Los músicos del café
No puedo contemplarlos un
instante, rascando el violín o golpeando el piano, sin sentirme lleno de piedad
profundísima.
A todos ellos me los figuro
Rossinis malogrados, maestros entorpecidos en el curso de su carrera armoniosa,
dulce, alada, como las notas que hacen de sus instrumentos. A todos me los imagino
destinados a superiores oficios que el de servir de reclamo de café a las
muchedumbres. Sin embargo, en días de fiesta, truenan en tales sitios como
soberanos del arte callejero; o más propiamente dicho, del arte sazonado con
bifteques y tostadas.
Yo no me he extrañado nunca de que
sus armonías huelen a grasa y sepan a azúcar.
La grasa y el azúcar son los
polos del gusto de la clase media, de esa clase honrada, trabajadora, sencilla,
algo vulgar si queréis, que solo de higos a brevas, esto es, de domingo a
domingo, puede darse la satisfacción de un espectáculo teatral o de un
concierto de café.
Pues para esa clase tocan, principalmente,
estos músicos, nacidos quizás a elevarse sobre las cimas etéreas de las sonatas
de Beethoven; pero concedednos a ejecutar cancioncillas de óperas fáciles,
aunque de efecto seguro.
Ignoro que demonios ponen en
aquellas cuerdas. Al primer tecleo de los dedos, a la primer restregadura del
arco, por mis nervios corren relámpagos de extraños bríos.
¿Ocurre lo mismo a todo el
auditorio?
Creo que sí. Veníos conmigo.
Entráis a primera hora de la
noche en un café donde se dan raciones de cualquier cosa, con música. ¡Qué
frío, qué triste está aquello!
Los mozos bostezan, medio
durmiéndose, sentados en una silla; en el aparador, el dueño o la dueña hace
que se entretiene, contando de nuevo los terrones de cristalizada remolacha en
cada platillo: sólo acaso, junto a las
mesas de los rincones, se dibuja un bulto, dos bultos, que se hablan callandito,
siseando, casi amedrentados, con aspecto de aves nocturnas.
De la cocina no sale la alegre
canturria de la carne que se fríe bajo una nube de oloroso humo.
Todo parece muerto. El café, que
breves horas después deslumbrará con sus luces, asordará con sus ruidos,
vibrará con su trajín de cenas, creyérase ahora un establecimiento arruinado,
no más moderno, risueño y confortable que horrido zaquizamí de ropavejero.
Mas, levanta la tapa de un
mueble a modo de arcón triangular; llega otro y desenfunda un armatostillo,
algo que tiene parecido con el ataúd de un niño; y aquél sentado y éste en pie
empiezan a desgranar cascadas notas.
Tranfórmase el café. Un preludio
ha bastado para que los mecheros de gas resuciten de su mortecina penumbra,
para que los camareros despierten, como sacudidos por un resorte, de su holganza
modorra; para que los espejos de las paredes relampagueen como lagos
incendiados; para que los vasos, las botellas, las vasijas de zinc, reluzcan
con cambiantes y vivos reflejos, como la capilla iluminada de un templo.
Una carcajada del piano, un
suspiro de violín, han sido las maravillas mágicas que han llenado el café de
gente.
Yo no se cabe.
En torno de las blancas mesas de
mármol se ven negros cordones de personas.
Es inútil buscar sitio ni
esperar turno. En todas las caras se observa la delicia de estar allí sentado.
Y los parroquianos beben y ríen, gritan y tocan palmas, y los camareros cruzan
aquí y allá, llevando y trayendo, presurosos, jadeantes, desesperados, renegando
de que al hombre no hubiera hecho Dios con más brazos. Y entre tanto el piano y
el violín, ya lentos y suaves como el cristalino hilillo de un manantial, y desbocados
y furiosos, como corceles de guerra en medio del combate, vierten sus armonías,
sonriendo, sollozando, cantando, rugiendo bajo las manos del pianista, entre
los brazos del violinista, al compás de la cucharilla que menea el café con
leche, y del cuchillo que despedaza una chuleta.
He aquí la virtud del arte; he aquí
el poder de los músicos de café.
Pasáis por la calle, aburridos, desorientados,
sin ganas de nada. No sabéis a donde ir, ni en que emplear un rato, ni bajo que
techo preservaros de las molestias de una noche de invierno.
Las tertulias os fastidian, el hogar
se os cae encima, los teatros cuestan caros y sujetan con el reglamento de sus funciones
a permanecer un tiempo dado embutido en incómoda butaca.
Pero una puerta se entreabre al
paso, y una oleada de acordes sonoros os envuelve, os engancha, os mete dentro.
La atmósfera del café os
calienta; el público del café es familiar y variado; el aspecto del café es
risueño y brillante; las mesas del café invitan a tomar agradables refrigerios
o suculentos confortativos; la música, en fin, del café es bonachona y franca,
locuaz y vibrante, y excita a que la escuchen como se escucha la charla sin
freno, naturalota y picante de la mujer del pueblo.
Cuatro o seis horas, con ligeros
descansos, están manteniendo los músicos de café el fuego sagrado de la parroquia.
Poco, muy poco ganan por estas sesiones artísticas. Según la categoría del establecimiento,
y en los de buen tono no se usan pianos ni violines, así es la categoría del
salario.
No es una canonjía, no.
Lo suficiente para no morirse de
hambre.
De noche, concierto en el café;
de día lecciones a domicilio.
¡Así se va pasando esta
miserable vida!
Sois muy estimables, camaradas, ¡oh,
músicos de café!
Me indigna que alguien, sin duda
alguna, critico pedante, haga un mohín de disgusto cuando os oye. Yo os encuentro
excelentes, admirables, dignos de mejor suerte. Yo comprendo vuestras
ambiciones ignoradas; adivino vuestras luchas en la sombra; presumo, lo que
haríais en otro escenario ante otro público, con otros instrumentos, comprendo
vuestros pesares y amarguras.
¡Qué sueños tan hermosos habréis
dejado atrás en vuestro camino, antes de subir al tabladillo de un café
cantante o «sonante».
Desempeñáis, aun ahí mismo, una
gran misión. Popularizáis la música.
El hogar madrileño encierra
pocas armonías.
La voz del interés, de la
miseria, del negocio, se deja oir más que el canto. El café «llena este vacío»:
el café donde se toca música es una escuela donde se educa el oído del pueblo.
¡Artistas de café! ¡Sois unos
compañeros modestos y útiles!
Pero alguno de vosotros sois
también una de las muchas víctimas del
arte.
¡Os admiro y compadezco!
¡Venga esa mano!
JOSÉ
DE SILES
(Diario
de Pontevedra 5 de mayo de 1897)
El autor: José de Siles.- Poco se conoce sobre la vida de este prolífico
cuentista y poeta, salvo que llevó una vida bohemia. Cultivó el artículo de
costumbres y también la crítica de arte en periódicos como La Época.
Recogió luego sus críticas en libros como Bellas Artes (Madrid, 1887) o El
cincel y la paleta. Notas de arte (1905). Como narrador se acogió a la
estética del Naturalismo en sus novelas La seductora (1887), Juana
Placer. Historia de un temperamento (1889) y La hija del fango (1893),
La estatua de nieve (1905). Reunió sus relatos cortos en libros como El
lobo y la oveja (1905) o La novia de Luzbel (1905) (Wikipedia)