–Caballero, es usted un… tal.
–Y usted un… cual.
–¡Pon!
–¡Pun!
Y sonaron dos bofetadas monstruosas,
dos bofetadas de esas que hacen girar en redondo al que las recibe, ni más ni
menos que si fuera un trompo.
–Caballero, esto no ha de quedar
así.
–Lo mismo creo.
–He aquí mi tarjeta.
–Tome usted la mía.
–Mis testigos se avistarán con
usted mañana por la mañana.
–Desde esta noche me tienen a su
disposición.
Separados por varias personas que
habían presenciado la disputa desde su comienzo, los dos adversarios se miraron
furiosas y se retiraron a sus respectivas casas.
Algunas horas después, el joven y
encolerizado Aquiles Loustignat, midiendo a grandes pasos su habitación,
conferenciaba con dos amigos.
Sus movimientos nerviosos y sus
gestos horribles daban perfecta idea de la ira que le dominaba.
–Veamos – exclamó uno de sus
acompañantes; – ¿no podría arreglarse el asunto de un modo satisfactorio?
Aquiles se volvió como un tigre herido,
y dijo con voz desentonada:
–¿Arreglar el asunto? ¿Conformarme
yo con la bofetada que recibí?... ¡Nunca!
–Sí, sí… ya comprendemos… – añadió
el otro amigo; – por una bofetada…
«… el insolente
Perdió la vida.»
–Y la perderá – replicó Aquiles con voz ronca, – o la
perderé yo. Es lo mismo. Prefiero que me mate a digerir semejante injuria.
El primer amigo hizo varias tentativas para logar una
avenencia, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles.
Aquiles declaró que era triste morirse, pero que aunque la
idea le desagradaba, no había medio de retroceder.
–A menos – añadió – que ese estúpido me dé una satisfacción
completísima.
–Entendido – contestaron a la vez los dos amigos,
disponiéndose a marchar.
Aquiles echó mano al bolsillo y sacó la cartera exclamando:
–Tomad la tarjeta de ese… caballero.
Uno de los testigos se apoderó del trozo de cartulina y leyó
en voz alta:
«Doctor Furnichón (de la facultad de Filadelfia) Nouvelle
Andriettes, número 413. Consulta de diez a doce.»
Un médico. Perfectamente. Iremos a la hora en que recibe a
su clientela.
–Oye, Aquiles, será preciso hacer algún pequeño gesto, sea
cual fuere la solución que tenga el asunto…
– Y el amigo que hablaba así daba vueltas a su bastón, entretenimiento
peligroso para los objetos de porcelana colocados sobre la chimenea.
–Podéis hacer los gestos que sean precisos – respondió
Aquiles, a tiempo que el bastón de su representante derribaba un jarrón japonés
que se rompió en mil pedazos.
Los tres héroes – y digo los tres, porque para ser testigo
de un duelo se necesita tanto valor como para ser combatiente – cambiaron un
apretón de manos y se despidieron.
Al siguiente día los amigos de Aquiles llegaron a casa del
doctor cuando el reloj señalaba las doce.
–Tilín, tilín.
Un criado negro, vestido con elegancia, entreabrió la puerta
y se quedó mirando a los caballeros que iban irreprochablemente vestidos de
luto, y que así en sus actitudes como en sus rostros aparentaban lo que eran:
dos plenipotenciarios de esos que tienen en sus manos, además del sombrero y
del bastón, las vidas de dos hombres.
–¿El doctor Furnichón?
–Aquí es, señores.
–Necesitamos verle.
–Tienen ustedes que pagar antes diez francos cada uno,
precio establecido para las consultas.
–¡Qué consulta ni qué calabazas! Nosotros no estamos
enfermos, afortunadamente.
Y los padrinos de Aquiles pretendieron entrar; pero la
puerta, que estaba asegurada por dentro con una cadena, no dejaba más espacio
que el ocupado por el negro.
Empezaron a explicar a este el objeto de la visita, y el
fiel servidor les interrumpió diciendo:
–La orden que tengo es terminante. Cada persona paga diez
francos.
Convencidos los visitantes de que todas sus explicaciones serían
inútiles, abonaron el importe de las dos entradas, y el negro se apresuró a
franquear el paso, haciendo muchas reverencias.
Conducidos por él penetraron en un salón rodeado de cómodos
divanes, sobre los cuales descansaban aguardando turno seis caballeros vestidos
de negro tan correctamente como los recién llegados.
–Chico, que clientela tan elegante tiene este doctor – murmuró
uno de los amigos de Aquiles al oído de su compañero.
–Y se conoce – agregó el otro testigo – que su especialidad
son las enfermedades venéreas. ¡Todos son hombres!
Los seis caballeros que habían llegado antes, y que formaban
tres grupos, también hablaban en voz baja, y hacían poco más o menos, las
mismas consideraciones.
–¡Demonio! – volvió a
decir uno de los recién llegados – Esta casa no tiene nada de alegre.
Cualquiera diría que los clientes del doctor Furnichón vienen con el traje a
propósito para que les conduzcan directamente al cementerio.
Transcurrieron quince minutos sin que se oyera más ruido que
la respiración de los que aguardaban turno.
De pronto se abrió una mampara, y, desde dentro una voz
varonil pronunció un número. Dos caballeros se levantaron y entraron. La puerta
volvió a cerrarse.
Media hora duró la consulta. Cuando salieron se repitió la
operación anterior.
Nueva llamada y entrada en el despacho de otros dos
caballeros.
La cosa era chocante, y los clientes del doctor Furnichón
iban siempre aparejados como los bueyes, como los versos de las aleluyas… y
como los testigos de los desafíos. Los testigos… ¡Qué idea!... ¡Acaso serían
todos aquellos caballeros!...
Los amigos de Aquiles no tuvieron tiempo para seguir reflexionando.
Les correspondió el turno, y entraron en el gabinete del doctor, que les
recibió con amabilidad exquisita.
El asunto quedó arreglado fácil y satisfactoriamente, por
que el doctor Furnichón, de la Facultad de Filadelfia, escribió una carta dando
a su adversario todas las excusas que los representantes de este exigieron.
Los amigos de Aquiles salieron de allí encantados del feliz término
de su misión, libres de su gran peso… en el cual no incluían el de 20 francos
que dejaron al entrar.
Dos horas después el doctor Furnichón arregló sus cuentas
del día, y dijo frotándose las manos:
–Ocho cuestiones provocadas ayer en diferentes sitios
públicos. Otras tantas visitas de dos padrinos cada una. Total de ingresos de
hoy 160 francos.
HENRI SECOND
(Diario de Pontevedra, 14 abril
de 1897)