Diréis que es una puerilidad,
pero a mí me encantan las amapolas.
Centinelas avanzados de la
estación más hermosa, de la primavera, cuando ellas aparecen tímidamente entre
la espesura de los sembrados, a lomos del tapial que circuye las fincas, en la
linde de los senderos, sobre los terraplenes de la vía férrea, parece que traen
consigo la bendición de ese Ser Supremo que prodiga los frutos y reparte
estrellas a los cielos, y aromas a las brisas.
Son el signo de la fecundación
universal, porque a la vez que ellas abren sus capullos para recoger en sus
ojos todos los amores del sol, florecen los campos y despuntan las espigas;
reverdecen los árboles y se transforma en fertilísimo vergel la antes árida
llanura. ¡Ah, no sabéis bien cuantas ilusiones renuevan, cuántas lágrimas enjugan,
cuantos dolores calman con su aparición!
Si sois novios, si esperáis la
primavera para recoger en los labios el primer
beso de la mujer amada, las amapolas, que hasta en el nombre encierran vuestro
dulce sentimiento os traerán el día que ha de colmar vuestros deseos, el tiempo
en que se cumplan vuestros votos, y con ellos podréis orlar la frente de la
pudorosa virgen que os aguarda para unir dos vidas en estrechísimo lazo de
flores.
Si esperáis la vuelta del hijo
amado, del esposo querido, del padre que pasó lejos de vosotros las tristes
veladas invernales, que sufrió lejos de la patria, acaso las desdichas, acaso
las persecuciones, acaso las penas, y aguardáis con impaciencia el tiempo
primaveral para entregaros a todos los transportes del amor más puro, mas
santo, las amapolas servirán de nuncio al que llega y en su corola encontraréis
vuestras últimas lágrimas allá cuando el sol despunte entre celajes
multicolores.
El enfermo por cuya suerte lloráis
va encontrar alivio en las auras primaverales, y este beneficio supremo de la
salud os le anuncian igualmente las amapolas cuando abren su rojo seno a las
caricias del templado ambiente. ¡Ved, pues, como ellas enjugan en llanto y
lloran con vosotros apenas la visita el matinal rocío!
El espectáculo de la naturaleza henchida
de vida, pletórica de savia, exuberante de luz, de perfumes, de tonalidades, de
armonías, se agranda en el instante en que la roja flor esmalta la pradera.
Como la violeta, la amapola es el supremo adorno de la madre tierra: la una la perfuma;
la otra la engalana.
¡Guardad eterno reconocimiento a
ese coral de nuestros campos, y oíd si no la conocéis la tradición que un hada
me contó, en noche de luna, a orillas del bosque!
Poco a poco fue tomando cuerpo
el rumor, primero se dijo que Belén era el lugar en donde había nacido el nuevo
dios, después se afirmó que una suntuosa cohorte de reyes le había rendido los
más altos homenajes; por último, Roma conmovida, atemorizada acaso ante la
grandeza del suceso encargó a Herodes que averiguase quien era aquel poderoso
en cuyo nacimiento concurrían ya tan extraños y jamás conocidos sucesos; quien
era aquel que amenazaba alcanzar algún día mayor culto que los mismos dioses,
reformar la sociedad y hacer pedazos los viejos modelos de la cultura pagana,
para abolir con la esclavitud del alma la esclavitud del cuerpo, e implantar
sobre el Foro romano, en vez del estandarte del déspota, de la tiranía, la
salvadora enseña de libertad, de redención y de progreso.
Herodes recorrió las aldeas,
envió emisarios, prometió recompensas hasta saber que en la casa de un humilde
artesano residía el poderoso a quien la misma Roma tenía miedo:
–¡Es un niño! – exclamó cuando
pudo convencerse de la certeza de las noticias; y envuelto en su clámide, rodeado
de sus soldados, se acercó a la morada de José y vio a Jesús dormido en humilde
cuna de mimbre: ¡bien fácil era acabar con el infante!
La consulta fue a Roma y Roma
contestó con un decreto de muerte, pero importaba tener la seguridad de no ser
engañados y para ellos, feroces verdugos de la dueña del mundo, inventaron la crueldad
de quitar la vida a cuantos niños tuvieron la edad del Misias.
Por entonces cuando la orden llegaba
a manos de Herodes, los yermos campos habían empezado a sacudir los sopores del
invierno; renacía la vida por todas partes, el sol se elevaba, cada vez más
sobre el horizonte de toda la Judea.
Un día, de los más espléndidos
de aquella primavera temprana, se oyó el pregón fatal que condenaba a muerte a
todos los niños, sin distinción de clases ni categorías. Los verdugos afilaron
sus alfanjes; las madres derramaron arroyos de lágrimas; el país entero sufrió
horrenda sensación de espanto, de lástima, de ira.
Pero la injusticia se cumplió,
las cabecitas de tantos querubines rodaron a millares sobre los prados, sobre
los caminos, sobre las piedras de plaza públicos, donde quiera que la
soldadesca encontraba un niño de la edad consignada en el edicto de Herodes.
La sangre inocente regó la tierra
en grandes espacios; las gotitas rojas esmaltaron los campos, las calles, las
plazas, los caminos.
Y al día siguiente de cada
gotita brotó una amapola y el viento recogiendo la semilla inundó bien pronto
toda la tierra de la flor encarnada.
¡Ahí tenéis la leyenda de las
amapolas! Como me la contaron os la cuento.
Y es lo peor que el hada no quiere
servirme de testigo en el caso de que dudéis de mi palabra.
DARÍO VALEO
(Diario de Pontevedra, 25 de junio de 1897)
(Diario de Pontevedra, 25 de junio de 1897)
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