El Príncipe de B*** se paseaba
maravillado por delante de las casetas de la feria; con un entusiasmo raro en
él, lo decía a sus acompañantes, un Ayudante y un Secretario, que lo seguían en
actitud respetuosa: jamás había visto cosa semejante.
Mas que una fiesta de Andalucía,
le parecía una explosión de luz y de
colores, una reverberación del cielo y una florescencia de la tierra, que se
unían en notas de aromas y reflejos como un himno de la naturaleza que
celebrase la alegría de vivir.
El cielo azul de Sevilla era fondo
adecuado al cuadro movido, chillón, deslumbrador, de su fiesta predilecta.
El Príncipe viajaba de incógnito,
de verdadero incógnito. Quería verlo todo de cerca, gozar con aquel espectáculo
extraordinario, olvidar por un momento, bajo aquel sol que jaspeaba de rayos de
oro el espacio, las nieblas de su país, sonreír ante la bulliciosa multitud,
olvidando los problemas sociales que pesan sobre el mundo; realizr, en fin, una
escapatoria, como un estudiante travieso para llevar a su helado retiro un dulce
y cálido recuerdo de una alegría sana y real, derrochada por un pueblo que olvida
que hay en el mundo guerras, hambres, dolores y miserias, para embriagarse en
sus expansiones con el vino de su tierra y el aroma de sus flores, con la luz
de su cielo y los amores de su alma.
***
El Príncipe había recibido, antes
de salir del hotel donde se hospedaba, la visita ceremoniosa del Gobernador
civil de la provincia, el cual cumplía órdenes del Ministro, que le había
telegrafiado después de conferenciar con el embajador, que le había dado cuenta
de la llegada del augusto viajero.
–Agradezco infinito la atención –
había dicho al Gobernador, – pero nada necesito; quiero pasar desapercibido
como un turista cualquiera; verlo todo, apreciarlo por mi misno, confirmar
cuanto se dice de esta tierra encantada.
–De todos modos – había dicho el
Gobernador – se vigilará para que V. A. no sea molestado; pudiera cometerse
alguna imprudencia.
–No, no – insistió el Príncipe; – personalmente
nada necesito; deseo que nadie se moleste por mí, y suplico que no se dé cuenta
de mi llegada. Yo soy el conde de C*** y nada más. Viajo con dos amigos y deseo
independencia completa.
–En ese caso, solo me resta
ponerme a sus órdenes y retirarme.
–Gracias; espero que podré verlo
todo…
–Tal creo.
–Bailes, cantos, juergas – decía
el Príncipe consultando una nota de su cartera, especie de extracto de una descripción
de la feria, y hasta broncas… ¿No es
así?...
–¡Oh!– dijo sonriendo al
despedirse el Gobernador, – de eso habrá en gran número… ¡no habrá que
buscarlas!...
***
El Príncipe se embelesaba mirando aquellas
mujeres que bailaban cadenciosamente al son de las castañuelas, agitando con su
movimiento los manojos de cintas de los colores nacionales que las adornaban,
con flores en la cabeza, flores en el pecho y flores en los pañuelos que las envolvían,
como un girón flotante de una fantástica primavera.
Donde cantaban, donde jaleaban,
donde bailaban las graciosas sevillanas, levantando los brazos sobre la cabeza,
arqueando el cuerpo, deslizando el pequeño pie con rapidez vertiginosa, allí se
paraba el Príncipe, admirado, embobado ante aquel espectáculo incomparable, y después
de consultar sus notas, decía satisfecho:
–Baile, canto, juerga… eso es,
todo eso lo he visto, pero ¿dónde está la bronca?
Llegó la noche, tibia y clara y la
animación pareció concentrarse en las tiendas donde se comía, se bebía y se
bailaba sin descanso.
La figura fina y exótica del Príncipe,
absorto ante aquellos cuadros populares, no dejaba de llamar la atención de
algunos transeúntes y de los mismos que en las tiendas se divertían.
Algunos guasones le invitaban a entrar con timos de la tierra, que le Príncipe no comprendía, ni podía traducir
en ningún diccionario.
De repente surgió entre dos mozos
que llevaban vino a una joven que acababa de bailar, una agria disputa.
Las cañas volaron por el aire y
las navajas salieron a relucir, brillando sus hojas a la luz como rayos de fuego.
–Vámonos– gritó un chiquillo que salió
corriendo – que aquí se armó la bronca.
–¡La bronca! – repitió al ayudante
y al Secretario del Príncipe, como el que descubre la solución de un problema;
– ¡La bronca!... ¡Al fin vamos a verla! Los gritos de las mujeres, el ruido de
las sillas que rodaban por el suelo, el tropel de la gente que huía y los
agentes de la autoridad que retiraban a un herido y algunos presos, fue todo lo
que vio el Príncipe con más asombro que emoción.
Poco después la tranquilidad
volvió a la tienda; sonaba la guitarra y corría el vino, y a nadie parecía preocuparle
de lo sucedido.
El Príncipe, que se había retirado
algún tanto, contemplando absorto, aún más que antes aquel espectáculo.
–Es singular – dijo a su Ayudante,
sin poder ocultar su asombro; – la bronca es, por lo que se ve, parte del
programa de estas fiestas… la navaja y la guitarra alternan, como armas
esenciales… morir o bailar para ellos viene a ser lo mismo…
–Señor – dijo el Ayudante con acento
convencido, – yo no creo que esto sea usual en esta clase de fiestas… me
inclino a pensar que para obsequiar a los extranjeros de distinción las
disponen de antemano. Acaso el Gobernador conociendo que V.A. tenía deseo de
saber lo que era una bronca, dio sus órdenes…
–Puede ser – dijo el Príncipe sin
demostrar extrañeza; – es muy expuesto; pero tiene también sus atractivos…
Sentiré que por satisfacer mi curiosidad hayan matado a un hombre; pero, de
todos modos, lo agradezco mucho…
PATROCINIO
DE BIEDMA.
(Diario
de Pontevedra, 21 de abril de 1897)
El autor: Patrocinio de Biedma y la Moneda (Begijar, Jaén, 13 de marzo de 1848 - Cádiz, 14 de septiembre de 1927) fue una escritora y articulista española.