domingo, 25 de enero de 2015

LOCA DE CELOS (Silverio de Ochoa)

I

Así podría titularse el hermoso cuadro que el artista Luís Borja presentó en la Exposición de Bellas Artes, celebrada en Madrid hace algunos años.
Representaba dicho cuadro una calle de ciudad antigua, en cuyo fondo (el de la calle) se eleva una casa viejísima y negruzca, con balcones de madera y rejas mohosas, junto a un esquinazo de un edificio robusto, quizá un templo, rematado por dentada pirámide gótica, que recortaba un trozo de cielo anubarrado. Abajo, hacia la izquierda, dos figuras, de hombre y mujer, se destacan algo difusamente, él, medio embozado en la española capa y ella asomando graciosamente su linda cara y algo del busto por entre las hojas verdosas, que adornaban artísticos claros, de una puerta carcomida en los bordes por la acción del tiempo, sobre la cual se veía un cerco redondo y amarillento de puro gusto romántico, desdibujado sobre dos bellos capiteles.
A la derecha (esta era la figura principal del cuadro) una joven, vestida sencillamente con un traje oscuro, envuelta la cabeza en la castiza mantilla, según subía el último peldaño de piedra, gastado por el uso y la intemperie, de angosta escalera que desembocaba en la calle, frente a la casa vetusta, clavaba sus ojos airados, negros y hermosísimos en la al parecer enamorada pareja, que departía junto a la puerta claveteada y carcomida.
Tenía la joven antedicha las mejillas palidísimas, entreabiertos los labios, la frente henchida por una arruga forzada entre las dos cejas negras como el azabache; las ventanas de su nariz un poco aguileña se abrían aspirando ansiosas el aire; una de sus manos pequeñas y redondas, oprimía con fuerza un pequeño abanico abierto, y con la otra mano parecía arañar frenética el remate curvo y tosco del grueso y musgoso pretil de la escalera.
La actitud de aquella mujer en la que el artista pusiera admirables perfecciones de forma, era de una grande energía, hermosamente fiera, soberbia, diabólica. Era una leona herida que ruge amenazadora; era Juno celosa, conmoviendo el Olimpo con su ira formidable de diosa soberana.

II

El autor del cuadro, Luis Borja, según nos mostraba un bello boceto, se expresó de este modo ante varios amigos que, en su estudio, citados por él, nos reuniéramos:
–Contemplad este boceto. ¿Qué es lo saliente de ese rostro de mujer? Una expresión virginal de serafín en éxtasis, ¿no es verdad? La frente es tersa y pura; de los ojos brota una mirada castísima, mirada dulce y vaga de niña que se arroba siguiendo el vuelo de las mariposas; la boca es una hechicera boca de ángel que sonríe ante el esplendor de los cielos. Pues bien, ese rostro esbozado que veis, existe; es el de una joven de dieciocho años la cual se prestó, no os diré cómo, a servirme de modelo.
Al llegar a este punto de su relación nos enseñó el artista un lienzo que a su alcance estaba arrollado sobre un caballete, y apareció ante nuestra vista el rostro de la celosa del cuadro que con tanta justicia era entonces alabado en la exposición.
–Comparad esas dos cabezas – prosiguió diciendo Luis Borja, aproximando el uno al otro los lienzos que sus dos manos sostenían extendidos.
¿Seriáis capaces de asegurar que el rostro virginal y el otro de mujer que devoran los celos, pertenecen a una misma persona?
Creo que ninguno de vosotros afirmará tal cosa, y, sin embargo, y solemnemente os juro que del mismo modelo están copiadas con fidelidad las dos cabezas.
Y, ahora, escuchad como se verificó tan maravillosa transformación.
Acababa de abocetar el rostro angelical de la modelo, cuando ésta, al tiempo en que prendiéndose la mantilla se despedía de mí, se asomó, con ademán distraído y sonriendo de contenta, a la ventana que está ahí, en el fondo del estudio, y, de pronto, su cara de virgen pura y candorosa, se convirtió en rostro airado, terrible, hermosamente fiero, como debió de ser el del ángel caído cuando fue arrojado de los cielos…
Asombrado, miré por otra ventana siguiendo la dirección de los ojos de la joven, y vi a una graciosa muchacha y a un arrogante mozo, conversando alegres en la acera de enfrente.
Sin preocuparme más de la escena, encantado ante aquel rostro de virgen, transfigurada por la hoguera de una pasión devoradora, que avivaba el hálito poderoso e infernal de los celos, dibujé, rápido, líneas y contornos y me empapé, con toda mi alma, en los contrastes de color y de expresión sobrehumana que ofrecía a la mirada mi virginal modelo, de repente convertida en hermosísimo demonio.
Se fue de aquí la celosa como un torbellino, ahogando en su garganta gritos de rabia, estallando en convulsivos sollozos…
Lo que luego sucediera en la calle entre ella y los causantes de su mágica transformación, lo ignoro; pues lleno mi espíritu con la imagen extraña de aquella mujer desesperada, la trasladé al lienzo casi sin darme cuenta de ello.
Sonrió luego Luis Borja con cierta amargura, indicador quizá de alguna pena de esas que roen implacable el alma, y terminó su relato, diciendo con ardoroso entusiasmo de poseído:
–Hay en mi cuadro algo más que la mujer enamorada que sorprende una infidelidad de su amante; hay en el cuadro estampada, no sé ni sabré nunca de que modo, la revelación visible del fondo del ardiente mar donde brotan las pasiones que llevan consigo el ansia espantosa de destruir, hirviendo en oleadas de sangre… Creedme, amigos míos: cuando una obra de arte, cualquiera que sea, asombra los sentidos y penetra en lo más secreto del alma, es que el artista ha entrevisto el misterio profundo de lo sobrenatural… Las mujer celosa de mi cuadro no posee solo la expresión, la actitud que originan los celos; posee algo más que eso: la vida, el aliento, el color que esa misma horrible pasión que, inspirando ideas de muerte, entenebrece el alma y la precipita en la locura.

SILVERIO DE OCHOA
(Diario de Pontevedra, 19 de abril de 1897)