sábado, 7 de febrero de 2015

LA DAMA BLANCA (César Pueyo)

I
La sala del teatro ofrecía un conjunto verdaderamente deslumbrador.
Todo cuanto hay de bello y elegante en aquella sociedad – que diría un gacetillero al uso – se había dado cita allí aquella noche.
Damas elegantísimas que aumentaban el brillo de sus encantos con el de ricas joyas; pollos ridículamente afeminados trascendiendo a opopánax, verdaderos muebles inútiles en el mundo; vejetes de luciente calva y abultado abdomen y militaritos de naciente bigote que hacían vanidosa ostentación de sus brillantes uniformes, constituían la plana mayor del público.
Venus y Marte, la literatura y la banca, la música y la política, tenían numerosos representantes en aquella masa de gente.
El primer acto, que finalizaba, se vio interrumpido por un prolongado ¡¡ah!! de admiración.
Los mismos actores suspendieron inconscientes la representación unos instantes para mirar al primer proscenio de la derecha.
Una mujer preciosa, especie de Ophelia a la moderna, se despojaba en aquel momento de su magnífico abrigo de pieles y tomaba asiento en el palco, después de alisar con encantadora coquetería, sus cabellos.
–¿Qué os parece hoy la dama blanca, general? – preguntaba un estucado y teñido Matusalén, que se revolvía furiosamente en su butaca.
–¡Deliciosa, querido, deliciosa!– contentó el deteriorado Marte. – Os garantizo que aún hacía una locura en su obsequio.
Un señor pálido, que lucía una condecoración extranjera en el ojal del frac, se decía, mirando al palco objeto de la curiosidad de todos:
–Sería casualidad… Y sin embargo, esa es su cara. Juraría que es ella…
Luego interrogó a su vecino de la izquierda.
–Perdonad, señor; pero creo haberos oído decir que esa joven es…
–¡Cómo! ¿No la conocéis? – se apresuró a contestar el hablador vejete, –¡Marinón!... ¡La dama blanca! Ved su traje. Blanco como siempre. ¡Oh! Y la verdad es que ese color le está perfectamente. A él debe tan caprichoso denominativo. Todo París la conoce. Es… la última nota galante…
–Gracias.
Sus ojos siguieron fijos en la hermosa rubia y dejó que sus pensamientos volaran a los primeros tiempos de su juventud.
En su historia había una jovencita que se parecía a aquella mujer, como se parecen dos gotas de agua.
Fue un amor relámpago del que conservaba muy buenos recuerdos.
Apenas se conocieron los separó una casualidad. A no ser esto, ¡quién sabe como hubiera acabado el noviaje!... Tal vez con la bendición de un sacerdote…
Pero el hecho fue que nadie la vio más.
Los aplausos que se tributaban al actor le distrajeron de sus reflexiones, y cuando, terminado el acto, volvió a dirigir hacia Marinón sus ojos, se encontró con los de ella que le miraba fijamente, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa.
Esto aclaró sus últimas dudas.
Marión era ella.
II
–… Ya lo sabes todo. Entonces apenas me di cuenta de mi caída; hoy, con más experiencia de las cosas, comprendo que fatalmente tenía que suceder.
¿Qué hace una chiquilla sola?
Se puede resistir un año, dos, tres, si quieres; pero créeme que sucede al fin.
¡Oh! Y esa misma gente que predica moral es la primera que justifica nuestras faltas.
Ayer se miraba con olímpico desprecio, como si fuese un crimen comer miserablemente y cubrirme con un pobre vestido. Hoy, por el contrario, se ocupa de mí con admiración. Ya lo has visto antes. Y es que me sobra el dinero, y con eso se hace respetar todo. ¡Hasta la impureza!
A él le sonaban estas palabras muy tristemente, pero veía en ellas un fondo de verdad.
Ella seguía diciendo:
–Ya verás mi hotel; porque ahora supongo que seguiremos viéndonos.
Hay allí verdaderos objetos de arte.
¡Ah! Pero me respetarás ciertas horas… Mira, de dos a siete te concederé un rato de conversación, siempre que te plazca. ¿Cuándo vas a ir? Quiero saberlo con seguridad para esperarte.
Entonces él se aproximó más a Marinón y, después de mirarla atentamente le tomó una mano y dijo, vacilando como el que teme decir una tontería.
–Oye; no sé lo que vas a pensar, pero no te visitaré porque… mira, ríete de mí si quieres, pero prefiero conservar tu recuerdo puro en mi alma.

CÉSAR PUEYO.
(Diario de Pontevedra, 20 de diciembre de 1897)

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