A fuerza de referir la historia
del tío Bernardo y de desconfiar de su herencia, el pescador Juan Cogolín acabó
por creer en ella.
La verdad es que el tal Bernardo
Sambuq, que fue la desesperación de su familia cuando muchacho, se había
embarcado como grumete en 1848 a bordo de una fragata americana, y desde
entonces no se habían recibido noticias suyas.
Cierto día, Juan Cogolín se
encontró de manos a boca con un marinero amigo suyo que acababa de regresar de
los Estados Unidos, y tuvo la ocurrencia de convidarlo a beber unas copas de
aguardiente.
Juan le contó la historia del
tío Bernardo, y el marinero, por corresponder, sin duda a la invitación, mintió
a su amigo, diciéndole que varias veces había hablado en los muelles de Nueva York
con un sujeto cuyas señas coincidían con las del citado pariente.
La leyenda tomó cuerpo y el
viaje siguiente trajo el marinero nuevas noticias, falsas también, y relativas
al tío de América.
Bernardo Sambuq resultó a los
tres meses muy rico y a los dos años era millonario.
Cogolín y su esposa provocaron
la envidia de todos los habitantes del barrio, quienes no hablaban más que del
tío Bernardo y de la inmensa fortuna que poseía.
El marinero, para terminar su
farsa, dijo al regresar nuevamente de Nueva York que el tío Bernardo había
muerto, y partió a los pocos días.
Transcurrieron seis meses sin más
noticias, y entonces Juan Cogolín, cuya impaciencia no reconocía límites,
comunicó a su esposa el deseo de hacer un viaje a los Estados Unidos.
–Puedo estar dos meses fuera de
casa – la dijo, – y durante mi ausencia se encargará de la barca nuestro primo.
Mil francos no arruinan a nadie, y además, sé que caería enfermo si no corriera
a ver lo que pasa en Nueva York.
La esposa aprobó el proyecto, y
Juan se dirigió inmediatamente al puerto del Havre con objeto de embarcarse.
El enorme trasatlántico, con su
tripulación y sus pasajeros, el oro de sus salones y el acero de sus máquinas,
le produjo una admiración casi religiosa.
Durante ocho días no habló con
nadie, consagrado a contemplar el soberbio espectáculo del océano. Pero al fin
recobró la palabra con la conciencia de lo que iba a buscar a Nueva York.
Trató de contar al sobrecargo la
historia de Bernardo; pero el oficial sumamente atareado, como ocurre siempre
el día antes de llegar a puerto, no le hizo caso, y le aconsejó que se dirigirá
a dos sujetos de aspecto americano que constantemente se paseaban solos.
–Esos individuos – le dijo – le
darán a usted las noticias que desea, pues conocen la población mucho mejor que
yo.
Juan se acercó varias veces con
objeto de interrogarles, sin que lograra obtener la menor repuesta.
Apenas les habían dirigido la
palabra, los desconocidos le volvían la espalda y se alejaban precipitadamente.
Cogolín les seguía a todas
partes, a proa, a popa, a la cámara, sin que jamás pudieras darles caza.
Los dos personajes, sorprendidos
ante la insistencia de Juan, interrogaron sobre el caso al sobrecargo, el cual
les contestó:
–Ya saben ustedes que en París
se acaba de cometer un robo importante. Pues bien; apuesto cualquier cosa a que
ese individuo es el célebre agente de policía Ernesto Lafranc, que sigue la
pista a los ladrones y va disfrazado de hombre del pueblo para evitar toda
sospecha.
Los dos sujetos se miraron con
aire de inteligencia y se dirigieron a sus camarotes, de los que no salieron
hasta que el buque llegó a Nueva York.
Al desembarcar, Juan Cogolín los
buscó inútilmente, y supuso que se habían perdido entre la multitud.
El pobre pescador francés vagó
durante la mañana por la gran ciudad, realizando vanos esfuerzos por hacerse
comprender de las personas a quienes interrogaba.
Rendido de fatiga, supo al fin
donde estaba la Embajada, y allí nadie pudo darle contestación alguna
satisfactoria, ni indicarle la pista que debía seguir. Antes bien, le
manifestaron que todo aquello tenía trazas de ser una farsa indigna y le
aconsejaron que regresara a Francia a la mayor brevedad posible.
Casi llorando, volvió Juan a
discurrir por las calles, ignorando que partido tomar y deplorando su triste
situación.
De pronto notó la presencia de
uno de los americanos del trasatlántico.
–¡Es el mismo! –exclamó – aunque
haya cambiado de traje y se haya cortado el pelo. ¡Caballero! ¡Caballero!...
Esta vez no se me escapará… Ese hombre es el gran conocedor de la ciudad, y por
lo tanto, es mi última esperanza.
El desconocido apretó el paso y
Juan le imitó siguiéndole muy de cerca.
Al cabo de una hora de marcha
por calles y plazas, el americano, muerto de cansancio, se refugió en un
establecimiento de bebidas.
Cogolín entró también y
acercándose al fugitivo le murmuró al oído:
–Desearía saber si por
casualidad…
–¡Silencio por Dios! – exclamó
en buen francés el fingido americano. – No vaya usted a promover un escándalo.
–Sentémonos y hablemos como buenos amigos.
–¡Perfectamente! – dijo Juan.
–Ya sé a que ha venido usted a
Nueva York. ¿Quiere usted que nos entendamos?
–No deseo otra cosa.
–Pues bien, ahí tiene usted una
cartera con cincuenta mil francos en billetes del Banco francés. Además, se le
darán a usted otros cincuenta mil en el momento de partir, cuando leve anclas La Bretaña, que sale esta misma tarde
¿Acepta usted el trato?
–Acepto.
–Venga esa mano y suponga usted
que nunca nos hemos visto.
Juan hacía inútiles esfuerzos
por explicarse la causa de lo que ocurría, lo cual no fue obstáculo para que se
embolsara la importante cantidad que acababan de entregarle. Cien mil francos
constituye una fortuna y además el infeliz viajero estaba completamente
descorazonado y harto ya de Nueva York.
El trato fue cumplido por ambas partes.
Y he aquí cómo, al tener la
fortuna de ser tomado por un célebre agente de policía, heredase a Bernardo
Sambuq, que había muerto de miseria en un hospital.
Cogolín, aunque llegó a
comprender de modo claro el alcance de su aventura, solía decir en el café
Turco a sus amigos:
–Está visto que en materia de negocios
esos americanos son el primer pueblo del mundo.
PAUL
ARENE
(Diario
de Pontevedra, 30 de julio de 1897)
El autor: Paul Arène, nacido el 26 de junio en Sisteron
y muerto el 17 de diciembre en Antibes, fue un poeta provenzal y escritor
francés.