viernes, 30 de enero de 2015

MEMORIAS DE UNA ANCIANA (Marcel Prévost)

Para mi vida monótona y triste, el día de hoy figurará entre los más agitados, y esta agitación no me ha sido producida por otra cosa que por la visita de una antigua amiga que regresa a este rincón de provincia después de haber pasado treinta años en la capital de Francia.
Treinta años de felicidad que terminaron por una espantosa desgracia.
He aquí su historia, digna de ser conocida:
Fuimos discípulas en el mismo convento, hasta el momento en que, terminados nuestros estudios, salimos para ser presentadas en sociedad, suceso que consistía únicamente en participar una vaez por semana de las modestas reuniones que daban algunos altos funcionarios y personas acomodadas.
El éxito por mi obtenido fue mejor que el de Germana, y después de haber pasado 30 años, y ser, cual soy, una anciana y ella otra, puedo afirma sin que se atribuya a orgullo, que yo era más hermosa que ella y más rica: yo tenía 40.000 francos de dote, y ella 25.000.
Yo era alta, morena, con una cara bonita, y ella era rubia, fea; no poseía otro atractivo que una extraordinaria viveza.
Pero los hombres opinaron de nosotras de muy distinto modo: a mí me llamaban la bella señorita Onodier; pero no les merecía otra cosa que platónicas admiraciones, y le hacían la corte a Germana, corte muy halagüeña para ella.
De mi decían: “A la señorita Onodier le hace falta un príncipe encantando que la lleve a un palacio…” y tal vez tenían razón.
Desgraciadamente esta clase de príncipes, no vinieron nunca a nuestro país, lo cual dio por resultas el que me quedase para vestir imágenes, en tanto que Germana, que había desechado tres partidos, se casó a los 23 años con un contador de aduanas.
Poco tiempo después se marchó del pueblo. Ocurrió un cambio de Ministerio; y contando su marido con un amigo entre los ministros, fue, gracias a su influencia, trasladado a la Administración Central. Fueron felices y la suerte les fue propicia. El marido ascendió rápidamente y lo condecoraron. Germana era festejada en su nuevo estado como lo había sido de soltera; pero ella amaba a su marido y a sus hijos y nadie pudo señalarla con el dedo, fue una mujer honrada.
En tanto la pobre Elisa Onodier envejecía.
Cuando pienso en esos treinta años de mi vida, me parecen tan infinitos como un camino que se perdiera en el horizonte, sembrado todo de árboles iguales.
¿Qué hice en esos treinta años, Dios mío?
¿Cómo he podido soportar, sin morir de tedio, tantos días iguales?
¡Y sin embargo moriría si dijera que sufrí en mi soledad!
Al igual de todas las jóvenes que no se casan atravesé una crisis bastante dolorosa a los treinta años; conocí la fiebre matrimonial que agria el carácter y seca la belleza de la solteronas.
Pero después de pasada esa fiebre, una mañana me desperté vieja y resignada con mi suerte. Feliz por mi libertad, arreglé mis habituales tareas de modo que no me quedé un solo minuto desocupada. Estudié idiomas que no había de hablar con nadie, e hice planes de viajes que no había de realizar nunca. Hice todo el bien que pude, y creo que esto me ha valido contar con algunos amigos. Esta existencia es muy triste; pero, ¿vale más la actual de Germana?
Toda la felicidad de esta honrada e infeliz mujer, que parecía asentada sobre tan firmes bases, ha venido al suelo en dos años.
Su marido murió de un ataque de apoplejía. Su hijo, que era oficial en el ejército, pereció en la última expedición colonial. Le quedaba una hija viuda que tenía un niño; pues bien, madre e hijo le han sido arrebatados por la difteria hace quince días… Sola, con la mezquina pensión que el Estado concede a las viudas de sus servidores, ha regresado como el ciervo herido va a ocultarse en su escondrijo habitual.
Ha pasado el día conmigo y la he consolado lo mejor que he podido; pero un dolor tan acerbo es inconsolable y hasta es mejor no intentarlo, por temor de no aparecer una mismo insensible… hoy, sobre todo, que llegaron los restos mortales de aquellos a quienes tanto amó, y los hizo inhumar en el cementerio del pueblo, con objeto de ir diariamente a orar sobre su tumba… y esta será su vida en lo sucesivo: llorar entre los pinos y cipreses, hasta el momento en que ella a su vez vaya a unirse con los ausentes.
¡Y decir que a veces en mis años de soledad, cuando recibía una carta suya en la que me hablaba de su marido y sus hijas, sentía accesos de melancolía dolorosa y me quejaba de mi suerte! En la actualidad, las dos somos víctimas del mismo abandono y no podremos tener otro afecto que el mutuo… ¿No es mi suerte, en realidad, mejor que la de esa desgraciada herida cuatro veces en lo que más amaba?
¡Pero, como se engaña una a sí misma!
Escribo esto, y siento que se me llenan los ojos de lágrimas y lloro después de haber hablando con Germana, que me contaba la dichas de su hogar y recordaba a su nieto hermoso como un ángel, que le tendía sus bracitos en la agonía… Sí, ella ha sufrido y sufre muchísimo, pero ha amado y ha sido esposa y madre… y sin embargo, sí, a pesar de todo, estoy celosa de sus tumbas, sobre las que tiene derecho a llorar.

MARCEL PREVOST.
(Diario de Pontevedra, 7 de julio de 1897)

El autor: Eugène Marcel Prévost (1 de mayo de 1862 - 8 de abril de 1941) fue un novelista y dramaturgo francés nacido en París, y fallecido en Vianne. Fue electo miembro de la Academia Francesa (Fuente: Wikipedia)