Tengo por indudable que
recordáis a Rebosillo, poeta famoso cuyos versos fueron tan populares como sus
extravagancias.
Vivía en penuria tan grande, que
una vez, hambriento, desesperado, resolvió matarse.
Mientras discurría el medio de
realizar su propósito se le entró por las puertas del cuchitril que habitaba
una herencia de regular cuantía, que le hizo olvidar aquella terrible decisión
reconciliándole con la vida.
Consistía la herencia en una hermosa
quinta con pujos de palacio, ricamente decorada, gran jardín en torno y huerta
vecina bien cuidada y muy fértil.
El poeta se instaló en su quinta
pensando en vivir del producto de la huerta, en tal paraje delicioso, entre
flores y fuentes, compañero de tan amable naturaleza.
Al principio todo fue dicha y
contento. Le parecía una gloria aquel rincón de la tierra.
Recorría la margen de la ancha
acequia que regaba su campo; se sentaba al pie de los frutales copudos; corría
por las sendas de los trigales gozando con que las espigas le azotasen la cara.
Otras veces se internaba en el
pinar sombrío, misterioso, lleno de los murmullos del aire y del aroma de los
pinos.
Oh, cuánto se acordaba de Lina,
la morenucha de su alma, su amor romántico de otros días.
Allí estaba el bosque invitando
a citas con luna filtrada.
Pasó mucho tiempo soñando con
amores extraordinarios y escogiendo parajes adecuados y amenos.
Cuando se dio cuenta de lo inútil
que era aquel escondrijo delicioso sin amada que esconder, se marchó a la
ciudad en busca de Lina; pero Lina se había casado prosaicamente, cansada de
esperarle.
Volvió al campo dispuesto a
cantar en versos cadenciosos aquella amargura inesperada.
Cuando hubo desahogado su
corazón, después de largo encierro, salió una tarde al jardín buscando aire
puro y encontró segadas las flores, rota la empalizada, mermado el pinar.
En los árboles de la huerta no
había frutos y la ancha acequia venía sin caudal, sangrada por los campos
vecinos.
Hasta le pareció al Rebosillo
que su campo había disminuido en extensión algunos metros. Las sendas
limitadoras de su propiedad no estaban, como antes, bordeadas de hierbecillas silvestres
ni muy apisonadas por el tránsito.
Sospechó que los pinos se habían
convertido en tablas y leña; que los huertos colindantes le robaban cada día, a
golpe de azada, un palmo de terreno que su propio colono le hurtaba los frutos
y vendía las flores.
Por todo remedio despidió a su
colono; y antes que buscar otro que le cultivara la huerta y le cuidase el
jardín, s dio a soñar con un servidor perfecto, bajo cuyos cuidados estuviese
en seguro su propiedad y diese nuevo y más abundante producto sus tierras y crecieran
nuevas frutas.
Daría gozo contemplar aquel
suelo fértil sudando riqueza; entonces compraría los campos de entorno, y luego
los de allende la acequia, y más tarde los otros, hasta llegar al cerro de enfrente,
cuya pelada cumbre de roca viva le serviría de asiento para otear el valle…
Llenaría el jardín de estatuas y
de fuentes.
Y a la fin del bosque de pinos construiría
una gruta con peñas del cerro, gigantesca y profunda, lugar encantado lleno de
sorpresas, luces y maravillas.
Después un estanque inmenso, que
pareciese un lago, con su islote en el centro, y kiosco y jardines en el
islote.
Pasó tan largo tiempo en estas imaginaciones,
que un día en que volvió a la realidad encontró sus boque extinguido, el jardín
demediado y el campo chico que apenas le quedaba donde plantar un puñado de
trigo.
¡Adiós gruta, lago, fuentes,
carro gigante, islote encantado!
Por cada ensueño le habían
quitado un pedazo de realidad.
La escasa tierra que le quedaba
se había cubierto de maleza.
¡Si al menos aquel manzano
enclenque cobrase pujanza con los cuidados!
Limpio de maleza el terreno,
regado por el agua de la acequia, el árbol extendería su ramaje y elevaría su
tronco.
¡Qué hermoso sería verlo crecer
y crecer extraordinariamente, de modo que llegase a muchos metros de altura y
la opulenta copa sombrease hasta más allá del miserable campo en que arraigaba.
Sería un manzano gigante digno
de un cuento maravilloso.
¿Y por qué había de tener
límites su crecimiento?
Más aguas y más cuidados, y el
árbol cubriría el palacio y toda aquella campiña.
Frutos de gran tamaño, contados
con millones, asomarían entre el ramaje, y aquellos frutos que solicitaría el
mundo entero le darían en venta más productos que todas la tierras con que había
soñado.
Entonces, como nunca, podría tener
el lago, el islote, la gruta, el bosque, el cerro…
Pero los meses pasaron y el
manzano había muerto y a Rebosillo no le quedaba ni un palmo de huerta, ni un pino
en el pinar, y el jardín era también campo ajeno, y solo dentro de su quinta
pisaba terreno propio.
Acosado por la miseria, tuvo que
vender su palacio; y cuando lo dejaba para siempre, contemplando para siempre,
contemplando por última vez cuanto fue suyo, decía llorando con amargura y
rabia.
–Medrad, medrad, canallas. Me habéis
robado mientras yo soñaba. Ya sé que en la lucha por la vida soñar no es
combatir. Por eso vosotros, lo pequeños, los miserables de espíritu venceréis siempre
a los grandes en esa lucha microscópica.
RAMÓN
TRILLES.
(Diario
de Pontevedra, 9 de julio de 1897)