I
¡Qué hermosa estaba la escuela
aquel día! ¡Cómo estaba el sol por las ventanas, posando sus tibios rayos en
las blanquísimas paredes y arrancando pálidos reflejos a los cartelones del
silabario perfectamente desempolvados! ¡Y qué simetría en la colocación de los
bancos! En verdad digo que nunca ejército alguno del mundo alcanzó más perfecta
alineación.
¡Cuánto había trabajado el
buenazo de don Lucas en los preparativos! Dos días sin perder minuto para que
el señor Inspector, en su anunciada visita no encontrara la más mínima falta!
Bueno que a D. Lucas no le
pagaran una peseta de su mezquino sueldo: ¿Qué importaba eso? Lo digno era
recibir al superior con los honores debidos ¡pues no faltaba más! Y firme en
aquella idea, el pobre viejo no cesaba de dar órdenes a los chicos.
–¡A ver! Todo el mundo a las
escobas. Tú, Nicolasito, a quitar muy bien el polvo a la mesa, y tú, Pedrín, a
ver si no enredas y vas en un salto a casa del boticario a que te dé la yedra,
que es lo único que falta.
Y vino la yedra y don Lucas
subió en una escalera que le había facilitado su amigo el sacristán, y con mano
temblorosa rodeó de sencillas guirnaldas los tarjetones que ostentaban los
nombres de los “mártires “ de la enseñanza.
–¿Falta algo, niños?
Intermedio de gritos, jubilosa
algazara, borbotones de risa.
–¿No? Pues a la calle todo el
mundo: ¡a jugar que yo tengo que hacer aquí dentro!
Y D. Lucas, con toda la majestad
de los humildes, subió a la plataforma, y después de colocarse las antiparras,
tomó de la carpeta un cuaderno de grandes hojas.
Era su discurso.
Era el fruto de todo un mes de
vigilias y afanes. Allí vertió el buen anciano toda la experiencia de sus cinco
años de martirio.
De aquel documento de bienvenida
al par que, de razonada crítica pedagógica, se lo esperaba don Lucas todo.
¿Cómo era posible que el
inspector, después de oírlo, no saliera de allí dispuesto a proclamar al autor
como lumbrera del profesorado… y a trabajar porque le pagaran los atrasos;
aquellos atrasos que lo tenían muerto de hambre? No había que discutirlo: el discurso
era la salvación del santo hombre, algo así como la esperanza de hallar en un
oasis en el interminable desierto de la indigencia, humilde y bondadosa de
soportada.
Lástima que no pudiera
pronunciarlo: ¡Ya se ve! A los sesenta años la memoria juega muy pesadas
bromas, y no era cosa de dar un espectáculo en tal ocasión; bueno, lo leería
despacio y gravemente, y el efecto sería el mismo.
Y para tenerle todo dispuesto,
dejó su tesoro junto al vaso de agua que es de rigor en las grande solemnidades
tribunicias… y esperó.
II
–¡Señor maestro, señor
maestro!...
Toda la chiquillada se precipitó
en la escuela dando alegres voces.
–¿Ya? ¿Ya?... balbuceó el viejo
con emoción.
–Sí, señor maestro, por allá por
la ventana viene un coche a todo correr y dice el pregonero que en él deben
venir los señores...
–Pues a recibirlos, hijos míos.
Y, seguido de la bulliciosa
nidada el varón fuerte cogió su sombrero y salió.
¿Iban con él todos sus
discípulos?
Se ignora; lo que sí cuentan las
crónicas es que cuando pasado un cuarto de hora, D. Lucas volvió a la escuela,
porque el anunciado coche no llegaba, al entrar en la clase el infeliz
palideció horriblemente, sus piernas flaquearon y como herido por un rayo se
desplomó en una silla.
¡Santo Dios! ¡Santo fuerte!
¡Santo inmortal! – gimió el desventurado.
¿Era cierto lo que veía? ¿Era
ilusión o realidad espantable? ¿Quién había desordenado todo el humilde ajuar
de la clase? ¿Quién había derramado los tinteros por el suelo inmaculado,
colocando sobre los bancos aquellas enormes pajaritas de papel que a D. Lucas
le semejaban buitres monstruosos?
Transcurrió un minuto de
horrible silencio… Pero la reacción vino, y el maestro se irguió imponente,
amenazador, terrible.
–¡A ver, todos, todos aquí!
¿Quién ha sido el hijo mal intencionado que ha hecho eso? -- ¡Lo mato, lo mato!
¿Quién ha sido? – gritó en el paroxismo de la rabia.
El coro murmuró muy bajito el
nombre de Pedrín.
–¿Pedrín? ¿Pedrín? ¿Dónde está
ese pillo? ¡Que se venga inmediatamente!
Se abrieron las filas, y pálido
y desencajado avanzó el reo; a una vara de distancia de D. Lucas se detuvo; el
viejo salvó la distancia y agarró de una oreja al chicuelo.
–Tú, ¿eh? ¿Con que has sido tú
el granuja que has hecho esto? ¡Responde, infame!
–Sí, se…ñor ma… maestro, –
gimoteó el muchacho.
–Con que después de revolverme
la clase y echármelo todo a perder, hasta me has robado papel del estante,
¿verdad, ladronzuelo?
–No; no – gritó el niño, animado
por el giro favorable que tomaba la acusación. – Yo no he robado papel del
estante.
D. Lucas sintió sobre su cabeza
algo así como el ruido de un trueno formidable. Presintió la catástrofe, y se
limpió el sudor del afeitado rostro.
–Y esas pajaritas… entones ¿de
dónde las has sacado?
–De unos papeles sucios que
estaban en la mesa de usted junto al vaso del agua, señor maestro; pero ya no
servían, porque estaban escritos por las dos caras.
Cuando el señor inspector entró
en la escuela, D. Lucas sentado en un banco, apoyaba su cabeza en un montón
enorme de pajaritas de papel.
El paciente maestro lloraba.
J.
NAVARRO.
(Diario
de Pontevedra, 5 de julio de 1897)