I
Lloraba y reía frecuentemente, no
por ceder a impulsos de sus sentimientos, sino por distracción; aparentaba tal
indiferencia a las cosas de la vida, que no faltó quien por esto la juzgara
mala, sin serlo.
En semejantes condiciones sostenía
una lucha horrible entre el corazón y la cabeza.
Inclinándose a los dictados de
aquél, estaba expuesta a confundirse si por este se condenaba a sufrimiento
horrible.
Ante los ojos de los estaños la
virtud decaía por momentos; sin piedad la motejaban, pero siempre o casi
siempre lograba imponerse a sus calumniadores.
La Envida, no obstante, comenzaba
a corroer aquel cuerpo virgen, y hubo momento en que dudó de sí misma; ya
entonces suspiros y lágrimas eran su único consuelo. ¡El más grave problema de
la vida quedaba planteado!
La implacable Envidia acrecentaba
su influencia para luchar en las sombras contra el honor, pero… aquel espíritu
varonil se atrevió a desafiar a la maledicencia, y prestando su corazón a cuantos
quisieron verlo, consiguió que la virtud en peligro triunfara. No podía suceder
otra cosa. La providencia vela constantemente por las almas generosas.
¡Pobre niña! Diecisiete años… un amor
tiernísimo, verdadero, pero preñado de obstáculos, era todo su pecado. La hermosa
realidad resultaba un sueño cruel, horrible.
La rodeaban circunstancias extraordinariamente
increíbles. Inquietudes, delirios y hasta pesadumbres, constituían la aureola
augusta de su fantasía. Solo confiaba en el porvenir; tenía fe en que vendrían
tiempos más felices y entonces podría dar expansión a sus sentimientos.
Dedicábase por le presente a la soñadora de los recuerdos.
Trataba inútilmente de ocultar sufrimientos
y alegrías; goces y desdichas pasaban al arsenal de los recuerdos, sin haber
podido nunca disfrutar de las delicias que la expansión produce. La vida en estas
circunstancias no podía ser tan grata como tenía derecho a esperar una mujer de
diecisiete años.
La ilusión hacia el objeto amado
seguí fomentándose; la pasión crecía, crecía sin contemplaciones y ante síntomas
tan naturales, ¿qué tristeza se reflejaba en el rostro de aquel ángel!
II
Dudas, odios y demás flaquezas de
la vida, constituían la cadena de su martirio, lo único que no inspiraban eran
celos.
El rápido desarrollo de los
sucesos fue causa de que la Envidia cayera a los pies de Elena destrozada por
la Fe.
–¡Benditas mil veces las luchas de
amor! – exclamaba Elena.
Desconocía que las pasiones encendidas
al fango de un éxtasis purísimo y las luchas constantemente que sostenía su
alma enamorada, tenían que degenerar en un estado histérico, con extravío de la
razón.
Elena hacía gala de un
entendimiento privilegiado; era una especie de doctora; legía frecuentemente en
las hojas de su corazón, y la página más selecta, su favorita lección, se condensaba
en muy pocas palabras: en que el hombre por el cual sufría la había confiando
fe, honor y vida, y esto no lo dudaba.
Cuando parecían disiparse las sospechas
malévolas de la Envida, esta se interpuso de nuevo entre corazón y cabeza, y
echándola despiadadamente como un tigre a la víctima, trató de sepultarla.
¡Triste destino! La mentira y la
verdad comenzaron a confundirse, así como fuerza superior a la magia del arte.
Imposible vencer los insuperables
obstáculos que se presentaban, pues la vindicta pública no veía la sangre que hacía
y aplaudía entusiasmada, sin comprender que cometía un doble crimen.
No pudo más: sentidos sentimientos
y pasiones cedieron simultáneamente para que el histerismo se apoderara de
aquel débil cuerpo.
La lucha de nervios que tuvo necesidad
de sostener fue aparatosa. Nubláronse sus imágenes soñadoras y comenzó a reír y
llorar inconscientemente, llegando en su delirio hasta revelar secretos de su
corazón.
Despierta la hermosa enamorada, palideció
y se dio a temblar temerosa de que en el paroxismo de su dolor llegara su gran
fatalidad a desfigurar los excesos de su pasión, dando quizá la razón a la
Envidia.
W.
MASYURIBAUL.
(Diario
de Pontevedra, 17 de diciembre de 1897)
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