Para mi vida monótona y triste,
el día de hoy figurará entre los más agitados, y esta agitación no me ha sido
producida por otra cosa que por la visita de una antigua amiga que regresa a
este rincón de provincia después de haber pasado treinta años en la capital de
Francia.
Treinta años de felicidad que
terminaron por una espantosa desgracia.
He aquí su historia, digna de
ser conocida:
Fuimos discípulas en el mismo
convento, hasta el momento en que, terminados nuestros estudios, salimos para
ser presentadas en sociedad, suceso que consistía únicamente en participar una
vaez por semana de las modestas reuniones que daban algunos altos funcionarios y
personas acomodadas.
El éxito por mi obtenido fue
mejor que el de Germana, y después de haber pasado 30 años, y ser, cual soy,
una anciana y ella otra, puedo afirma sin que se atribuya a orgullo, que yo era
más hermosa que ella y más rica: yo tenía 40.000 francos de dote, y ella 25.000.
Yo era alta, morena, con una
cara bonita, y ella era rubia, fea; no poseía otro atractivo que una
extraordinaria viveza.
Pero los hombres opinaron de
nosotras de muy distinto modo: a mí me llamaban la bella señorita Onodier; pero
no les merecía otra cosa que platónicas admiraciones, y le hacían la corte a
Germana, corte muy halagüeña para ella.
De mi decían: “A la señorita Onodier
le hace falta un príncipe encantando que la lleve a un palacio…” y tal vez
tenían razón.
Desgraciadamente esta clase de príncipes,
no vinieron nunca a nuestro país, lo cual dio por resultas el que me quedase
para vestir imágenes, en tanto que Germana, que había desechado tres partidos,
se casó a los 23 años con un contador de aduanas.
Poco tiempo después se marchó
del pueblo. Ocurrió un cambio de Ministerio; y contando su marido con un amigo
entre los ministros, fue, gracias a su influencia, trasladado a la Administración
Central. Fueron felices y la suerte les fue propicia. El marido ascendió rápidamente
y lo condecoraron. Germana era festejada en su nuevo estado como lo había sido
de soltera; pero ella amaba a su marido y a sus hijos y nadie pudo señalarla
con el dedo, fue una mujer honrada.
En tanto la pobre Elisa Onodier
envejecía.
Cuando pienso en esos treinta
años de mi vida, me parecen tan infinitos como un camino que se perdiera en el horizonte,
sembrado todo de árboles iguales.
¿Qué hice en esos treinta años,
Dios mío?
¿Cómo he podido soportar, sin
morir de tedio, tantos días iguales?
¡Y sin embargo moriría si dijera
que sufrí en mi soledad!
Al igual de todas las jóvenes que
no se casan atravesé una crisis bastante dolorosa a los treinta años; conocí la
fiebre matrimonial que agria el carácter y seca la belleza de la solteronas.
Pero después de pasada esa fiebre,
una mañana me desperté vieja y resignada con mi suerte. Feliz por mi libertad,
arreglé mis habituales tareas de modo que no me quedé un solo minuto
desocupada. Estudié idiomas que no había de hablar con nadie, e hice planes de
viajes que no había de realizar nunca. Hice todo el bien que pude, y creo que
esto me ha valido contar con algunos amigos. Esta existencia es muy triste;
pero, ¿vale más la actual de Germana?
Toda la felicidad de esta
honrada e infeliz mujer, que parecía asentada sobre tan firmes bases, ha venido
al suelo en dos años.
Su marido murió de un ataque de
apoplejía. Su hijo, que era oficial en el ejército, pereció en la última expedición
colonial. Le quedaba una hija viuda que tenía un niño; pues bien, madre e hijo
le han sido arrebatados por la difteria hace quince días… Sola, con la mezquina
pensión que el Estado concede a las viudas de sus servidores, ha regresado como
el ciervo herido va a ocultarse en su escondrijo habitual.
Ha pasado el día conmigo y la he
consolado lo mejor que he podido; pero un dolor tan acerbo es inconsolable y
hasta es mejor no intentarlo, por temor de no aparecer una mismo insensible…
hoy, sobre todo, que llegaron los restos mortales de aquellos a quienes tanto
amó, y los hizo inhumar en el cementerio del pueblo, con objeto de ir
diariamente a orar sobre su tumba… y esta será su vida en lo sucesivo: llorar
entre los pinos y cipreses, hasta el momento en que ella a su vez vaya a unirse
con los ausentes.
¡Y decir que a veces en mis años
de soledad, cuando recibía una carta suya en la que me hablaba de su marido y
sus hijas, sentía accesos de melancolía dolorosa y me quejaba de mi suerte! En
la actualidad, las dos somos víctimas del mismo abandono y no podremos tener
otro afecto que el mutuo… ¿No es mi suerte, en realidad, mejor que la de esa desgraciada
herida cuatro veces en lo que más amaba?
¡Pero, como se engaña una a sí
misma!
Escribo esto, y siento que se me
llenan los ojos de lágrimas y lloro después de haber hablando con Germana, que
me contaba la dichas de su hogar y recordaba a su nieto hermoso como un ángel,
que le tendía sus bracitos en la agonía… Sí, ella ha sufrido y sufre muchísimo,
pero ha amado y ha sido esposa y madre… y sin embargo, sí, a pesar de todo,
estoy celosa de sus tumbas, sobre las que tiene derecho a llorar.
MARCEL
PREVOST.
(Diario
de Pontevedra, 7 de julio de 1897)
El autor: Eugène Marcel
Prévost (1 de mayo de 1862 - 8 de abril de 1941) fue un novelista y
dramaturgo francés nacido en París, y fallecido en Vianne. Fue electo miembro
de la Academia Francesa (Fuente: Wikipedia)