Colgado al cuello por una cadena
llevaba el escapulario de la Virgen del Carmen, que a tiempo de partir para la guerra
le diera su madre, y una bolsita de cuero que contenía un retrato pequeño de
mujer ¡Cuántas oraciones dedicó al escapulario y cuántos besos estampó en las
horas en que se encontraba solo a la imagen fotográfica. Tanto posó ésta en sus
labios, que la tinta fotográfica perdió su color brillante.
No es extraño: aquel retrato resumía
el gran anhelo del pobre mozo, era la imagen de su Maruja, la prometida esposa,
cuyo recuerdo le hacía redoblar el esfuerzo en las escaramuzas que a diario
sostenía en la maldita manigua sembrada de miasmas y de enemigos invisibles que traicioneros acechaban a los
españoles.
En una de aquellas luchas, Antonio
– se llamaba así nuestro protagonista – recibió un bala en el pecho y cayó
muerto, al parecer, en el campo de batalla, siendo recogido por los de su
guerrilla que le transportaron en una camilla improvisada con ramaje, al más
cercano hospital de sangre.
Allí lo dejaron en compañía de
otros infortunados.
El médico, al reconocerle, movió
tristemente la cabeza, y dijo a los sanitarios que le acompañaban:
–¡Nos dará poco que hacer!
Todo estaba en silencio: por una
de las ventanas del hospital se metía de
lleno la luz de la luna.
Antonio despertó de su letargo, se
refregó los ojos, miró en derredor suyo, y al recibir el olor fuerte del ácido
fénico y de las medicinas, adivinó lo ocurrido; quiso incorporarse y un grito
de dolor salió de su garganta; estaba herido; se llevó presuroso las manos al
pecho, y al palpar el vendaje, suspiró con tristeza; luego como si una idea
repentina cruzara por su mente, se llevó la mano al cuello y murmuró un ¡ay! de
alegría al palpar la cadena… ¡No le habían quitado su tesoro! ¡El retrato de
Maruja!
Se quedó un gran rato indeciso, sujetando
la bolsa de cuero con mano temblorosa... sentía una sed horrible, una angustia
sin nombre; aquello del pecho era la muerte que se había metido traidora de una
bala… Y al hacer esta reflexión se le llenaron los ojos de lágrimas, no por él,
sino por su viejecita del alma, y por aquella Maruja de sus amores; Ya no las
vería mas, no era posible, se moría… Y como loco, aterrado, volvió a mirar en
torno suyo. ¡Nada! Estaba solo, porque aquellos otros que ocupaban las camas
del hospital, o dormían un sueño reparador o acaso ese otro gran sueño de la
muerte.
¡No ver más a su Maruja!... ¡Oh!,
no! ¡Eso no!... Bueno que se muriera, pero no verla más… ¡Eso no!... ¡Y no la
vería!
Y con una energía febril se
incorporó en la cama, saltó de esta y se acercó a la ventana por donde la luna
metía un torrente de melancólica luz.
Y presuroso sacó Antonio de la
bolsita de cuero el retrato de su Maruja y posó sobre él sus labios de muerto…
A la mañana siguiente, cuando el
médico vio muerto al pie de la ventana al infeliz Antonio, que con mano crispada
tenía sujeto un retrato de mujer, dijo:
–¡Una página romántica de las muchísimas
que se escriben en un ejército en que cada hombre es un corazón!
ALEJANDRO
LARRUBIERA
(Diario
de Pontevedra, 22 de abril de 1897)
El autor: Alejandro Larrubiera
(Madrid 1869-Madrid 1935).- Periodista y escritor español. Escribió novelas que
retratan los ambientes burgueses y castizos madrileños: El
crimen de un avaro (1888), El pecado de Eva (1915) y Vida
fantástica (1917). También cultivó el sainete, como en Uno y repique
(1890) o Los chicos (1897), y el libreto de zarzuela, según vemos en Los
charros (1902).