Eran los dos, cada uno en su
circo, la great atraction de la
temporada; se comentaban sus muecas, se celebraban sus pantomimas y se copiaban
sus frases llenas de ironía sangrienta; ellos constituían en ambos circos todo
el programa; por verlos y aplaudirlos se llenaban sillas y palcos, entrada
general y galerías, y sus nombres que cubrían las anunciadoras, parecían desafiarse
con sus grandes letras multicolores.
La rivalidad había estallado
desde los primeros días, y los dos clowns se hacían una guerra sin tregua ni cuartel;
apenas uno presentaba un trabajo, el otro procuraba excederlo a fuerza de
ingenio y de valor; los trajes más ricos y caprichosos sólo duraban una noche,
eclipsados por otros más fastuosos y más raros. Así pasaron días y días, entre
esfuerzos titánicos que agotaron el ingenio de ambos clowns, que habían
presentado en los primeros días de temporada el trabajo de muchos años.
Un día los carteles del Circo de
Verano anunciaron una cosa inverosímil inaudita,
el clown Lorik, el sostén del Gran Circo, trabajaría con su rival Oluni; la
noticia era increíble, y el público, agolpado ante el inmenso cartel amarillo,
se resistía a creer lo que afirmaban las grandes letras encarnadas y negras.
¡Lorik se rendía y abandonaba su pista para trabajar con su eterno enemigo!
Entre los curiosos se cruzaban
apuestas, afirmaban algunos que en el cartel del Gran Circo seguía figurando el
nombre de Lorik; aquello era un canard,
un reclame de Oluni siempre dispuesto
a molestar a su adversario; se excitaban los ánimos, y los partidarios de ambos
clowns se insultaban, discutiendo con esa vehemencia que despierta en
Inglaterra todo lo que sea cuestión de apuestas; de pronto el partido de Lorik
parecía ceder. Acababa de llegar una noticia grave: sobre el cartelón azul del
Gran Circo habían fijado un pequeño aviso que decía sencillamente que «el clown Lorik se
hallaba indispuesto y no tomaría parte en la función de aquella noche.»
La noticia produjo el efecto de
una bomba, y bajo la lluvia que empezaba a caer del plomizo cielo, entre los resplandores
de las farolas que se encendían poco a poco, toda aquella gente fue dispersándose
lentamente, perdiéndose su confuso vocerío entre el ruido ensordecedor de los tranvías
y los coches que bajaban por Hulson Street.
***
En el Circo de Verano no cabía un
alfiler, como suele decirse; el público impaciente golpeaba en el entarimado
con los bastones, discutiéndose de grupo en grupo, en palcos y sillas, el succés du jour.
Bajo los focos de luz eléctrica
que inundaban la pista de blanca claridad, los mozos de fracs encarnados,
igualaban la arena con largos raseros, mientras que en las puertas de los
artistas brillaban las lentejuelas de los trajes de una troupe de saltadores
que se disponía a entrar a la pista.
El calor asfixiante, y la primera
parte del programa transcurrió sin que sonara un aplauso; el púbico no se
fijaba en los artistas, y un hombre que no tenía manos y escribía con los pies
y otro que no tenía pies y andaba con las manos, escribieron y anduvieron sin
que el público se dignase a mirarlos.
De pronto estalló una salva de aplausos:
un clown, esplendidamente vestido, acababa de salir por la ancha puerta que
cerraba el rojo cortinón de terciopelo. «¡Es
Lorik!! gritaron unos, ¡»«¡Es
Oluni que le imita!»,
decían otros, y entre tanto el clown se paseaba silencioso con las manos
metidas en los bolsillos de sus anchos calzones bordados de oro. Habló; era la
voz de Lorik, pero, sin embargo, era Oluni; el público lo comprendía así por la
ironía de sus frases contra su rival, y el monólogo fue interrumpido por los
aplausos que duraron largo rato.
Pero un rumor que crecía por
momentos distrajo la atención de los espectadores; por la puerta de artistas
salía otro clown, era Oluni, con su traje verde cubierto de pájaros de sedad de
mil colores; avanzó tranquilamente, con el puntiagudo sombrero inclinado sobre
la nuca, se contorneaba al andar y desde la entrada interpeló al «otro Oluni» con voz chillona: «¡Es Lorik – gritó el público
– han cambiado de traje y se imitan el uno al otro!»
Los dos clowns se acercaron;
Oluni hablaba en francés con voz ronca y el público comprendió que aquello no
estaba en el programa, que Oluni, al imitar a Lorik copiando su actitud y su
traje, no se figuraba que Lorik se presentaría en su mismo círculo imitándole a
él.
Ya el director de pista avanzaba
hacia los dos clowns sin comprender aquel diálogo, cuando los dos rivales se separaron;
Oluni, con voz ronca, desafiaba a Lorik, proponiéndole saltar un inmenso tonel
que ocupaba el centro de la pista; el publico asustado gritó: –¡No, no que se
van a matar! Pero ya era tarde; los dos clowns habían emprendido una serie de
saltos imposibles; sus trajes de mil colores se confundían, brillando los
bordados bajo los brillantes focos de luz.
De pronto sonó un grito, y uno de
los clowns, después de trepar por el borde del tonel, cayó sobre la arena; el
público invadió la pista, y mozos, artistas y espectadores rodearon el cuerpo
que estaba inmóvil, los brazos en cruz:
era Lorik, cubierto con el traje de Oluni.
Y mientras lo conducían a su
cuarto entre las aclamaciones y a pesar de los gritos, Oluni, apoyado en el
tonel, blanco como el papel del bermellón que cubría su rostro, ocultaba bajo
su espléndida chaqueta de raso, sus manos destrozadas al arrojar a Lorik sobre
el borde del tonel en uno de sus rápidos saltos.
Quedaba solo sobre la arena
salpicada de sangre, iluminado por los blancos resplandores de la luz
eléctrica.
ANTONIO GONZÁLEZ PINEDA
(Diario de Pontevedra, 9 de diciembre
de 1897)