I
Cuando más tranquila estaba Pura
en su gabinete, entró precipitadamente la doncella diciendo: –Señorita, traen
esta carta para el señor y dicen que es muy urgente.
¡Para el señor una carta muy
urgente, y con letra de mujer! Purita se creyó revelada de la discreción
natural y del sagrado secreto de la correspondencia, y rompió el sobre,
esperando descubrir alguna infidelidad de su esposo.
Abrió la carta, la leyó
rápidamente, y su rostro se tiñó de intensa palidez.
¿Era cierto lo que leía? Brígida,
el ama de llaves del marqués, avisaba, toda atribulada, que acababan de encontrar
en el cuarto de baño el cadáver del marqués, que se había suicidado abriéndose
las venas.
Pura no supo qué hacer en los
primeros momentos; aquella noticia de la muerte de una persona tan querida, tan
unida a ellos por los vínculos de la amistad, vino a trastornarla por completo.
Repuesta un tanto, ordenó que se
avisara al Casino, donde seguramente se encontraría Pepe, su marido.
Entretanto se vistió
precipitadamente, ciñéndose un traje negro, que realzaba su belleza.
II
Cuando Pura y Pepe llegaron a casa
del marqués, ya los buenos oficios de Brígida habían hecho amortajar el
cadáver, y vestido de frac, colocarlo sobre la cama.
Pura permaneció con los ojos
llenos de lágrimas ante el cuerpo inanimado de aquel hombre, que con aquel
mismo traje tantas veces le había paseado por los salones, escuchando sus
galanterías y sus eternos asedios, dichos con tanto ingenio, que no daban
motivo para poder enojarse.
Allí estaba, correctamente vestido
aquél Líon de los salones, aquel
solterón empedernido, preocupación de todas las madres con hijas casaderas.
Allí estaba el cadáver de aquel
hombre, al que parecía sonreírle la vida, por su posición pecuniaria y social,
por su arrogante figura, por su fortuna con las damas.
Allí estaba aquel hombre, sin que
pudiera explicarse el origen de su extrema resolución.
III
Pura volvió a su casa con el
espíritu apenado, el alma contristada y los ojos preñados de lágrimas, y se
encerró en su alcoba, retirándose temprano a descansar.
No en balde ni tranquilamente se
pierde un amigo, un contertulio, un asiduo galanteador.
Para colmo de pesares, Pepe no
había querido prescindir aquella noche de su asistencia al Casino, de donde,
como siempre, volvería de madrugada.
Pura apagó la luz eléctrica y se
arrebujó en las ropas de la cama, procurando buscar en el sueño el descanso tan
necesario para su espíritu.
En vano intentó conciliar el sueño.
La imagen del marqués no podía apartarse de su imaginación.
Mal de su grado, allí en el fondo
de la oscuridad se destacaba el espectro del marqués correctamente vestido de
frac, con la inmovilidad del cadáver y con la persistente tenacidad de una
pesadilla.
Pura cerró los ojos, apretándolos
fuertemente. Pero al través de sus párpados vislumbraba la figura del marqués,
aun más fuerte, aún más cerca, aun mejor delineada.
Sintió un miedo terrible: quiso
gritar, y la voz se ahogó en su garganta; quiso sacar el brazo para encender la
luz y tocar el timbre, y el pavor entumeció sus miembros.
Y el espectro del marqués parecía
que caminaba hacia ella, que se aproximaba sin cesar. Parecía que intentaba una
vez más, formular en su oído alguna frase galante.
El cuerpo de Pura se sentía
agitado por un temblor nervioso, hijo de un miedo cerval.
Haciendo un esfuerzo recogió el
cuerpo y subió el tapado sobre su cabeza: inútil precaución. A través de las
ropas veía la imagen del cadáver acercarse y acercarse más, siguiendo un camino
que no terminaba nunca.
Pocos momentos después, sintió
Pura algo espantoso, algo que erizó los vellos de su piel, que le hizo sentir
las angustias de la muerte.
Las ropas de la cama, aquellas
ropas que quiso colocar como barrera infranqueable entre la visión y sus sentidos,
comenzaron a escurrirse de sus manos, a marcharse en dirección de los pies de
la cama, en la misma dirección del sitio donde aparecía el espectro.
Ella se aferró fuertemente a las
ropas y sintió el esfuerzo que en sentido contrario hacían, que la destapaba a
su pesar.
Era, sin duda, que el marqués no contento
con aparecérsele, quería llevar su atrevimiento quizá hasta destaparla, quizá
hasta juntar sus labios cárdenos con los de Pura temblorosos.
IV
Cuando el alma de Pura llegó al límite
del terror, se abrió la puerta del dormitorio y apareció Pepe con una luz en la
mano, a cuyos reflejos huyó la espantable visión y cesó aquella tirantez de la
ropa.
Purita contaba aún temblorosa a
sus espantos cuando Pepe la interrumpió diciendo:
–¿Pero mujer, tanto amor tienes a
este gato que hasta le haces dormir en nuestra alcoba?
Y acto seguido espantaba al
animalito que dormía tranquilamente en las ropas de la cama que arrastraban por
los pies.
Aquel animal, en su afán de subirse
a la cama, era el que gateando había producido el tirar de la ropa, que a Pura
le causaba tanto terror.
Lo demás había sido producto de
la imaginación, y de la triste impresión producida por la contemplación del cadáver
del marqués.
F.
SÁNCHEZ FANO
(Diario
de Pontevedra, 13 de diciembre de 1897)