jueves, 12 de febrero de 2015

MATERNIDAD (Jacinto Benavente)

LUISA, veintidós años. – ISABEL, Treinta.

Luisa.– ¿De compras?
Isabel.– Sí. El pan nuestro de cada día: el pan que traen los hijos debajo del brazo, según dicen… Un vestido para el ama. A ver, ¿qué te parece? Mira…
L.– Muy bueno, ya lo creo… Es un merino riquísimo… doble de ancho… ¿La vistes de pasiega?
I.– Sí, entró con esa condición. Es vizcaína, pero como el traje de pasiega es más caro… Hay que agradecer que no sea moda vestirlas de sultanas… Pues lo de menos es la tela, luego eche usted botones y collares… ¡Y comer!
L.–Sí, no me digas. Yo lo veo en casa de mi hermana. Por eso yo haré todo lo posible por criar a mi hijo, y mi pena mayor sería no poder criar.
I.– Sí, es una pena… Yo crié al primero y empecé a criar al segundo…
L.– Y de seguro has sentido no criar a este…
I.– Sí, lo he sentido; pero sintiéndolo y todo, te aconsejo que no críes.
L.– ¡No me digas! Soy fuerte, no creo que me perjudique.
I.– La salud es lo de menos. Nunca me he encontrado mejor que cuando criaba.
L.– ¿Entonces? ¿Qué es mucha sujeción, que por fuerza ha de privarse una de teatros, de diversiones? ¡Si vieras qué poco me importa!
I.– Lo supongo… Pero tampoco es eso.
L.– Explícate.
I. Mira: cuando yo criaba a mis hijos y con una niñerita modesta que los llevaba en brazos, salía con ellos a paseo, al pasar entre dos filas de nodrizas, insultantes de lujo, recargadas con galones de oro y cadenas de planta; al considerarme objeto de sus burlas groseras, despique del despecho, porque yo era para ellas una emancipada de su tiranía insufrible… ¡si vieras qué orgullosa me sentía! ¡Única madre en aquella huelga de madres! No comprendía como por comodidad o por lujo, hubiera mujeres que se resistieran a cumplir deber tan bien recompensado con solo cumplirlo…. Ahora lo comprendo… Yo cumplía con los deberes de la maternidad, pero… huelga de madres o huelga de esposas, he aquí el problema. ¿Has comprendido?
L.– Comprendo que si tú cumplías con tu deber, alguien faltaba al suyo… ¡Pero es infame!...
I.– Eso dije yo, infame, porque entonces nos han engañado… ¡La santa maternidad! Y mientras tú aceptas sus deberes como un sacerdocio, tu marido…
L.– ¡Ay! En ese sacerdocio tu marido no puede decir misa, ni siquiera ayudar a ella.
I.– Pero a lo menos podía oírla con respeto. ¿Qué dirían los hombres si en una enfermedad, en una ausencia suya, siguiéramos su ejemplo?
L.– A ellos todo les disculpa.
I.– Tienes razón, todo… Yo quise separarme de él para siempre, y todo el mundo se burló de mí. ¡Separarme por una pequeñez!... ¡Por lo más natural del mundo!... ¡Por un pecadillo que todos los maridos cometen y todas las mujeres toleran!.... Mi familia estaba escandalizada: mi madre misma; el antiguo médico de casa se hartó de llamarme ignorante, porque no me conformaba con lo que, según él, era ley de la Naturaleza… ¿Qué más? El confesor sólo pudo decirme: ¿Qué quieres, hija mía? Si tu esposo vinera por aquí, yo le diría más de cuatro cosas; a ti, solo debo decirte que perdones… ¡Ah! Nos engañan miserablemente… Antes de casarnos debían enseñarnos esas leyes naturales de que hablaba el doctor, y al casarnos, debían leer dos epístolas diferentes: una para los hombres, otra para nosotras, ya que no reza la misma con ellos que con nosotras…
L.– ¡Vaya, cálmate! Ya sabes a qué atenerte… y yo también.
I.– Ya lo sabes. No críes a tus hijos. Una ama no puede robarte su cariño; cualquier mujer puede robarte el cariño de tu esposo. Que no quede por ti… Los hombres lo quieren. ¡Huelga de madres!

JACINTO BENAVENTE
Vida galante. nº 2. Barcelona, 11 de noviembre de 1898