I
Así podría titularse el hermoso
cuadro que el artista Luís Borja presentó en la Exposición de Bellas Artes,
celebrada en Madrid hace algunos años.
Representaba dicho cuadro una
calle de ciudad antigua, en cuyo fondo (el de la calle) se eleva una casa
viejísima y negruzca, con balcones de madera y rejas mohosas, junto a un
esquinazo de un edificio robusto, quizá un templo, rematado por dentada
pirámide gótica, que recortaba un trozo de cielo anubarrado. Abajo, hacia la izquierda,
dos figuras, de hombre y mujer, se destacan algo difusamente, él, medio
embozado en la española capa y ella asomando graciosamente su linda cara y algo
del busto por entre las hojas verdosas, que adornaban artísticos claros, de una
puerta carcomida en los bordes por la acción del tiempo, sobre la cual se veía
un cerco redondo y amarillento de puro gusto romántico, desdibujado sobre dos
bellos capiteles.
A la derecha (esta era la figura
principal del cuadro) una joven, vestida sencillamente con un traje oscuro,
envuelta la cabeza en la castiza mantilla, según subía el último peldaño de
piedra, gastado por el uso y la intemperie, de angosta escalera que desembocaba
en la calle, frente a la casa vetusta, clavaba sus ojos airados, negros y
hermosísimos en la al parecer enamorada pareja, que departía junto a la puerta claveteada
y carcomida.
Tenía la joven antedicha las
mejillas palidísimas, entreabiertos los labios, la frente henchida por una
arruga forzada entre las dos cejas negras como el azabache; las ventanas de su
nariz un poco aguileña se abrían aspirando ansiosas el aire; una de sus manos
pequeñas y redondas, oprimía con fuerza un pequeño abanico abierto, y con la
otra mano parecía arañar frenética el remate curvo y tosco del grueso y musgoso
pretil de la escalera.
La actitud de aquella mujer en la
que el artista pusiera admirables perfecciones de forma, era de una grande
energía, hermosamente fiera, soberbia, diabólica. Era una leona herida que ruge
amenazadora; era Juno celosa, conmoviendo el Olimpo con su ira formidable de
diosa soberana.
II
El autor del cuadro, Luis Borja,
según nos mostraba un bello boceto, se expresó de este modo ante varios amigos
que, en su estudio, citados por él, nos reuniéramos:
–Contemplad este boceto. ¿Qué es
lo saliente de ese rostro de mujer? Una expresión virginal de serafín en
éxtasis, ¿no es verdad? La frente es tersa y pura; de los ojos brota una mirada
castísima, mirada dulce y vaga de niña que se arroba siguiendo el vuelo de las
mariposas; la boca es una hechicera boca de ángel que sonríe ante el esplendor
de los cielos. Pues bien, ese rostro esbozado que veis, existe; es el de una
joven de dieciocho años la cual se prestó, no os diré cómo, a servirme de
modelo.
Al llegar a este punto de su
relación nos enseñó el artista un lienzo que a su alcance estaba arrollado sobre
un caballete, y apareció ante nuestra vista el rostro de la celosa del cuadro que con tanta justicia
era entonces alabado en la exposición.
–Comparad esas dos cabezas –
prosiguió diciendo Luis Borja, aproximando el uno al otro los lienzos que sus
dos manos sostenían extendidos.
¿Seriáis capaces de asegurar que
el rostro virginal y el otro de mujer que devoran los celos, pertenecen a una
misma persona?
Creo que ninguno de vosotros
afirmará tal cosa, y, sin embargo, y solemnemente os juro que del mismo modelo
están copiadas con fidelidad las dos cabezas.
Y, ahora, escuchad como se
verificó tan maravillosa transformación.
Acababa de abocetar el rostro
angelical de la modelo, cuando ésta, al tiempo en que prendiéndose la mantilla
se despedía de mí, se asomó, con ademán distraído y sonriendo de contenta, a la
ventana que está ahí, en el fondo del estudio, y, de pronto, su cara de virgen pura
y candorosa, se convirtió en rostro airado, terrible, hermosamente fiero, como
debió de ser el del ángel caído cuando fue arrojado de los cielos…
Asombrado, miré por otra ventana
siguiendo la dirección de los ojos de la joven, y vi a una graciosa muchacha y
a un arrogante mozo, conversando alegres en la acera de enfrente.
Sin preocuparme más de la escena,
encantado ante aquel rostro de virgen, transfigurada por la hoguera de una
pasión devoradora, que avivaba el hálito poderoso e infernal de los celos,
dibujé, rápido, líneas y contornos y me empapé, con toda mi alma, en los contrastes
de color y de expresión sobrehumana que ofrecía a la mirada mi virginal modelo,
de repente convertida en hermosísimo demonio.
Se fue de aquí la celosa como un
torbellino, ahogando en su garganta gritos de rabia, estallando en convulsivos sollozos…
Lo que luego sucediera en la calle
entre ella y los causantes de su mágica transformación, lo ignoro; pues lleno
mi espíritu con la imagen extraña de aquella mujer desesperada, la trasladé al lienzo
casi sin darme cuenta de ello.
Sonrió luego Luis Borja con cierta
amargura, indicador quizá de alguna pena de esas que roen implacable el alma, y
terminó su relato, diciendo con ardoroso entusiasmo de poseído:
–Hay en mi cuadro algo más que la
mujer enamorada que sorprende una infidelidad de su amante; hay en el cuadro estampada,
no sé ni sabré nunca de que modo, la revelación visible del fondo del ardiente
mar donde brotan las pasiones que llevan consigo el ansia espantosa de
destruir, hirviendo en oleadas de sangre… Creedme, amigos míos: cuando una obra
de arte, cualquiera que sea, asombra los sentidos y penetra en lo más secreto
del alma, es que el artista ha entrevisto el misterio profundo de lo sobrenatural…
Las mujer celosa de mi cuadro no posee solo la expresión, la actitud que originan
los celos; posee algo más que eso: la vida, el aliento, el color que esa misma
horrible pasión que, inspirando ideas de muerte, entenebrece el alma y la
precipita en la locura.
SILVERIO DE OCHOA
(Diario de Pontevedra, 19 de abril de 1897)