Josette, la hermosa rubia, vivía
con su madre en una casa antigua en la plaza de la aldea. A las horas de comer
vendían aceite, velas y legumbres y el resto del día confeccionaban vestidos.
Como todas sus compañeras, Josette
tenía un novio, hijo de un arrendatario, llamado Augusto, que tenía dos años
más que ella, y era moreno como un gitano, fuerte como un roble y muy trabajador,
amándose mucho, cosa que los parientes respectivos no veían con malos ojos
estas relaciones.
En inverno venía Augusto a pasar
la velada en casa de Josette y allí se sentaban juntos en un rincón del hogar
jugando a las cartas con la madre.
En verano Josette, acompañada de
aquélla, iban a la casa de campo situada a medio kilómetro de la aldea y
siempre Augusto las esperaba en el camino.
Desde que las veía echaba a correr
hacia ellas y cogiendo a Josette del brazo y saltando como dos gorriones, los
prometidos se dirigían hacia la hospitalaria casa situada en el valle rodeado
de árboles.
Allí bajo la parra y entre tanto
que en torno de la mugrienta mesa de madera, los viejos hablan de sus asuntos,
ellos creyéndose solos en el mundo, sueñan con la dicha de su próximo
matrimonio, sin hablar nada en tanto a través de la parra pasa la luz de la luna
trazando caprichosos dibujos en el suelo.
Los domingo comían juntos; en este
día se iban al extremo del prado, cerca de las legumbres y la alfalfa, a un
espacio de tierra que habían elegido y en que plantaron flores. Después daban
de comer a las aves y estos placeres le servían de entretenimiento, haciéndole
gozar de antemano con las delicias del hogar.
Pero las quintas echaron por tierra
todos sus proyectos.
Augusto tuvo que irse; fue enviado
muy lejos, primero a Marsella y luego a Bayona; pero como Augusto sabía
escribir, cada quince días enviaba una cartas escrita en los ratos de ocio
sobre una esquina de la cama en tanto los compañeros dormían o fumaban
charlando alto y bromeando.
Josette leía y releía estas
páginas manchadas de tierra y las llevaba consigo siempre encima del corazón.
¡Qué hermoso debía ser Augusto con
su uniforme! mucho más que el general que, según decía en sus cartas, era muy
gordo y muy viejo.
El primer año recibió el retrato
de su prometido. ¡Un retrato soberbio, Augusto tenía hasta bigotes!
Josette, cada vez más impaciente
por verle, escribió hasta cinco veces seguidas.
Pero estalló la guerra del Tonkin
y Augusto tuvo que irse.
Mucho trabajo costó convencerla de
que este país estaba cerca y se liba a él en unos grandes buques que llevaban mucha
más gente que la que había en la aldea; creyó perdida para siempre su felicidad; compró un vestido negro, vistióse
de luto y cuando al cabo de algún tiempo el cartero le trajo carta de Augusto
le causó la misma sorpresa que si viniera de la tumba.
Entonces concibió de nuevo esperanzas.
En aquellas le hablaba de los países de Oriente, de su vegetación, de las extrañas
costumbres, y de aquellas ciudades raras bañadas por la luz de un sol ardiente.
Si se batían con ardor, también se divertían y no olvidaban la aldea; su casita
y la pequeña tienda de Josette. Después de varias expediciones por aquel país
inculto y algunos combates de los que la relación interesaba mucho a los
paisanos, los soldados cantaban y reían paseando a través de los pueblos
vencidos al genio de Francia.
Josette, orgullosa de su
prometido, enseñaba a sus amigas las cartas que de él recibía.
Pero Augusto fue herido.
Las cartas cesaron y Josette no dejaba
de llorar. Muy pronto corrió la noticia de que se había declarado la paz ya enviaban
a Francia a los heridos. Era cierto.
Al cabo de dos semanas, una hermosa
mañana de Abril, desembarcó en Tolón y allí estuvo largo tiempo en el hospital militar.
Josette se desesperaba de no poder
unirse a él y traerlo a su país. Por último le dieron permiso por tres meses,
¡qué alegría en la aldea! Josette fue a esperarle y llevó la carreta de la finca,
adornada con ramajes y flores, de la que tiraba una mula gris cubierta de
cintas.
Augusto también guardaba una
sorpresa: llegó condecorado, en premio de una heroica acción por él realizada.
Al verse los enamorados se besaron
ante sus amigos llenos de emoción.
Más más tarde se casaron, poniendo
en un cuarto al lado de la corona de azahar de Josette, las medallas del
soldado, ganadas en defensa de la patria.
G. BEUAME
(Diario
de Pontevedra, 21 de diciembre de 1897).