jueves, 12 de febrero de 2015

ODIO MORTAL (Eduardo Zamacois)

–No seas testaruda, Julia, y satisface mi curiosidad sin ambages ni pleguerías retóricas importunas. ¿Por qué las cartas que me escribes las secas con ceniza y no con arenilla azul o roja, que es el color emblemático de las pasiones ardientes?...
Ella se encogió de hombros.
–Es un capricho.
–Capricho del cual quiero que te corrijas,–repuso Daniel Montoro entre seriote y risueño, –porque yo hago con tus cartas lo que Werther con las de Carlota, besarlas… y me hace poquísima gracia llenarme los labios de ceniza. ¿Por qué ensucias con esa basura los pliegues de tus billetitos perfumados?...
Hubo un momento de silencio; Julia, apoltronada en su butaca, le miraba sin responder.
–No sé cómo explicar ese humorismo de tu temperamento artístico,–añadió él; –unas veces creo que con esa ceniza quieres expresar el fuego devorador de tu cariño, que todo lo calcina; y otras, que te mofas de los juramentos que me escribes, espolvoreando ceniza sobre ellos, como significándome, con ese recato de las mujeres ladinas, que tu pasión es antojo vano, fingimiento, humo y cenizas….
–Te engañas; ese capricho mío no obedece a los enrevesados intríngulis psicológicos que supones; es… una venganza… ¿Tú has odiado alguna vez?...
–Nunca, – contestó Daniel Montoro admirado; –imagino que es mucho más fácil amar, que odiar…
–Tan difícil y tan exquisitamente agradable es lo uno como lo otro. Amar es vivir en el ser amado, discurriendo con su cerebro, sintiendo con su carne; en él hallamos lo mejor; las zarzas nos parecen flores, fausto la miseria y en medio de los mayores rigores de la suerte, nuestra alma encuentra paz y quietud dulcísimas… ¡Pero odiar!.... Es no poder soportar la presencia ni el recuerdo torcedor del ser odiado que nos roba el aire que respiramos y emponzoña el agua que bebemos… ¡Créeme; hay venganzas crueles que regocijan hasta la tuétanos, como si fuesen un deleite!...
Movida por la exaltación de su discurso se había incorporado mirando a su amante con sus ojos grandes y negros de mujer apasionada; luego añadió, un poco más serena:
–No te quejes de esas cenizas con que seco mis cartas, porque envuelven un amuleto misterioso que asegura la firmeza de mi amor hacia ti…
–No te comprendo, habla…
–¿Y si después de saber este secreto trágico de mi vida, no me quisieras?... Me has sorprendido en uno de esos instantes de femenil debilidad en que no puedo rehusarte nada. Pero temo hablar y que desprecies; los que odian como yo se exponen a ser odiados de igual manera… Mi secreto es algo satánico, inaudito, casi repugnantes… Daniel, amado de mi alma, no me arranques esta confesión sin antes jurarme que me quieres mucho, que me querrás siempre…
………………………………………..
Estaban sentados junto a la ventana; ella en una butaca de elevado respaldar; él a sus pies, sobre una sillita baja, medio arrodillado, acariciándola las manos, mirándola a los ojos, en la actitud apasionada y respetuosa del amante que formula su declaración.
Era una tarde lluviosa de invierno; por el cielo gris pasaban grandes masas de nubes exprimiendo una llovizna compacta y menudita que caía sin ruido; los faroles de la calle, agitados por el viento, lanzaban haces de luz rojiza que penetraban por la ventana tiñendo los objetos de la habitación con reflejos sanguinolentos. Era un gabinete espacioso y bien alfombrado; las puertas estaban cubiertas por opulentos cortinajes de terciopelo negro. Sobre el fondo oscuro de las paredes se veían rielar los cristales de algunos armarios y perfiles marmóreos de estatuas que se bocetaban tímidamente en la penumbra como espíritus livianos de personas muertas; en el testero del fondo brillaba el marco dorado de un cuadro enorme, en medio del cual se insinuaban algunos puntos claros que debían de ser los semblantes de las figuras; el resto del lienzo desaparecía anegado en ese fondo tenebroso peculiar de los cuadros antiguos. Las luces de la calle proyectaban nimbos inseguros que correteaban por el techo y luego se quebraban en las paredes hasta anonadarse en los ángulos más oscuros; el marco lapidario de la chimenea también se bosquejaba en la sombra con ese color blancuzco de los sepulcros nuevos; los clavos dorados de la sillería salpicaban la oscuridad de puntos metalescentes; sobre la mesa colocada en medio de la habitación había un magnífico estuche de oro cincelado, tan terso y pulido, que parecía brillar con luz propia.
Los cuerpos de Julia y de Daniel Montoro, colocados delante de la luz, se recortaban sobre el techo con  perfiles monstruosos, deformados según las leyes de la óptica; cabezas puntiagudas, narices gigantescas, brazos largos terminados en manos que huían moviendo los dedos cual si fuesen arañas enormes…. Y en medio de aquella habitación silenciosa y anegada en tinieblas, el soberbio estuche de oro cincelado brillaba con esos reflejos leonados del sol poniente

–Las cenizas con que seco mis cartas, – dijo Julia,  – las tengo encerradas ahí, en ese estuche de oro…
Una ráfaga misteriosa de viento penetró en el gabinete lanzando un quejido agónico semejante al aleteo de un pájaro nocturno. Julia continuó:
–voy a confesártelo todo concisamente y de plano, porque estos secretos tan íntimos se dicen pronto o no se dicen nunca. Ya sabes que me casé a los veinte años y que a los veintisiete enviudé, pero ignoras lo que aquel hombre funesto fue para mí. Eso no lo sabe nadie, porque la sociedad condena a la mujer a honrar el apellido del esposo que la vejó y afrentó, como se le exige al condenado a muerte que bese la mano del verdugo que va a ejecutarle…
Su voz temblaba sacudida por la emoción y por su semblante pálido de hembra nerviosa, rodaron dos lágrimas.
–¡Oh, Daniel, –añadió – he sufrido tanto… tanto!... Yo, cuando le conocí, era una niña sin mancilla, con el corazón abierto a todos los sectores mirajes de la pasión… El ajó mi juventud, desvaneció mis ensueños de opio y secó los fecundos raudales afectivos de mi alma, con sus intransigencias y sus celos de macho brutal; yo servía de recreo a sus caprichos, siempre me tenía encerrada, creyendo que iba a traicionarle; me hacía jurar todas las noches que le amaba, que no le engañaría nunca, y como mi carácter altanero se rebelaba contra semejantes complacencias, el miserable me maltrataba… Creo que me quería, pero a su modo, con una pasión rabiosa de fiera que me hizo sufrir infinitamente. El ruido de sus pasos me daba frío de cuartana; en cuanto llegaba me cogía por una muñeca para interrogarme: –¿Quién ha venido? ¿Por qué estás tan peinada?... Miraba debajo de las camas, detrás de las puertas, me olfateaba los labios creyendo que olían a tabaco, me examinaba los dedos para ver si los tenía ma
nchados de tinta… Como recuerdo haberte referido en otras ocasiones, él padecía ataques epilépticos que le dejaban exánime durante dos y tres días… El temor de ser enterrado vivo le obligó a recomendarme que después de muerto le incinerasen, y yo satisfice su deseo…
Daniel Montoro se estremeció violentamente; acababa de comprender.
–Luego esas cenizas… –murmuró.
–Sí, acertaste, son las suyas… están encerradas en ese estuche de oro…
Hubo un momento de silencio; la cabeza de la joven se dibujaba en el techo de la habitación con un perfil quimérico, y otra vez susurró por la estancia el quejido del viento, tenue como el aleteo de un pájaro herido.
–Por eso le odio tanto, –añadió ella incorporándose; – y me vengo del muerto ya que mi débil constitución de mujer me impidió vengarme del vivo. Yo le odiaba con una intensidad sin límites; no sólo detesté aquellas manos y aquellos labios groseros que me insultaron, sino que cifré en cada uno de los miembros de su cuerpo un odio particular; odié sus ojos, su frente… ¡odié sus cabellos uno por uno!... Artemisa amó tano a Mausoleo que se bebió sus cenizas; yo, en cambio, me complazco en que las cenizas de aquella vil armazón de materia sirvan para secar las cartas que te escribo, y en que tú las insultes también, llevándotela a los labios…
Luego prosiguió:
–Es una venganza cruelísima, superior a cuántas ejecutan los ángeles precitos en los círculos del infierno dantesco. Si es cierto que tras esta vida efímera hay otra y que los muertos tienen la capacidad de espiar a los vivos… la venganza que ahora tomo de él, es digna secuela del martirio que de él recibí… Gozo pensando en que su alma vaga en torno mío, y en que se asoma por encima de mi hombro para leer las cartas que te escribo… Sí, odié todo su cuerpo, miembro por miembros, átomo por átomo, y ahora el polvo de sus huesos calcinados lo empleo en secar las cartas que te escribo citándote, llamándote: «luz de mis ojos»… «sangre de mi sangre»…
Daniel Montoro se puso de pie, horrorizado; ella también se levantó y sus dos cuerpos abrazados se recortaron sobre el fondo iluminado de la ventana.
–No me odies por eso, – murmuró Julia muy quedo y envolviendo a su amante en una mirada de inextinguible pasión; – la mujer que odia como yo, también sabe amar infinitamente…

EDUARDO ZAMACOIS
Vida galante. nº 2. Barcelona, 11 de noviembre de 1898