Se asomó al balcón y miró a la calle. Estaba esta silenciosa y triste, con sus tiendas cerradas y con la escasa luz de los faroles del alumbrado público que iluminaba de trecho en trecho algún lienzo de pared y algunas baldosas de la calle. Lo demás eran sombrases todo sombras, aridez y monotonía ambiente. Sin una nota de color y de vida, con sus casas altas y sucias, con un silencio que fatigaba cuando no lo profanaban las notas estridentes de un violín lejano, cuyo sonido llegaba a Susana como quejidos de un animal extraño, aquella calle parecía pertenecer a un pueblo abandonado, a una ciudad maldita, muerta.
Muerta, sí. Tal se la antojaba a Susana, y creía hallar en el aspecto de aquel pedazo de mundo, al parecer petrificado y muerto, cierta relación con su vida matizada de horrores. Ella también era un mundo pequeño y recién abandonado, árido y muerto. Y si no, ¿qué era ella?¿Qué era de su alma? ¿Acaso no la habían matado, asesinado los hombres? ¡Ay, sí! La habían matado… La habían dejado sin luz en el espíritu, sin amor en el corazón, sin calor en la sangre; nada… Vida árida, alma enferma, cuerpo muerto.
Las tristezas y negrura de la calle aumentaban las tristezas y negruras de su espíritu. Hubo un momento en que creó ver que la tierra, el cielo y el aire se habían teñido en sangre…
Las campanas de un reloj cercano anunciaron las doce la noche, y Susana se estremeció:
–¡Las doce! ¡Maldita hora! – dijo. – Sin embargo – añadió luego – es preciso salir a la calle… El hambre es el gran exigente; el primero entre todos los monstruos…
Y sin pensarlo más se puso un mantón sin gracia y sin coquetería, y salió del cuarto. Al llegar al umbral de la puerta de la escalera sus pies tropezaron en una cesta cuidadosamente arrinconada en uno de los ángulos del quicio de la puerta. Susana se agachó para ver lo que contenía y vio que en el fondo de ella había un niño recién nacido que dormía con los puños cerrados.
–¡Un niño! – exclamó Susana al verle.
Y haciendo con los hombros un movimiento de indiferencia, añadió:
–Creí que sería otra cosa.
Iba a marchar, y de momento, como si la presencia de aquella criatura abandonada hubiera evocado en Susana el recuerdo de su padre, abandonándola en el arroyo por ir con una mala mujer, y se hubiesen agolpado en su mente los lances mil de su negra historia, con la mirada fija en el pobre niño, dijo, casi marcando las palabras:
–Si llega a ser una niña, yo creo que la estrangulo; tengo la seguridad de que la mato. Porque no sufriera lo que yo he sufrido, y no se viera juguete y víctima de los hombres… ¡antes que esto!...
Y sin acabar la frase, con ademán trágico cerró los puños. Enmudecieron los labios, pero habló la acción.
Luego, y sin apartar la mirada del recién nacido, continuó:
–Pero es un niño, es decir, ¡un hombre! Pues bien; sí, que viva… ¡qué sufra!
Por primera vez en su vida había pasado por su pensamiento la idea de que los hombres también debían sufrir, y creyó que el mejor medio para vengarse de ellos era condenándolos a la pena de vivir. Y contento de su descubrimiento, cogió la cesta, arropó al niño y media hora después le dejaba en el torno de la Inclusa, gozando en la idea miserable de que estaba  perpetrando un crimen en venganza de grandes injusticias de los hombres…
ADOLFO MARSILLACH
(Diario de Pontevedra, 22 de diciembre de 1897)