lunes, 26 de enero de 2015

POR UN REGALO (Gustave Rivet)

Los estudiantes que el año 1869 estaban practicando en el hospital de la Piedad, se acordarán, como yo, de la hermana Marta.
Tendría en aquella época treinta años; no era ni fea ni bonita, pero sí extraordinariamente simpática.
Ejercían poderosa atracción la dulzura de su rostro, sus ojos expresivos velados siempre por una nube de tristeza, y el contraste de su aspecto con el seco y rígido de sus compañeras.
Bastaba hablar con ella breves instantes, junto al lecho de un enfermo, para comprender que su naturaleza sensible no había sufrido alteración alguna en la vida del claustro.
Aunque la hermana me llamaba sonriendo hereje, no se mostró nunca reservada conmigo, y satisfizo mi curiosidad, dándome algunos pormenores de su pasado.
He aquí su historia a grandes rasgos. Había quedado viuda y pobre. Aquella desgracia, al matar sus más halagüeñas esperanzas, la arrastró a un convento. Fiel a su fe religiosa, marchaba dese entonces por el mundo sufriendo y consolando a los que sufrían, atenta sólo al cumplimiento de su penoso deber, endulzando sus amarguras con la satisfacción de ser útil a sus semejantes y con los recuerdos de su pasada dicha.
Más de una vez la oí exclamar: “Si yo hubiese tenido un hijo, me consideraría feliz, porque a él hubiera consagrado todas las energías de mi cuerpo y todas las ternuras de mi alma.”
El sentimiento de la maternidad era tal vez el que predominaba en ella… ¡Cuántas veces recordaba con lágrimas en los ojos, el Asilo de huérfanos de su provincia, donde había permanecido desde que renunció a los placeres del mundo hasta que fue trasladada al hospital de la Piedad! Allí, al menos, a falta de un hijo propio, podía amar a los hijos de otros seres.

Se complacía mucho en referir escenas de su vida anterior, en las que desempeñaban importante papel los huerfanitos que tuvo a su cuidado, y hablaba de ellos con el entusiasmo, con la alegría con que una madre relata las gracias de sus hijos.
En casi todas sus conversaciones salía a relucir una niña de cinco años, una pobre huérfana pequeñita, tan pequeñita, que en el Asilo la llamaban Veinticinco centímetros.
No tenía padre ni madre, y la hermana Marta procuraba reemplazar dignamente a ésta última.
Pero la pequeñuela se acordaba mucho de su mamá, y gritaba tan dulce nombre muy a menudo.
–¿Quieres que yo sea tu mamá? – decía la hermana Marta, besando a la niña y estrechándola contra su seno.
Y la niña hacía un delicioso mohín, moviendo la cabeza negativamente.
A fuerza de atenciones y de caricias, fue aquella conquistando el corazón de la preciosa criatura, que al cabo de algún tiempo, daba a su protectora el nombre de “mi ángel”, nombre que tantas veces había escuchado de la infortunada mujer que le había llevado en sus entrañas.
–Siempre que podía – me dijo en cierta ocasión la hermana Marta, – guardaba para mí pequeña terrones de azúcar y bizcochos, y se los daba a escondidas de los demás niños y de mis compañeras. ¡Pobre amor! con su inteligencia viva y delicada comprendió muy pronto que nadie la amaba, que nadie había de amarla allí tanto como yo; y correspondiendo a mi cariño, me decía cosas que a nadie llegó a confiar, secretos infantiles, doradas ilusiones de la niñez!... Hablaba, y reflexionaba como una vieja. En esos ratos de dulces expansiones, me la quería comer a besos.

–Se aproximaba la Navidad – me dijo en otra ocasión en que evocó los recuerdos del pasado – y Veinticinco centímetros me habló así:
–Cuando yo tenía mamá, puse una noche mis botas en el balcón, y pasaron los reyes y me las llenaron de dulces y me dejaron también una meuñca, una muñeca muy bonita, vestida con un traje de color de rosa, una muñeca rubia, con zapatos blancos…
Después de decir estas palabras, dio un suspiro y se quedó muy triste.
Yo me separé de su lado y me fui a llorar a un rincón del jardín.
Así que desahogué mi pena, me puse a reflexionar en los medios de que podía valerme para regalar a aquel pedazo de gloria una muñeca…
¿Qué hacer? Nos estaba prohibido poseer dinero. La Superiora era una mujer severa, rígida, y siempre que se le pedía algo para obsequiar a los niños, contestaba con sequedad: “Las almas caritativas que nos ayudan a educarlos quieren darles lo necesario pero no lo superfluo. Se les proporciona alimento, vestidos y enseñanza. No les hace falta más”.
Pero, sucediera lo que sucediera, yo estaba firmemente decidida a dar una alegría a Veinticinco centímetros, y acordándome de que era poseedora de una crucecita de oro, encontré la solución del problema. Por mediación de una buena mujer que venía al Asilo una vez a la semana en busca de la ropa blanca confeccionada en el obrador, la crucecita fue  a parar a manos de un platero.
Algunos días después le dije a mi pequeña.
–Aquí no se pueden poner las botas en el balcón; pero colócalas a los pies de la cama. Eras muy buena, y estoy segura que los Reyes se acordarán de ti esta noche.
La niña se durmió con la sonrisa en los labios. A eso de las doce se despertó, y  después de vacilar durante algunos segundos, se arrojó de la cama; yo observaba todos su movimientos.
Dio un grito de alegría, y apoderándose de la muñeca colocada por mí y cubriéndola de besos, saltó al lecho presurosa, radiante de felicidad.
Me acerqué al poco rato. Estaba ya casi dormida, estrechando fuertemente entre sus brazos la muñeca de vestido de color de rosa y cabellos rubios.
Al sentir mis besos abrió los ojos, trató de incorporarse y me dijo con voz apagada, soñolienta:
–¡Qué bonita es!... ¡Mírala, mamá!
¡Qué dichosa me sentí viendo la felicidad de la pobre huérfana!
Al día siguiente la muñeca armó una revolución en el Asilo. Se descubrió el secreto, y la Superiora me llamó para decirme, con tono severo, que había faltado a mis deberes, que había quebrantado las reglas de aquella casa, y que se me imponía el castigo de abandonarla inmediatamente, para continuar prestando mis servicios en un hospital.
Obedecí resignada la orden. Me arrancaron del lado de aquel ángel… Lo que no podrán arrancarme nunca es el recuerdo dulcísimo de la felicidad que experimenté al oír que decía con voz soñolienta: “¡Qué bonita es!... ¡Mírala , mamá!...”

GUSTAVE RIVET
(Diario de Pontevedra, 10 de mayo de 1897)

El autor: Gustave Rivet (1848-1935), político y poeta francés