Los estudiantes que el año 1869
estaban practicando en el hospital de la Piedad, se acordarán, como yo, de la
hermana Marta.
Tendría en aquella época treinta
años; no era ni fea ni bonita, pero sí extraordinariamente simpática.
Ejercían poderosa atracción la
dulzura de su rostro, sus ojos expresivos velados siempre por una nube de
tristeza, y el contraste de su aspecto con el seco y rígido de sus compañeras.
Bastaba hablar con ella breves instantes,
junto al lecho de un enfermo, para comprender que su naturaleza sensible no
había sufrido alteración alguna en la vida del claustro.
Aunque la hermana me llamaba
sonriendo hereje, no se mostró nunca
reservada conmigo, y satisfizo mi curiosidad, dándome algunos pormenores de su
pasado.
He aquí su historia a grandes
rasgos. Había quedado viuda y pobre. Aquella desgracia, al matar sus más
halagüeñas esperanzas, la arrastró a un convento. Fiel a su fe religiosa,
marchaba dese entonces por el mundo sufriendo y consolando a los que sufrían,
atenta sólo al cumplimiento de su penoso deber, endulzando sus amarguras con la
satisfacción de ser útil a sus semejantes y con los recuerdos de su pasada
dicha.
Más de una vez la oí exclamar:
“Si yo hubiese tenido un hijo, me consideraría feliz, porque a él hubiera
consagrado todas las energías de mi cuerpo y todas las ternuras de mi alma.”
El sentimiento de la maternidad
era tal vez el que predominaba en ella… ¡Cuántas veces recordaba con lágrimas
en los ojos, el Asilo de huérfanos de su provincia, donde había permanecido
desde que renunció a los placeres del mundo hasta que fue trasladada al
hospital de la Piedad! Allí, al menos, a falta de un hijo propio, podía amar a
los hijos de otros seres.
Se complacía mucho en referir
escenas de su vida anterior, en las que desempeñaban importante papel los huerfanitos
que tuvo a su cuidado, y hablaba de ellos con el entusiasmo, con la alegría con
que una madre relata las gracias de sus hijos.
En casi todas sus conversaciones
salía a relucir una niña de cinco años, una pobre huérfana pequeñita, tan
pequeñita, que en el Asilo la llamaban Veinticinco
centímetros.
No tenía padre ni madre, y la hermana
Marta procuraba reemplazar dignamente a ésta última.
Pero la pequeñuela se acordaba mucho
de su mamá, y gritaba tan dulce nombre muy a menudo.
–¿Quieres que yo sea tu mamá? –
decía la hermana Marta, besando a la niña y estrechándola contra su seno.
Y la niña hacía un delicioso
mohín, moviendo la cabeza negativamente.
A fuerza de atenciones y de
caricias, fue aquella conquistando el corazón de la preciosa criatura, que al
cabo de algún tiempo, daba a su protectora el nombre de “mi ángel”, nombre que
tantas veces había escuchado de la infortunada mujer que le había llevado en
sus entrañas.
–Siempre que podía – me dijo en
cierta ocasión la hermana Marta, – guardaba para mí pequeña terrones de azúcar
y bizcochos, y se los daba a escondidas de los demás niños y de mis compañeras.
¡Pobre amor! con su inteligencia viva y delicada comprendió muy pronto que
nadie la amaba, que nadie había de amarla allí tanto como yo; y correspondiendo
a mi cariño, me decía cosas que a nadie llegó a confiar, secretos infantiles,
doradas ilusiones de la niñez!... Hablaba, y reflexionaba como una vieja. En
esos ratos de dulces expansiones, me la quería comer a besos.
–Se aproximaba la Navidad – me
dijo en otra ocasión en que evocó los recuerdos del pasado – y Veinticinco centímetros me habló así:
–Cuando yo tenía mamá, puse una
noche mis botas en el balcón, y pasaron los reyes y me las llenaron de dulces y
me dejaron también una meuñca, una muñeca muy bonita, vestida con un traje de
color de rosa, una muñeca rubia, con zapatos blancos…
Después de decir estas palabras,
dio un suspiro y se quedó muy triste.
Yo me separé de su lado y me fui
a llorar a un rincón del jardín.
Así que desahogué mi pena, me
puse a reflexionar en los medios de que podía valerme para regalar a aquel
pedazo de gloria una muñeca…
¿Qué hacer? Nos estaba prohibido
poseer dinero. La Superiora era una mujer severa, rígida, y siempre que se le pedía
algo para obsequiar a los niños, contestaba con sequedad: “Las almas
caritativas que nos ayudan a educarlos quieren darles lo necesario pero no lo superfluo.
Se les proporciona alimento, vestidos y enseñanza. No les hace falta más”.
Pero, sucediera lo que
sucediera, yo estaba firmemente decidida a dar una alegría a Veinticinco centímetros, y acordándome
de que era poseedora de una crucecita de oro, encontré la solución del
problema. Por mediación de una buena mujer que venía al Asilo una vez a la semana
en busca de la ropa blanca confeccionada en el obrador, la crucecita fue a parar a manos de un platero.
Algunos días después le dije a
mi pequeña.
–Aquí no se pueden poner las
botas en el balcón; pero colócalas a los pies de la cama. Eras muy buena, y
estoy segura que los Reyes se acordarán de ti esta noche.
La niña se durmió con la sonrisa
en los labios. A eso de las doce se despertó, y después de vacilar durante algunos segundos, se
arrojó de la cama; yo observaba todos su movimientos.
Dio un grito de alegría, y apoderándose
de la muñeca colocada por mí y cubriéndola de besos, saltó al lecho presurosa, radiante
de felicidad.
Me acerqué al poco rato. Estaba
ya casi dormida, estrechando fuertemente entre sus brazos la muñeca de vestido
de color de rosa y cabellos rubios.
Al sentir mis besos abrió los
ojos, trató de incorporarse y me dijo con voz apagada, soñolienta:
–¡Qué bonita es!... ¡Mírala,
mamá!
¡Qué dichosa me sentí viendo la
felicidad de la pobre huérfana!
Al día siguiente la muñeca armó
una revolución en el Asilo. Se descubrió el secreto, y la Superiora me llamó
para decirme, con tono severo, que había faltado a mis deberes, que había quebrantado
las reglas de aquella casa, y que se me imponía el castigo de abandonarla inmediatamente,
para continuar prestando mis servicios en un hospital.
Obedecí resignada la orden. Me arrancaron
del lado de aquel ángel… Lo que no podrán arrancarme nunca es el recuerdo dulcísimo
de la felicidad que experimenté al oír que decía con voz soñolienta: “¡Qué
bonita es!... ¡Mírala , mamá!...”
GUSTAVE
RIVET
(Diario
de Pontevedra, 10 de mayo de 1897)
El
autor: Gustave Rivet (1848-1935),
político y poeta francés