lunes, 26 de enero de 2015

VÍCTIMAS DEL ARTE (José de Siles)

 Los músicos del café
No puedo contemplarlos un instante, rascando el violín o golpeando el piano, sin sentirme lleno de piedad profundísima.
A todos ellos me los figuro Rossinis malogrados, maestros entorpecidos en el curso de su carrera armoniosa, dulce, alada, como las notas que hacen de sus instrumentos. A todos me los imagino destinados a superiores oficios que el de servir de reclamo de café a las muchedumbres. Sin embargo, en días de fiesta, truenan en tales sitios como soberanos del arte callejero; o más propiamente dicho, del arte sazonado con bifteques y tostadas.
Yo no me he extrañado nunca de que sus armonías huelen a grasa y sepan a azúcar.
La grasa y el azúcar son los polos del gusto de la clase media, de esa clase honrada, trabajadora, sencilla, algo vulgar si queréis, que solo de higos a brevas, esto es, de domingo a domingo, puede darse la satisfacción de un espectáculo teatral o de un concierto de café.
Pues para esa clase tocan, principalmente, estos músicos, nacidos quizás a elevarse sobre las cimas etéreas de las sonatas de Beethoven; pero concedednos a ejecutar cancioncillas de óperas fáciles, aunque de efecto seguro.
Ignoro que demonios ponen en aquellas cuerdas. Al primer tecleo de los dedos, a la primer restregadura del arco, por mis nervios corren relámpagos de extraños bríos.
¿Ocurre lo mismo a todo el auditorio?
Creo que sí. Veníos conmigo.
Entráis a primera hora de la noche en un café donde se dan raciones de cualquier cosa, con música. ¡Qué frío, qué triste está aquello!
Los mozos bostezan, medio durmiéndose, sentados en una silla; en el aparador, el dueño o la dueña hace que se entretiene, contando de nuevo los terrones de cristalizada remolacha en cada  platillo: sólo acaso, junto a las mesas de los rincones, se dibuja un bulto, dos bultos, que se hablan callandito, siseando, casi amedrentados, con aspecto de aves nocturnas.
De la cocina no sale la alegre canturria de la carne que se fríe bajo una nube de oloroso humo.
Todo parece muerto. El café, que breves horas después deslumbrará con sus luces, asordará con sus ruidos, vibrará con su trajín de cenas, creyérase ahora un establecimiento arruinado, no más moderno, risueño y confortable que horrido zaquizamí de ropavejero.
Mas, levanta la tapa de un mueble a modo de arcón triangular; llega otro y desenfunda un armatostillo, algo que tiene parecido con el ataúd de un niño; y aquél sentado y éste en pie empiezan a desgranar cascadas notas.
Tranfórmase el café. Un preludio ha bastado para que los mecheros de gas resuciten de su mortecina penumbra, para que los camareros despierten, como sacudidos por un resorte, de su holganza modorra; para que los espejos de las paredes relampagueen como lagos incendiados; para que los vasos, las botellas, las vasijas de zinc, reluzcan con cambiantes y vivos reflejos, como la capilla iluminada de un templo.
Una carcajada del piano, un suspiro de violín, han sido las maravillas mágicas que han llenado el café de gente.
Yo no se cabe.
En torno de las blancas mesas de mármol se ven negros cordones de personas.
Es inútil buscar sitio ni esperar turno. En todas las caras se observa la delicia de estar allí sentado. Y los parroquianos beben y ríen, gritan y tocan palmas, y los camareros cruzan aquí y allá, llevando y trayendo, presurosos, jadeantes, desesperados, renegando de que al hombre no hubiera hecho Dios con más brazos. Y entre tanto el piano y el violín, ya lentos y suaves como el cristalino hilillo de un manantial, y desbocados y furiosos, como corceles de guerra en medio del combate, vierten sus armonías, sonriendo, sollozando, cantando, rugiendo bajo las manos del pianista, entre los brazos del violinista, al compás de la cucharilla que menea el café con leche, y del cuchillo que despedaza una chuleta.
He aquí la virtud del arte; he aquí el poder de los músicos de café.
Pasáis por la calle, aburridos, desorientados, sin ganas de nada. No sabéis a donde ir, ni en que emplear un rato, ni bajo que techo preservaros de las molestias de una noche de invierno.
Las tertulias os fastidian, el hogar se os cae encima, los teatros cuestan caros y sujetan con el reglamento de sus funciones a permanecer un tiempo dado embutido en incómoda butaca.
Pero una puerta se entreabre al paso, y una oleada de acordes sonoros os envuelve, os engancha, os mete dentro.
La atmósfera del café os calienta; el público del café es familiar y variado; el aspecto del café es risueño y brillante; las mesas del café invitan a tomar agradables refrigerios o suculentos confortativos; la música, en fin, del café es bonachona y franca, locuaz y vibrante, y excita a que la escuchen como se escucha la charla sin freno, naturalota y picante de la mujer del pueblo.
Cuatro o seis horas, con ligeros descansos, están manteniendo los músicos de café el fuego sagrado de la parroquia. Poco, muy poco ganan por estas sesiones artísticas. Según la categoría del establecimiento, y en los de buen tono no se usan pianos ni violines, así es la categoría del salario.
No es una canonjía, no.
Lo suficiente para no morirse de hambre.
De noche, concierto en el café; de día lecciones a domicilio.
¡Así se va pasando esta miserable vida!
Sois muy estimables, camaradas, ¡oh, músicos de café!
Me indigna que alguien, sin duda alguna, critico pedante, haga un mohín de disgusto cuando os oye. Yo os encuentro excelentes, admirables, dignos de mejor suerte. Yo comprendo vuestras ambiciones ignoradas; adivino vuestras luchas en la sombra; presumo, lo que haríais en otro escenario ante otro público, con otros instrumentos, comprendo vuestros pesares y amarguras.
¡Qué sueños tan hermosos habréis dejado atrás en vuestro camino, antes de subir al tabladillo de un café cantante o «sonante».
Desempeñáis, aun ahí mismo, una gran misión. Popularizáis la música.
El hogar madrileño encierra pocas armonías.
La voz del interés, de la miseria, del negocio, se deja oir más que el canto. El café «llena este vacío»: el café donde se toca música es una escuela donde se educa el oído del pueblo.
¡Artistas de café! ¡Sois unos compañeros modestos y útiles!
Pero alguno de vosotros sois también una de las muchas víctimas del arte.
¡Os admiro y compadezco!
¡Venga esa mano!

JOSÉ DE SILES
(Diario de Pontevedra 5 de mayo de 1897)

El autor: José de Siles.-  Poco se conoce sobre la vida de este prolífico cuentista y poeta, salvo que llevó una vida bohemia. Cultivó el artículo de costumbres y también la crítica de arte en periódicos como La Época. Recogió luego sus críticas en libros como Bellas Artes (Madrid, 1887) o El cincel y la paleta. Notas de arte (1905). Como narrador se acogió a la estética del Naturalismo en sus novelas La seductora (1887), Juana Placer. Historia de un temperamento (1889) y La hija del fango (1893), La estatua de nieve (1905). Reunió sus relatos cortos en libros como El lobo y la oveja (1905) o La novia de Luzbel (1905)  (Wikipedia)