Junto al balcón, abierto de par en
par, y sentada en un sillón maltratado por los horrores del tiempo, Susana, con
la mirada fija en las sombras de la noche y en la monotonía ambiente, pensaba
que pocas veces había sido víctima de un hastío tan profundo como el que en
aquellos momentos la torturaba.
Más que hastío, lo que torturaba a
Susana, sin que de ello se diera cuenta, era un marasmo del espíritu, una
relajación de la voluntad, que vencida hacía tiempo por los cerrazones de la vida,
se negaba a luchar, entregándose cobarde al enemigo.
Aquella noche, como en otros
muchos momentos de su vida, había recordado las amarguras de su existencia,
gris unas veces y negra otras y ese recuerdo había dejado en su ánimo un sedimento
de pesar que, por no ser a tiempo combatido por una voluntad poderosa, había
ido agrandándose, reproduciéndose en sí mismo, dominando a su víctima y
acabando, al vencerla, por sumir su espíritu en un intenso letargo, que la hubiera alarmado al no notar que en el fondo
de aquella atonía moral conservaba el odio que desde mucho tiempo, y no sin motivo
justificado, la inspiran los hombres, ya que todos cuantos había tratado, desde
que su padre la abandonó en mitad del arroyo cuando ella aún no tenía seis años
de edad, hasta el último hombre que la había besado en un e3pamo de lujuria;
todos, quien más quien menos, en una u otra forma habían contribuido a amargar
su existencia, a hundirla en el fango, a adormecerla en el cieno, y todos las
habían burlado, atropellado, y escarnecido sin compasión, sin caridad, con saña
implacable de fiera, de hombre…
Tantas infamias e injusticias de
los hombres dejaron el alma de Susana sin otros sentimientos y energías que los
necesarios para odiar y aborrecer, no solo a los que la habían ofendido, sino a
todos en general, sin distinguir, sin comparar… Par ella lo mismo era el sabio
que el tonto, el bueno que el malo, el rico que el pobre… En plata, Susana odiaba
al hombre y hubiera querido para él
todas las penas del mundo.
En sus ratos de murria, que eran
muchos, el odio que de ordinario la inspiraban los hombres recrudecía en su
alma enferma y pasaban por el cerebro de la desdichada ideas que a darse ella
cuenta de la maldad que entrañaban, como de la imposibilidad de darles forma,
la hubieran espantado y hecho sonreír a un tiempo. Ignorando la existencia de Marat,
como este revolucionario hubiera querido ver en los hombres una sola cabeza
para darse la satisfacción de cortarla. «¡Oh,
si ella hubiese podido!»
Pero no podía y deploraba tener que guardar en su pecho aquel rencor malsano,
única manifestación de su espíritu.
Justamente aquella noche que se lamentaba
del odio que ella atribuía a un profundo hastío, su odio hacia el hombre más
que nunca la avasallaba y como nunca sufría los latigazos de la impotencia. Ser
fuerte y poder vengarse de antiguas y recientes injusticias de los hombres, era
el deseo tenaz, la aspiración única de Susana, y ahora que llevaba clavado el
en el alma el aguijón de la venganza, y que oía la carcajada de la impotencia
cuando más deseaba fuerza y poder, se entregaba a una silenciosa desesperación
que enervaba las escasas energías que la quedaban para seguir luchando.
Se ahogaba. Se asomó al balcón y
miró a la calle. Estaba esta silenciosa y triste, con sus tiendas cerradas y
con la escasa luz de los faroles del alumbrado público que iluminaba de trecho
en trecho algún lienzo de pared y algunas baldosas de la calle. Lo demás eran sombrases
todo sombras, aridez y monotonía ambiente. Sin una nota de color y de vida, con
sus casas altas y sucias, con un silencio que fatigaba cuando no lo profanaban
las notas estridentes de un violín lejano, cuyo sonido llegaba a Susana como quejidos
de un animal extraño, aquella calle parecía pertenecer a un pueblo abandonado,
a una ciudad maldita, muerta.
Muerta, sí. Tal se la antojaba a Susana,
y creía hallar en el aspecto de aquel pedazo de mundo, al parecer petrificado y
muerto, cierta relación con su vida matizada de horrores. Ella también era un
mundo pequeño y recién abandonado, árido y muerto. Y si no, ¿qué era ella?¿Qué
era de su alma? ¿Acaso no la habían matado, asesinado los hombres? ¡Ay, sí! La habían
matado… La habían dejado sin luz en el espíritu, sin amor en el corazón, sin
calor en la sangre; nada… Vida árida, alma enferma, cuerpo muerto.
Las tristezas y negrura de la
calle aumentaban las tristezas y negruras de su espíritu. Hubo un momento en
que creó ver que la tierra, el cielo y el aire se habían teñido en sangre…
Las campanas de un reloj cercano anunciaron
las doce la noche, y Susana se estremeció:
–¡Las doce! ¡Maldita hora! – dijo.
– Sin embargo – añadió luego – es preciso salir a la calle… El hambre es el
gran exigente; el primero entre todos los monstruos…
Y sin pensarlo más se puso un
mantón sin gracia y sin coquetería, y salió del cuarto. Al llegar al umbral de
la puerta de la escalera sus pies tropezaron en una cesta cuidadosamente
arrinconada en uno de los ángulos del quicio de la puerta. Susana se agachó
para ver lo que contenía y vio que en el fondo de ella había un niño recién nacido
que dormía con los puños cerrados.
–¡Un niño! – exclamó Susana al
verle.
Y haciendo con los hombros un movimiento
de indiferencia, añadió:
–Creí que sería otra cosa.
Iba a marchar, y de momento, como
si la presencia de aquella criatura abandonada hubiera evocado en Susana el recuerdo
de su padre, abandonándola en el arroyo por ir con una mala mujer, y se
hubiesen agolpado en su mente los lances mil de su negra historia, con la mirada
fija en el pobre niño, dijo, casi marcando las palabras:
–Si llega a ser una niña, yo creo
que la estrangulo; tengo la seguridad de que la mato. Porque no sufriera lo que
yo he sufrido, y no se viera juguete y víctima de los hombres… ¡antes que
esto!...
Y sin acabar la frase, con ademán trágico
cerró los puños. Enmudecieron los labios, pero habló la acción.
Luego, y sin apartar la mirada del
recién nacido, continuó:
–Pero es un niño, es decir, ¡un
hombre! Pues bien; sí, que viva… ¡qué sufra!
Por primera vez en su vida había pasado
por su pensamiento la idea de que los hombres también debían sufrir, y creyó
que el mejor medio para vengarse de ellos era condenándolos a la pena de vivir.
Y contento de su descubrimiento, cogió la cesta, arropó al niño y media hora
después le dejaba en el torno de la Inclusa, gozando en la idea miserable de
que estaba perpetrando un crimen en venganza
de grandes injusticias de los hombres…
ADOLFO
MARSILLACH
(Diario
de Pontevedra, 22 de diciembre de 1897)