Los dependientes del municipio
se dedican a destruir el pinar de las de Gómez.
Aquellos árboles color de plomo,
testigos mudos de mil escenas de amor, han sido trasladados no se sabe adónde,
y la juventud enamorada protesta contra el acuerdo municipal.
–Aquí, en este sitio, –
exclamaba un pollo, señalando con el dedo un montón de tierra removida – aquí
existía un pino esbelto dónde solía apoyarme yo para ver a mi Aniceta. ¡Sabe
dios donde habrá sido trasplantado”
–¿Y Aniceta?– preguntaba otro
joven.
–Se la llevó su papá a Belchite,
para romper nuestras relaciones. Es una historia de lágrimas. Aniceta estaba
decidida a todo, hasta el rapto, pero su padre, que es un comisario de Guerra
sin corazón, pidió el retiro a cencerros tapados; hizo los baúles, compró una
gorra de viaje, y una noche, cuando estaba Aniceta preparándose para el rapto
la cogió por las enaguas y la introdujo a la fuerza en un coche de punto. Ella
quiso gritar, después trató de tirarse por la ventanilla pero el padre le dio
en la cabeza con un puño cerrado. Una hora después, Aniceta era conducida a
Belchite, en segunda.
–¡Qué horror!
–Y ahora me escribe cuando puede
burlar la vigilancia paterna, diciéndome que su vida es un constante martirio.
Su padre la tiene privada de la luz, de la sociedad, del postre; y todas las
mañana, antes de lavarse, la arrastra por los pelos.
Quizás el Municipio haya quitado
el famoso Pinar para que no se repitan las tristes escenas a que ha dado
ocasión aquel paseo de moda. Allí acudían los chicos de ambos sexos; allí
germinaban las relaciones amorosas, y de allí producían muchos matrimonios y
algunos dramas como el que acabo de referir.
Las de Martínez no sabían que el
Pinar estaba llamado a desaparecer, y acudieron la otra tarde, según su
costumbre, a su paseo favorito. Allí estaban los chicos elegantes más
acreditados de Madrid, contemplando la obra infausta del Ayuntamiento, y
desatándose las censuras.
–¡Esto es escandaloso!–gritaba un
elegante.
–Se nos quita uno de los
placeres más honestos. Se nos quiere faltar a todas las consideraciones –
añadía otro.
Las de Martínez dirigieron una
mirada de inteligencia a los jóvenes protestantes, como si quisieran decirles:
–·Es verdad. El Ayuntamiento no
cuida del porvenir de las hijas de familia.
¡Qué simpáticas son las de
Martínez! Una se llama Pura, otra Consuelillo y otra Baldomera, y las tres son
del mismo tamaño, pelirrubias, alegres, con las naricitas en forma de apagador
y los ojos salientes como los de los besugos frescos.
La mayor ha tenido ya media
docena de novios, que conoció en el Pinar, y entre ellos un joven de Fernando
Poo, que está aquí haciéndose farmacéutico; pero el Sr. Martínez, padre, supo
que los ascendientes del joven habían sido indios bravos, y que él había pasado
su niñez en las ramas de un cocotero, y por no exponerse al salto atrás, en
caso de procreación, se opuso al casamiento de su hija con aquel mono de la
facultad de farmacia.
La chica entonces se puso en
relaciones con un filipino, color de chocolate, que se barnizaba el cutis como
si fuera una cómoda, y con él se hubiera casado a no ser por el Sr. Martínez, que averiguó que el filipino
no tenía nada absolutamente.
En el momento de presentar a mis
lectores a la familia Martínez, el padre ha notado que sus tres niñas son
objeto de las miradas de los señoritos elegantes, y las dice en voz baja:
Discreción, hijas; mucha
discreción. La mujer es como el cristal, que se empaña con el aliento.
Porque el Sr. Martínez, que es
viudo desde su más tierna edad, cifra todas sus esperanzas en despachar a las
niñas con el mayor decoro posible.
Es hombre pundonoroso y
buscavidas, que lo mismo establece un servicio de judías verdes a domicilio,
como funda una agencia para colocar amas secas desacomodadas; pero sin que
abandone por eso el porvenir de sus hijas;
y cada vez que les salía un novio en el Pinar, revolvía el mundo entero
para adquirir informes en averiguación de los antecedentes del interesado.
En cierta ocasión, su hija Pura
fue requerida de amores, junto a la guantería de los Calatravas, por un chico
de Daimiel llamado Manolo, concurrente asiduo al paseo del Pinar, y a Daimiel
se marchó Martínez a buscar informes. Veinte y cuatro horas después, Pura
recibía el siguiente telegrama:
«Manolo resultó presbítero.
Devuélvele carta, palo, retrato. Yo le reventaré sin reparara carácter sagrado.
Ahoga latidos corazón. – Aquilino»
Muchas decepciones ha
experimentado la familia Martínez en el Pinar; pero esto no impide que vean con
disgusto la desaparición de aquellos pinos, algunos de los cuales parecían
querer decir a los abonados:
–Pasead y sed felices, que
nosotros hemos sido plantados aquí para guareceros y amaros, ¡oh cursis!
LUIS
TABOADA
Diario
de Pontevedra 4 de mayo de 1897
El autor: Luis Taboada y Coca (Vigo, 6 de octubre de 1848-Madrid, 18 de febrero de 1906) fue un periodistas, humorista y escritor español.