La mariposa que alumbraba aquel
cuartito se iba extinguiendo y pavorosa negrura poblaba la estancia; Se hubiera
dicho que empezaba a notarse en ella el horroroso imperio de la muerte.
Delante de la cómoda había una
cunita en la que, con respiración fatigosa, agonizaba una niña rubita como las
candelas.
En torno de la niña estaban sus
padres, Carmen y Roberto. En las negras pestañas de ella, se columpiaban un
torrente de lágrimas, que iban resbalando suavemente por sus demacradas
mejillas como el rocío se desliza por los pétalos de una flor marchita.
En su corazón debía palpitar una
tragedia aterradora, y en su rostro se veían luchar denodadamente, la más santa
resignación con la desesperación más horrible.
El padre lloraba también,
silenciosamente, clavando sus ojos, desencajados por el dolor, en el pálido
rostro de Luisita; de aquella niña que constituía para él el más preciado
tesoro, por ser el primer fruto de su matrimonio con Carmen.
No había salvación para la pobre
niña; la ciencia se había declarado impotente para librarla de la sepultura, y
de un momento a otro su alma se separaría de su cuerpecito para volar a la
región de los justos.
En la calle silbaba el viento
mientras tanto con furia horrible, empezó a llover, y las gotas del agua iban a
estrellarse en las vidrieras del balcón
de aquel cuartito, con monótono y lúgubre sonido, como si la muerte llamara con
sus descarnados dedos para apoderarse de su presa.
¡Qué noche tan horrible! En la
calle la encarnizada lucha de los genios del mal, con los del bien; en la
estancia el silencio de la muerte, y en la cunita una niña que se muere, como
debe agonizar una tórtola en su nido.
Aquel cuartito, antes tan risueño,
nido de amores, se trocó en tumba de ilusiones; los dulces arrullos de Carmen se
convirtieron en ahogados sollozos.
De pronto se oyó un doble grito, bramó
el trueno y la luz se apagó. La niña había muerto.
El cielo estaba cubierto de fúnebres
crespones; el trueno retumbaba en lontananza, brillaba el relámpago, y contrastando
con cuadro tan lúgubre, una heroica mariposilla del color de la inocencia,
subía, subía, y se elevaba lentamente a las alturas: era el alma de Luisita.
JOSE
SÁNCHEZ GONZÁLEZ
(Diario
de Pontevedra, 28 de abril de 1897)