martes, 17 de febrero de 2015

ANTES...DESPUÉS (Joaquín Segura)

I

En aquel poético rinconcito de Asturias la existencia de Dionisia se deslizaba tranquilamente. Entonces sumaba diez años, era hija primogénita y no frecuentaba más sociedad que la de sus padres, ni conocía otro horizonte que el limitado por los encinares vecinos y el que allá, muy lejos, recortaban sobre una línea gris, el cielo y el mar.
La vida laboriosa del cortijo empezaba con las primeras claridades del amanecer, mucho antes de que el disco sangriento del sol asomase en el horizonte. La madre de Dionisia empezaba a barrer la casa y luego salía al corral a echarles al os borriquillos el último pienso y a dar de comer a las gallinas; y entre tanto Juan y Domingo, dos rapaces e ocho y nueve años respectivamente, obedeciendo las órdenes paternales, se iban al campo o bajaban a la playa a repasar los nudos de la red o a componer las velas rotas.
Dionisia estaba encargada de guardar los cerdos que constituían la principal riqueza del cortijillo; y era aquella una ocupación que no exigía esfuerzo y que se conformaba perfectamente con su temperamento perezoso.

Dionisia tenía la color bronceada, la boca grande, las facciones correctas, los ojos grandes y reflexivos, y este carácter taciturno de los pastores que siempre están solos. Sentada al pie de un árbol, la niña pasaba las horas calurosas de la siesta sumida en un dulce ensimismamiento, con las manos cruzadas sobre la falda y los ojos fijos. Su cerebro, sin embargo, no estaba inactivo: viviendo en medio de la naturaleza, tenía a la vista continuamente el libro siempre abierto de la vida; sin procurarlo observaba como se perseguían  los cerdos encelados, el ardor de las palomas lascivas, la sumisión con que las gallinas se doblegaban al capricho del gallo altanero, que las sujetaba despóticamente por la cresta, el amoroso piar de los pajarillos que fabricaban sus nidos en el tronco de las viejas encinas, y el ardor con que los insectos se buscaban entre la hierba, bajo los rayos abrasadores del sol… Todo aquello lo escudriñaba con interés creciente: su despierta imaginación comprendía que en todos los animales, en las mismas plantas que despiertan a la vida con los primeros calores de la primavera, había un sentimiento unánime, una pasión común a todos, a la flor que entreabre sus pétalos y a las palomas que se arrullan… Y ella misma empezó a sentir en su carne un extraño desasosiego cuyo origen no podía descubrir su salvaje candor de niña impúber.
Pero pasó el tiempo y con los años llegó la pubertad, y entonces Dionisia, que ya había leído muchas historia s de amor, comprendió la naturaleza de ese sentimiento carnal, de esa conmoción eléctrica que desquicia al mundo.
Desde aquel momento y sin que hubiese mediado otra explicación, Dionisia tuvo barruntos de que había pueblos y horizontes que ella no conocía, y con una madurez impropia de su poca edad, se lamentaba de vivir sola, encerrada entre aquellos cerros, perdida para el mundo, como una religiosa en su celda; y Dionisia, que ya sabía lo que los hombres llaman una mujer hermosa, se dio a estudiar en los libidinosos arrebatos de los animales que custodiaba, las explosiones de aquel fuego que ella misma sentía germinar en sus profundos.
Aquello era una iniciación inconsciente en los deleites del amor; el vicio, la orgía, que la seducían llamándola por las cien mil lenguas que tiene el pecado… Y, mientras sentada al pie de un árbol veía como los verracos encelados persiguen a sus hembras, la guardadora de cerdos, pensaba:
–Sí, debe ser muy dulce, eso de rendirse…

II

Han pasado mucho años, más de veinte, y la Dionisia que guardaba cerdos en un ignorado rinconcito de Asturias, hoy es una hetera de elevadísimo rango, una reina del buen gusto, célebre por su hermosura, por su riqueza… ¡casi una gran señora!...
¿Cómo?
Sus padres la enviaron a Oviedo, al servicio de una familia acomodada: allí conoció al señorito caprichoso que, a trueque de su virginidad, había de abrirle las puertas del gran mundo, y enseñarla el medio de poner a su belleza alta y nobilísima tarifa. Tratándole aprendió Dionisia esos arrebatos y esas languideces que tanto gustan a los hombres, y supo los recursos de que había de servirse para ser elegante y pasar por discreta. La joven era mujer dotada de milagrosas facultades: bonita, descocada, graciosa, con buena voz y felicísima memoria, y no tardó en aprender chascarrillos, canciones y esas variadas quisicosas que tanto se estiman en los salones mundanos… Y prosperó, prosperó mucho, ganando rápidamente en prestigio, gentileza y posición.
Después, buscando campo más vasto para sus ambiciones, se trasladó a Madrid, presentándose ante el gran mundo bajo el pseudónimo de Leonor del Encinar.
La fortuna ha colocado a Leonor del Encinar sobre las demás cortesanas, sus rivales. El suicidio de un estudiante que se encaprichó por ella y que no pudo merecer ningún favor de la terrible mujer que tantas mercedes prodigaba, y el desafío de dos linajudos personajes, nobles de abolengo y senadores por añadidura, comenzaron su reputación. Un francés millonario, la compró un hotel y coches; se la veía en el Hipódromo, en los palcos del Teatro Real; dio reuniones, jugó a la Bolsa, ganó y los periódicos hablaron de ella. Después un fotógrafo quiso retratarla en diversas actitudes y trajes, accedió Leonor a su pretensión viendo en ello un poderosos reclamo hecho a su fama de mujer bonita; aquellas fotografías fueron reproducidas por varias revistas ilustradas y por todas partes abundaron retratos de Leonor del Encinar en traje de ciclista, vestida de niña o saliendo del baño…
El francés millonario que tanto contribuyó a su popularidad y entronizamiento quiso llevarla a París, y Dionisia consintió, mas antes fue a despedirse del pueblecito en que nació. Su padre había muerto, pero sus hermanos y su madre la esperaban aún. Fue aquella una impresión brutal, intensísima, que arrasó sus ojos en lágrimas. La vieja casuca con techo de pizarra, el corral, la noria, los bosques vecinos, el arroyuelo que ella cruzaba desnuda de pie y pierna cuando era guardiana de cerdos, hata el lanchón en que suk padre la llevó embarcada algunas veces, ¡todo estaba igual!...
Dionisia permaneció allí varios días, hasta que empezaron a serle insoportables la dureza del lecho y la plebeya calidad y sazón de los alimentos: aquellos individuos que tanto la querían ya no eran de su clase, aquel mundo no era el suyo, y entonces se despidió del pueblo para no volver.
Leonor no se ha arrepentido aún de las escandalosas liviandades de su disipada juventud, ni piensa poner a su historia ese epílogo de mortificación y arrepentimiento con que concluyen todas las novelas románticas, y se ha limitado a señalarle a su familia una respetable pensión y a sufragar los gastos que origine la construcción de una capilla que en la iglesia de su pueblo edifican en honor de Sta. Dionisia.
Ahora está en el apogeo de su juventud, de su hermosura y de su esplendor. El otoño lo pasa en París, el invierno en Roma, el verano en Dieppe. Vive en la avenida de Wagram, cerca del Arco del Triunfo, en un magnífico hotel que todos sus amantes han pagado. Se levanta tarde, lee los periódicos de la mañana, buscando ávidamente entre los ecos del gran mundo todo lo que de ella se dice. Enseguida entra en el cuarto de baño y su doncella la lava, la perfuma, la acaricia frotándola el cuerpo con suaves pomadas que dan frescura y colorido a la piel, y luego se viste un traje de seda para esperar la visita de los íntimos, que nunca faltan.
Por Leonor se han arruinado muchos, algunos han muerto, y el escándalo de sus desenfrenos ha llegado al seno de los hogares provincianos, pero nadie la censura, es una estrella que todavía no ha tenido ningún eclipse. Una tarde sus caballos atropellaron aun niño y no hubo ningún guardia que se atreviese a detener el coche de la célebre cortesana. ¿Por qué?...
Porque Leonor es la mujer de todos, la mujer que entre todos han enriquecido; aquella para quien no hay hombre antipático, ni anciano repugnante, ni hombre demasiado niño… La quieren los adolescentes, porque su candorosa vanidad se siente halagada por la posición de tan rica hetera; la quieren los viejos libidinosos, porque es mujer perita que sabe reanimar su fatigada senectud con los quintaesenciados refinamientos del deleite; la quieren los comerciantes, porque es parroquiana generosa que paga al contado y sin regateos.
Ella, que es mujer de talento, compara la inocente Dionisia de otros tiempos con la vengadora de ogaño, y conoce que esta vale bastante menos que aquella. Esto le ha inspirado un profundo desprecio hacia la humanidad; ¡qué poco deben de merecer aquellos grandes banqueros, y aquellos príncipes de la sangre que la cortejan… A todos esos encopetados caballeros que las modestas burguesas ven pasar encerrados en la aristocrática tiesura de sus levitas abrochadas, ella les ha visto en su dormitorio, medio desnudos, y conoce sus defectos, sus ruindades, sus miserias… Y cuando, por las mañanas, su doncella le presenta las tarjetas de los marqueses y de los ricos comerciantes que solicitan una entrevista, la gentil cortesana sonríe desdeñosamente… pensando en los verracos encelados del cortijo… Su estrella no ha variado. La pobre Dionisia guardaba cerdos; la opulenta Leonor del Encinar… también: cerdos humanos…

JOAQUÍN SEGURA
La Vida Galante, nº 7. Barcelona  18 de diciembre de 1898.