domingo, 25 de enero de 2015

EL RETRATO DE MARUJA (Alejandro Larrubiera)

Colgado al cuello por una cadena llevaba el escapulario de la Virgen del Carmen, que a tiempo de partir para la guerra le diera su madre, y una bolsita de cuero que contenía un retrato pequeño de mujer ¡Cuántas oraciones dedicó al escapulario y cuántos besos estampó en las horas en que se encontraba solo a la imagen fotográfica. Tanto posó ésta en sus labios, que la tinta fotográfica perdió su color brillante.
No es extraño: aquel retrato resumía el gran anhelo del pobre mozo, era la imagen de su Maruja, la prometida esposa, cuyo recuerdo le hacía redoblar el esfuerzo en las escaramuzas que a diario sostenía en la maldita manigua sembrada de miasmas y de enemigos invisibles        que traicioneros acechaban a los españoles.
En una de aquellas luchas, Antonio – se llamaba así nuestro protagonista – recibió un bala en el pecho y cayó muerto, al parecer, en el campo de batalla, siendo recogido por los de su guerrilla que le transportaron en una camilla improvisada con ramaje, al más cercano hospital de sangre.
Allí lo dejaron en compañía de otros infortunados.
El médico, al reconocerle, movió tristemente la cabeza, y dijo a los sanitarios que le acompañaban:
–¡Nos dará poco que hacer!

Todo estaba en silencio: por una de las ventanas del hospital  se metía de lleno la luz de la luna.
Antonio despertó de su letargo, se refregó los ojos, miró en derredor suyo, y al recibir el olor fuerte del ácido fénico y de las medicinas, adivinó lo ocurrido; quiso incorporarse y un grito de dolor salió de su garganta; estaba herido; se llevó presuroso las manos al pecho, y al palpar el vendaje, suspiró con tristeza; luego como si una idea repentina cruzara por su mente, se llevó la mano al cuello y murmuró un ¡ay! de alegría al palpar la cadena… ¡No le habían quitado su tesoro! ¡El retrato de Maruja!
Se quedó un gran rato indeciso, sujetando la bolsa de cuero con mano temblorosa... sentía una sed horrible, una angustia sin nombre; aquello del pecho era la muerte que se había metido traidora de una bala… Y al hacer esta reflexión se le llenaron los ojos de lágrimas, no por él, sino por su viejecita del alma, y por aquella Maruja de sus amores; Ya no las vería mas, no era posible, se moría… Y como loco, aterrado, volvió a mirar en torno suyo. ¡Nada! Estaba solo, porque aquellos otros que ocupaban las camas del hospital, o dormían un sueño reparador o acaso ese otro gran sueño de la muerte.
¡No ver más a su Maruja!... ¡Oh!, no! ¡Eso no!... Bueno que se muriera, pero no verla más… ¡Eso no!... ¡Y no la vería!
Y con una energía febril se incorporó en la cama, saltó de esta y se acercó a la ventana por donde la luna metía un torrente de melancólica luz.
Y presuroso sacó Antonio de la bolsita de cuero el retrato de su Maruja y posó sobre él sus labios de muerto…

A la mañana siguiente, cuando el médico vio muerto al pie de la ventana al infeliz Antonio, que con mano crispada tenía sujeto un retrato de mujer, dijo:
–¡Una página romántica de las muchísimas que se escriben en un ejército en que cada hombre es un corazón!


ALEJANDRO LARRUBIERA
(Diario de Pontevedra, 22 de abril de 1897)

El autor: Alejandro Larrubiera (Madrid 1869-Madrid 1935).- Periodista y escritor español. Escribió novelas que retratan los ambientes burgueses y castizos madrileños: El crimen de un avaro (1888), El pecado de Eva (1915) y Vida fantástica (1917). También cultivó el sainete, como en Uno y repique (1890) o Los chicos (1897), y el libreto de zarzuela, según vemos en Los charros (1902).