sábado, 31 de marzo de 2018

¡POR LÁSTIMA! (Pío Gullón)


I

Entre los tipos españoles conservados milagrosamente al través de la oleada de reformas que cada día nos llega de Francia; entre los restos escasos de nuestras costumbres nacionales borradas diariamente con los hábitos y las instituciones de los que nos han heredado en la peligrosa tarea de llamar la atención; entre aquellos representantes del españolismo puro más raros cada vez, ahora, que hasta nuestros clásicos zagales se visten a la francesa; entre esos industriales o artistas únicamente posibles en España, y de los que ya solo queremos los que huelen a cuerno, que son en mi concepto los que antes debiéramos abolir; entre los inspiradores del pincel de Goya o del lápiz de Alenza o del de Vaude, hay una clase especial, colocada más abajo que el pueblo, cuyos hábitos se transmiten fielmente hace ya siglos; clase cuya historia nos proponemos bosquejar andando ese tiempo de nuestro país, más largo que el de ninguna otra parte; clase que llamamos así, más que por su número escaso, por su diversidad de todas las otras y por el lazo unido, hereditario e indisoluble que la sostiene; clase solo conocida dentro de las tapias de nuestra capital; en una palabra, la clase que componen los ciegos de Madrid.
Con necesidades, con afectos, con instintos especiales el que nace para vivir en ese sepulcro anticipado que se llama ceguera es un ser aparte de la humanidad, aislado entre sus semejantes; tocándoles a cada momento, adivinando alguna vez las afecciones y los pensamientos de los demás hombres; viviendo sin embargo en un mundo distinto, cuyo fondo está casi siempre lleno de tristeza resignada, sino de la cruel desesperación que algunos suponen.
Y entre esos mismos seres infelices tan desgraciadamente igualados por la naturaleza, hay otra separación establecida por la sociedad; la que divide al ciego rico del ciego pobre; la que aísla al ciego que vive en cómodas habitaciones y cuidado con esmero, siquiera sea por manos mercenarias, del ciego que pide apoyado en un guarda-cantón, implorando el nombre de Santa Lucía, o vende por las calles el anuncio de un cambio ministerial, siempre pregonado con voz aguardentosa y con el grito consabido: a dos cuartos el papel que acaba de salir ahora.
El primero de estos ciegos es aquí como en Flandes; es el hombre privado de la vista, el ciego rico de cualquiera parte. El segundo al contrario, es ese tipo característico, cruel ensartador muchas veces de disparates medidos y acompañados de la cadencia más monótona y menos armoniosa que se puede sacar de la guitarra; alto conocedor de la vida de San Cosme y San Damián, que falsifica constantemente en seguidillas tradicionales como el acento, el traje, el nombre y la vida del que las canta; tipo tímido y filosófico muchas veces; músico de corazón algunas; tierno y virtuoso padre muy a menudo; amante apasionado de vez en cuando.
A esta especie rarísima, trashumante sin cambiar de pueblo, que sabe las esquinas, las iglesias y los paseos concurridos en cada época; a esta clase, que más adelante me propongo historiar levantando hasta donde pueda la cortina de sus sorprendentes misterios, a esta clase pertenecía cierto tío Tomás, situado desde que sonaban en Madrid las oraciones de la noche en un ángulo de la calle de Santa Isabel, justamente bajo las ventanas floridas de la malograda y candorosa Luisa, a cuya casa asistía yo diariamente.

II

Una noche de enero, lluviosa y triste como pocas, salía yo solo a la una de la tertulia, empapado aun en las melodías de Beethoven que la niña de la casa tocara para complacerme, largo rato después de que marcharon los últimos tresillistas. La lluvia que había caído por intervalos desde el anochecer, se descolgaba entonces menuda y penetrante, acompañada de un viento que levantó mi capa tan luego como pisé la calle, llegando a mis oídos entre el ruido de algunos cristales rotos por su violencia. Apenas había dado cuatro pasos, cuando oí gritar con acento lastimero:
–¡Manuel, Manuel! ¿Dónde estás, hijo mío? ¿Dónde estás, Manolito? ¡Válgame Dios!... ¡Jesús mil veces!... ¡Manuel, Manuel!
–Aquí estoy, padre, respondió luego una voz infantil, pero se han apagado los faroles y no sé por dónde…
No pude oír más: una ráfaga violenta cortó la palabra del niño, y la lluvia aumentó más aún la violencia con que se estrellaba en el empedrado de la extraviada calle. Llegué al sitio donde el ciego se colocaba ordinariamente, adivinando ya que él era quien llamaba al niño extraviado. Hallé al infeliz sentado en el umbral de una casa cerrada, calado hasta los huesos por el agua helada de aquella noche, y guardando entre las piernas, medio cubierta con su agujereada capa la mugrienta vihuela que le servía para ganar el pan.
–¿Qué sucede, buen Tomás? pregunté recordando casualmente el nombre del ciego que noches antes me había comunicado Luisa entre mil caritativas observaciones.
–Nada, señorito, que mi hijo se marchó siguiendo a un caballero, sin duda mientras el hombre registraba sus bolsillos para hacernos alguna caridad, y creo que ahora apagó el viento los faroles, y no llega mi pobre Manuel para guiarme a casa, y estará ya el chico mojado como una sopa… ¡Buena desgracia es ser ciego, señorito! ¡buena desgracia!
–Espere usted un momento, contesté enternecido por tan sinceras palabras; y bajando a tientas por una de las vías que unen a Lavapiés con la calle de Santa Isabel, y que el aire tempestuoso había dejado en completa oscuridad, topé a los quince o veinte pasos con un niño pegado a la pared, empapado también por la lluvia, temblando además y gimiendo de frío.
Le conduje al lado de su padre, y luego acompañé a los dos hasta una buñuelería inmediata donde entré con ellos resuelto a esperar que mejorara la noche.
Se acercaron ambos al fuego; pedí para ellos buñuelos y vino; y cuando vi desaparecer con el calor la última lágrima detenida por el frío en las arrugadas mejillas del tío Tomás, le pregunté volviéndome hacia su hijo:
–¿Vive aún la madre de este niño, Tomas?
–Sí, señorito, me contestó.
–¿Y cómo no viene ella a recoger a ustedes todas las noches?
–Ay señorito, eso es una novela.
–¿Cómo una novela?
–Así me ha dicho otro caballero que se llaman las historias parecidas a la mía.
–¿Pues que le hizo a usted esa mujer?
–Me volvió a dejar ciego, señorito.
–¿Le volvió a usted a dejar ciego? exclamé asustado con aquella frase.
–Es decir, que ella tuvo la culpa; pero no lo hizo a propósito.
–Cuéntemelo usted todo si gusta, dije yo picado por la curiosidad. Y mientras la lluvia seguía inundando las calles, el tío Tomás me refirió lo que sigue.

III

–Yo nací con vista, señorito, y todos me han dicho que vi muy bien durante los quince meses en que mi madre me amamantó. Pero al fin de esos quince meses murió mi padre; mi madre cogió con el disgusto una enfermedad, y yo la heredé en el mismo día; solo que mi madre padeció del corazón y yo padecía de los ojos, que aunque útiles en aquel entonces eran ya lo más malo que yo tenía. La miseria en que quedamos aumentó poco a poco mi enfermedad, que cada vez iba estando más descuidada; por fin… ocho meses después murió también mi madre, sin dejarme más memoria que la de su cara, la sola cosa que me quedó presente de la niñez, porque mi madre era muy guapa y muy buena mujer, señorito, muy buena mujer: vivas están aún algunas que la conocían. Un tío carpintero que yo tenía me recogió en su casa y quiso que me curaran; pero el cirujano les dijo que ya era tarde, y después de llevarme cuatro o cinco días a la consulta del hospital, lo tuvieron que dejar, y me resigné a verme ciego.
–Sin hacer más, interrumpí.
–Ya llevaba gastados ocho duros en recetas y mis tíos aunque tenían mejor oficio que mi padre, eran pobres también, señorito. Quince años estuve así aprendiendo a tocar la guitarra, en lo cual dicen que entiendo algo, y comenzando a pedir a las puertas de las iglesias. Pero cuando yo tenía diez y siete años vino a casa de mi tío otra niña de catorce que también se había quedado sin padre, y que era, aunque lejana, parienta de todos los que vivíamos allí. Aquella niña fue querida por nosotros desde el momento en que llegó; pero ninguno la quiso, ninguno estimó tanto sus bondades como el pobre ciego. Siempre que yo sacaba más limosna que tres reales, la guardaba debajo de un ladrillo para dárselo junto el domingo, con lo cual ella compraba pañuelos para los otros primos, a fin de que mi tía la quisiera más, y me llamaba siempre su Tomasillo, y  me guiaba por la calle cuando yo quería mudar de iglesia o de esquina, y me venía a buscar en cuanto llegaba la noche. Al cabo de otros tres años, mi primilla, que así decíamos aunque no cogía un galgo nuestro parentesco, estaba hecha una moza arrogante y todos se lo manifestaban cuando me servía de lazarillo, por lo cual me hizo llorar algunas veces. Tanto había yo contentado a aquella mujer, tanto cariño la había tenido que al mandarla mi tío escoger entre los que la cortejaban, porque ya era tiempo de que se casase, respondió ella llorando que nadie le parecía tan bueno como yo, que nadie la quería tanto como Tomasillo, y que si la dejaban, con el ciego se había de casar. Mira lo que haces, la contestó mi tío, y no te cases por lástima para que después te guste otro más y paséis la vida perdidos. Calló mi primilla; pero ya había dicho bastante; yo lloraba también de la alegría que me habían dado sus razones, porque era mucho lo que hacía por mí aquella mujer tan guapa que tenía otros novios con vista y con oficio. En fin, señorito, que nos casamos: tuvimos este niño que está presente y pasamos año y medio como en la gloria.
Pero al cabo de año y medio mi mujer empezó a quejarse de un dolor que no la dejaba hacer las calcetas que hasta entonces había vendido a los caballeros y principió a salir de casa para tomar el sol, según me dijeron los primos. Una tarde volví yo con el palo a las cuatro y encontré en el portal a mi mujer que salía; subimos juntos; mas al apoyarme en su hombro para no tropezar, reparé que llevaba en el cuello un pañuelo de seda; mi mujer no me había dicho que lo tenía, ni yo imaginaba que hubiera ganado tanto dinero haciendo calcetas; no la pregunté nada hasta mucho tiempo después y aunque me contestó que lo conservaba desde soltera, la sospecha me quedó en el corazón, y aquel pañuelo me costó muchas lágrimas, porque nosotros tenemos que ser maliciosos por fuerza.
Aquí se detuvo el pobre Tomás, y enjugando sus ojos humedecidos por aquel primer recuerdo doloroso, continuó en estos términos su historia.
–Habíamos vuelto ya a vivir como buenos consortes, cuando vino de América un hijo de mi tío que se casó en las montañas de Santander y mandó a su padre mucho dinero, más de 2000 duros a lo que parece. El pobre carpintero, anciano como estaba, remedió a toda la familia; casó también a dos hijas suyas y se empleó en llamar a otro médico para que dijese como teniendo yo tan buenos ojos me había quedado sin vista ninguna. El médico que vino entonces me examinó muy despacio y aseguró delante de todos que resolviéndonos a gastar 4000 reales era posible curarme; que mi ceguera podía deshacerse y no sé cuantas otras cosas de operaciones. Poco faltó para que me volviera loco de alegría. En suma se escribió a Santander, vinieron otros 4000 reales; se llamó al médico y a un operista, que así creo se dice, y nos pusimos a la obra…
Al llegar a estas palabras volvió a suspirar el ciego: logré que bebiera una copa de vino y más tranquilizado prosiguió:
Me hicieron la operación y no sufrí demasiado; luego, después de seis días de cama me dejaron salir a mi puesto con un vendaje que tenía que conservar hasta pasados el primer mes sin que me diera un solo momento la luz en los ojos. Iba yo entonces a las cuestas del Campo de Moro. Una mañana, señorito, era en el mes de mayo, cuando se disfruta mejor el olor de las flores desde aquellas ramblas en que yo estaba… una mañana…
Se detuvo de nuevo el tío Tomás; escuchó algunos instantes la respiración de su hijo que seco ya al calor de un abundante fuego se había dormido entre las piernas de su padre, y dando otro suspiro, mientras prosiguió en su faena el mozo que con un gancho volvía los buñuelos en el aceite, dijo así:
–Una mañana, según iba contando, sentí como nunca el olor de las flores que nacen en los reales jardines; estaba conmigo este hijo que ahora duerme y que apenas contaba cinco años. Me picaba en el pecho hacía ya quince días la ansiedad de que pasaran otros quince que según la consulta del médico faltaban aún para que yo pudiera ver, y ansioso por descubrir algo de lo que llegaba a mis oídos y a mi olfato, me levanté dejando dormido como en este momento a mi hijo; fui con el palo hasta la barbacana de enfrente, que según yo sabía debía dejar ver todos los jardines y todo el campo y cuando llegué me detuve un instante temblando como un azogado. Tenía muchísimo deseo de ver algo, pero tenía miedo también de que la prisa destruyera la curación; por último… solté el vendaje y vi. Vi, señorito, vi. Solo siendo ciego podría usted entender lo que ahora quiero decirle. Vi el sol, la luz, el agua de la fuente, los árboles, las flores, vi los hombres, las mujeres, los animales que cruzaban por debajo de aquel gran balcón. Lo vi todo señorito, y todo lo conocí sin preguntar nada; vi el cielo, supe lo que eran los colores y sentí una loca alegría que corría por todas las venas de mi cuerpo y creí, sin saber porque creía; y volví al cielo mis ojos y di gracias a Dios; pero en aquel instante como si Dios hubiera querido castigarme por tanta prisa, noté un ligero vahído y tuve que apoyarme para no caer, encerrando para siempre dentro del pecho, todo lo que había descubierto en aquel instante; la hermosura que había visto en el aire y en la tierra; el mundo magnífico que acababa de mirar. Así estaba reanudando mi vendaje cuando oí a mis pies una voz que conocía mucho; la voz de mi mujer, cuya belleza jamás había disfrutado. No pude contenerme; no pude resistir el afán de ver aquella mujer mía, aquella mujer a quien sin verla había querido tanto y a la que entonces pensaba ya en pagar todo lo que había hecho por mí; volví a llevar la mano a la venda, temblando más que la primera vez… y volví a descubrir mis ojos; al pronto me hizo daño la luz, pero poco a poco fijé la vista en los asientos que hay debajo de aquella baranda y vi… Vi a mi mujer, señorito, con la cabeza levantada al cielo, con una cara aún mucho más guapa que lo que yo pensaba; y en el mismo instante, confirmó el tío Tomás con voz entrecortada, vi a un hombre haciendo por arrojar una piedra en el cestillo en que mi mujer traía la comida; y luego cuando iba a llamar a Consuelo para que se volviera loca como yo de alegría, reparé, ¡vaya todo por Dios, señorito! reparé… que aquel hombre pasaba el brazo alrededor de la cintura de mi esposa. Di un grito y quise tirarme del otro lado de la baranda, pero un centinela me cogió por la chaqueta y caí dando con la frente contra la barbacana, cubiertos los ojos de polvo y de la sangre que salía a borbotones por mi herida.

IV

–¿Y luego, pregunté ansioso, y luego?
–Luego desperté en casa con el vendaje puesto. El médico dijo que se había desgraciado la cura, y quedé ciego, señorito; ciego otra vez, para toda la vida.
Entonces comprendí lo distintos que son la caridad y el cariño, lo mucho que pecan, señorito, los que guiados por un buen sentimiento, se obligan a lo que no saben si cumplirán.
No quise volver a ver a mi mujer que marchó a otro pueblo con aquel hombre para hallarse más tarde abandonada, con otro hijo que apenas puede sostener. Todos mis parientes murieron poco a poco; hoy solo me queda un primo que me deja un rincón donde dormir.

V

Calló el tío Tomás enjugando su última lágrima. El buñuelero volvió a meter en la masa sus brazos desnudos y el mozo distraído continuó meneando su gancho en el aceite para pescar sus ruidosos buñuelos.
Pagué la cuenta que ascendía a dos reales y medio y caminé pensativo a mi casa, resuelto a no deslumbrarme jamás con mi primer movimiento.
La noche se había serenado; algunas nueves pardas corrían aún por delante de la luna a ocultarse en el horizonte, y el viento sonaba a lo lejos como un concierto de brujas y espectros.
Dos días después conté a Luisa la historia del tío Tomás, y ella más exacta que la infiel esposa, no faltó hasta su muerte al propósito que hizo cuando conoció su vida de mandarle cada día algún alimento.
Su familia ha continuado la caridad de la malograda virgen, y hoy todavía llega una cena humilde a consolar al tío Tomás, cuando entre nueve y diez de la noche dice a los transeúntes de la calle santa Isabel, suspendiendo los preludios de su guitarra.
–¡Una limosna, nobles caballeros, por Santa Lucía bendita!

El Museo Universal, 29 de enero de 1860

SIN CASA NI HOGAR (Sin firma, traducción tal vez)

No hace mucho tiempo que se verificó en París una brillante y magnífica boda entre uno de los más acaudalados banqueros, Mr. Andrés J…, y la señorita de V…, hija única del Marqués de V…, antiguo embajador y Par de Francia. Semejante acontecimiento no es difícil que haya pasado desapercibido aún para los que en España gustan de leer periódicos franceses, y que de seguro no se habrán parado a descifrar las iniciales, por más que el faits divers hiciese notar la gran pompa y solemnidad con que dicho matrimonio se celebró en la capilla del palacio de Luxemburgo y en el suntuoso palacio de M. J…. Nosotros de buen grado dispensaríamos al lector español de tales reminiscencias, si no fuesen hasta cierto punto precisas para conocer un extraño y curioso episodio que amenizó ese enlace aristocrático.
Era la mañana del día señalado para la boda, y en tanto que los carruajes de Mr. Andrés le esperaban en el patio, y que él mismo estaba aguardando a los testigos en un salón dorado desde el cielo raso hasta las alfombras, un ayuda de cámara entró a anunciar los sastres de su excelencia.
Entraron efectivamente en el salón diez sastres, cada uno con un grueso paquete de ropa debajo del brazo, y mirándose unos a otros sin dejar de reírse, como gente que se parece un poco a los arúspices romanos, fueron colocando con cuidado encima de los magníficos sillones, cincuenta trajes completos de deshollinadores, o limpia-chimeneas saboyanos. Mr. Andrés se puso a examinar uno por uno, dando muestras de entendido en el ramo, esta colección de chupas, chalecos y pantalones de sayal, y no habiéndoles encontrado ningún  defecto de marca, distribuyó sobre unos ocho mil reales entre los diez sastres, que se retiraron con cierto aire que denotaba la extrañeza que semejante encargo les había producido.
Tras de los sastres entraron los sombrereros con otras cincuenta gorras; en seguido los roperos con cincuenta camisas; después los zapateros, con cincuenta pares de zuecos, y por fin los guitarreros con cincuenta gaitas. Toda esta gente se fue marchando a medida que recibían sus honorarios, saliendo a cual más sorprendido y preguntándose unos a otros si tales preparativos serían para algún chasco o solamente por apuesta.
Entonces Mr. Andrés mandó llamar a todos sus criados y les habló de esta manera:
–Vais a distribuiros por todos los barrios de París con el objeto de convidar a comer conmigo a cuantos deshollinadores encontraréis, ofreciendo un luís a todos los que aceptaren el convite; y en teniendo cincuenta los reuniréis y regresaréis con ellos. En mi sala de baño encontraréis todo lo necesario para limpiarlos de pies a cabeza, y concluida esta operación les haréis tomar estos vestidos, cada uno según su talla, sentándose en seguida a la mesa en esta habitación, mientras que nosotros con los demás convidados comemos en la inmediata.
Aturdidos quedaron los criados con semejante disposición, que se repetían mutuamente con el objeto de comprender que no estaban soñando.
Era una de esas mañanas más terribles de invierno: el hielo había sucedido a la nieve; el sol iluminaba débilmente los témpanos que colgaban de los tejados, como si no se atreviese a deshacerlos; hacía en fin un día propio para dar fuego a todas las chimeneas, verdaderamente un día de deshollinadores.
Corrieron, pues, los criados de Mr. Andrés a ejecutar una orden, cuyo objeto no podían comprender; y no les costó mucho trabajo el darle cumplimiento, como pueden suponer muy bien nuestros lectores.
La noticia voló de chimenea en chimenea a manera de parte telegráfico, y en menos de dos horas nadie hubiera encontrado un saboyano para deshollinar su chimenea, aunque mediase peligro de incendio. Hallándose por consiguiente embarazados los criados de Mr. Andrés con la excesiva concurrencia para hacer la elección, entresacaron los más negros, los más sucios y los más andrajosos; de modo que cuando entraron con ellos en el hermoso palacio de Mr. Andrés, no parecía sino que los cíclopes de Vulcano habían tomado por asalto el alcázar de Júpiter. El contraste fue más notable aún, porque a la entrada estas mugrientas y desastradas figuras, se reunieron con la brillante comitiva nupcial que se apeaba de los carruajes que venían del Luxemburgo. Por una parte lujosas libreas guarnecidas de plata y oro, vestidos de seda y terciopelo, encajes y dijes, los dandis más elegantes y las mujeres más bellas de París; y por otra aquellos rostros tiznados de humo y de hollín, los cabellos revueltos en forma de matas, y los harapos colgando sobre el cuerpo medio desnudo.
En tanto que los brillantes convidados volvían los ojos hacia sí mismos como para preguntarse qué significaba semejante espectáculo, Mr. J… clavó los suyos de una manera tierna y melancólica, como si se estuviese preguntando a sí mismo: «¿Dónde está la felicidad, aquí o allí?»
–Aquí está, respondieron sus labios, imprimiendo un beso en la blanca mano de su encantadora esposa. Después de esta muestra de galantería, Mr. Andrés h izo entrar a la última en la principal estancia, como a una reina a quien se ofrecía aquel palacio; no sin haber hecho primero una seña a sus criados para que cumpliesen sus órdenes respecto a los deshollinadores.
Habría pasado una hora de esto, cuando un arroyuelo negro como la tinta atravesaba el patio y corría a confundirse con la cloaca de la calle. Ya supondrán nuestros entendidos lectores que aquel arroyo no podía ser otra cosa más que la lejía en que se habái purificado los cincuenta deshollinadores saboyanos que precisamente en aquel mismo momento salían del baño, tanto más blancos y rubios, más frescos y rozagantes, cuanto que en realidad habían mudado la piel, viendo esta por la primera vez aquel día la luz y el aire. Al ver semejante transformación, cualquiera hubiera dicho que aquella turba de horribles demonios se había convertido en un coro de querubines.
Entretanto había sonado la hora del festín. Mil luces que salían de los caprichosos adornos de bronce y oro, iluminaban el palacio. Después de haber recorrido los convidados los aposentos destinados a los recién desposados, y enriquecidos con todo cuanto puede inventar la fecunda imaginación de un millonario, habían llegado a colocarse en torno de una magnífica mesa, guarnecida con el más delicado gusto, y se habían olvidado completamente de la aparición de los deshollinadores.
Entonces se abrieron de repente las  dos hojas de una enorme puerta; entonces apareció al lado de la sala en que estaban, un gran salón iluminado como esta, y guarnecido también con un banquete espléndido en cuyas mesas se veían numerosos y alegres convidados; no parecía sino una gran decoración teatral, o uno de esos efectos de magia producidos por la varilla de un encantador.
Al ver semejante espectáculo todos los convidados exhalaron un grito de sorpresa, excepto Mr. Andrés y su esposa que cambiaron una sonrisa de inteligencia. Pero pronto reconocieron a los horribles saboyanos de la mañana convertidos en guapos rapazuelos y todos vestidos de nuevo, con calzado nuevo y gorros nuevos, danzando y cantando al compás de sus nuevas gaitas, y dispuestos a comer con vajilla de plata y a beber en copas de cristal de roca.
Parecía esto una visión de la Saboya, tal como la describen los poetas y los pintores; no faltaba más que las cabañas humeando y los montes coronados de nieve. Interrumpiendo entonces Mr. Andrés el silencio de los convidados, a quienes un sentimento de admiración había sellado los labios, y después de ocultar con una de sus manos los ojos preñados de lágrimas, mientras que con la otra estrechaba las de su esposa, dijo:
–Amigos míos, espero que VV. me perdonen este capricho, contemplándome hoy el más feliz de los hombres, he querido hacer partícipes de mi felicidad a los más desgraciados.
Esta noble explicación fue unánimemente aplaudida por todos; mas si bien no faltaba quien la supusiese incompleta y esperase con ansia que se descorriera completamente el velo del misterio, que con aquella solo se había dejado ver por un pequeño lado, unos y otros, grandes y pequeños, desempeñaron sus funciones manducatorias a cual mejor. Los pequeños especialmente se desquitaron en una hora, de todos los días de abstinencia que habían sufrido durante su corta vida. Las carnes más exquisitas, las salsas más apetitosas, los frutos más raros y hasta los vinos más inspiradores, encontraron en ellos dignos apologistas, que proclamasen la supremacía de lo bueno, de lo escogido, de lo bien compuesto y aderezado. Estos arranques no eran sin embargo suficientes para hacer creer que se hubiese abusado en lo más mínimo de la abundancia de manjares y bebidas que por do quiera se ostentaba, y la razón  de los saboyanos estaba en su lugar, ni más ni menos que si con un freno la tuviesen sujeta los varios ayudas de cámara que en torno suyo se paseaban con la vista fija y atenta a sus acciones, vigilando para que ninguno pudiera extraviarse. A las primeras emociones sucedió un silencio profundo, resultado tal vez no de sobra de meditación, sino de falta de fuerzas para hablar, fuerzas que hacia otros órganos eran llamadas con premura en aquellos momentos, a desempeñar funciones de mayor monta y trascendencia. Este silencio fue solemnemente interrumpido por Mr. Andrés, el cual dirigiéndose a los deshollinadores, les preguntó con visible emoción:
–¿Qué tal va, hijos míos? ¿Podré lisonjearme de haber conseguido mi objeto? ¿Os contempláis felices?
Los rapaces contestaron, dando palmadas y gritos de alegría que no debían dejar duda alguna de su entera conformidad con la pregunta.
–Por cierto que nos hemos divertido para todos los días de nuestra vida, contestó uno de los mayores, que estaba muy lejos de creer en la amargura de sus palabras.
–¡Cómo, para toda vuestra vida, exclamó el banquero! ¿Pues qué, no podéis llegar a obtener por vosotros mismos esa felicidad, y hacer al mismo tiempo la dicha de otros, si es que la dicha consiste en la riqueza? Yo os lo voy a probar, refiriendo una historia que no os dejará duda alguna de cómo los deshollinadores pueden convertirse en millonarios.
Al oír esta palabra eléctrica de millonarios, las cien orejas de los deshollinadores se enderezaron, como las de los caballos que se disponen a correr al combate.
–Sí, amigos míos, prosiguió Mr. Andrés, de vosotros depende tener un gran palacio, salones dorados, ricos carruajes y comer diariamente como hoy. Oíd la historia de un saboyano que he conocido mucho más miserable que vosotros. Esta lección merece tomarse como un regalo de boda.
«Erase un deshollinador más pequeño que el menor de todos los que aquí os encontráis reunidos. Le llamaban Sin casa ni hogar, porque no tenía padre, ni madre, ni asilo en parte alguna. Las gentes de su lugar le dieron un rascador, unas rodilleras, una jaula y un gavilán; le pusieron un pan debajo del brazo y un palo en la mano, y mostrándole la Francia allá en el horizonte, le dijeron: «Marcha a la buena de Dios.» Sin casa ni hogar partió contento y satisfecho; perdió de vista el campanario de su aldea, recurrió a su pan, le dio también al pájaro, pero pronto dio fin a tan reducida provisión. Entonces tuvo que andar de aldea en aldea, cantando por un sueldo, bailando por dos, limpiando una chimenea por un poco de sopa, y durmiendo con el ganado, o a campo descubierto. Más de cien leguas que había andado de esta manera, cuando en un grande bosque se vio sorprendido por la nieve: mientras sus piernas se lo permitieron, no se cansó de andar; pero al cabo no pudo llegar a ninguna aldea. La nieve se fue amontonando delante de él; el hambre se reunió al cansancio; hacía tres días que no había comido más que alguna raíz silvestre; en una palabra, llegó a creerse abandonado de la Providencia; echó a tierra su jaula con el gavilán, se dejó caer al pie de un árbol, ocultó sus manos heladas dentro del pecho, y se fue quedando desmayado de inacción. Sin casa ni hogar debía considerarse perdido sin remedio. La nieve seguía cayendo y comenzaba a cercarle por todas partes, como para prepararle su sepultura, cuando un dolor vivísimo le hizo volver en sí por un momento. Era su gavilán que le mordía una oreja. Cree entonces que su pájaro trata de comerle, y fortalecido con esta idea que le infundía terror, vuelve en sí de repente; pero ¿cuál sería su sorpresa al ver colgado del pico del animal un cuarto de liebre asada, echando humo todavía!... El gavilán con la fuerza del hambre había abierto su jaula y había ido a coger esta presa al festín de unos carboneros. Entonces conoció Sin casa ni hogar que la Providencia estaba muy lejos de querer abandonarle; así pues, le dio gracias hincado de rodillas, y prometió aprovecharse de esta protección del cielo, y conseguirlo todo a fuerza de paciencia. Tan luego como llegó al pueblo más cercano, se ocupó en trabajar, y el resultado fue la adquisición de una gaita; con esta gaita ganó para un vestido nuevo, y entró alegremente en Lyon, donde le deparó la fortuna un maestro que no le trató demasiado mal, y con él aprendió a leer, escribir y contar, mediante veinte francos, que pudo economizar de sus ganancias. Hallándose un día en su acostumbrada tarea de deshollinar, vio a un muchacho de diez y seis años que lloraba a lágrima viva, porque no podía hacer una cuenta que le había puesto su padre. El deshollinador dejó el rascador, le sacó la cuenta al pobre chico en menos de cinco minutos y volvió a su tarea: más al bajar de la chimenea se encontró con el dueño de la casa, que mirándole de pies a cabeza le preguntó: –«¿Cuánto ganas cada mes? –De diez a treinta francos. – Pues bien, vas a ganar cien francos, si quieres quedarte a trabajar en mi casa. Al día siguiente Sin casa ni hogar tenía un hermoso vestido y una linda habitación, entrando a servir de dependiente al dueño de la casa, que era un excelente mecánico. Al llegar a los diez y ocho años ya tenía el doble sueldo. No tardó mucho tiempo en perfeccionar una máquina que había inventado su principal, y este le cedió el privilegio, que le produjo cincuenta mil francos. Después de muerto el padre, se asoció con el hijo, y entre los dos ganaron cien mil escudos. Vaya, ¿a qué envidiáis ya al deshollinador?
Pues habéis de saber que a la sazón quebró un compañero suyo, y que esta quiebra le arruinó completamente, dejándole otra vez Sin casa ni hogar. Pero, ¿a qué no sabéis que hizo al verse en tan reducida situación? Volvió a recurrir al origen de su fortuna, y empezó a trabajar de operario mecánico, siendo tan buen operario, que al poco tiempo llegó a ser maestro, y en lugar de cien mil francos, ganó un millón. Con esta suma se vino a París y pasó de la mecánica a las especulaciones mercantiles. Había llegado a convencerse de que la abundancia excesiva de máquinas arruinaba a muchos trabajadores, y así juró no volver a hacer ninguna, acordándose se su primer estado. Dios ha recompensado tan benéfica idea. En la actualidad cuenta con un capital diez veces mayor, y figura como una de los principales banqueros de París; pero no se olvida de su origen ni de sus desgracias; y la mejor prueba de ello es el haberos convidado a su boda para referiros su vida; porque habéis de saber, hijos míos, que Sin casa ni hogar se llama en el día Mr. Andrés J…, y acaba de poner el colmo a su felicidad casándose con la hija del Marqués de V…»
–Y esta fortuna la debe solo a sí mismo, exclamó noblemente la señorita de V…, alargando al mismo tiempo la mano a su marido.
Esta confidencia, que no era nueva para la esposa y para los amigos íntimos de Mr. Andrés, fue hecha con tanta dignidad y buen gusto, que sus más altivos convidados se envanecieron al estrechar entre sus brazos al antiguo deshollinador, confundiéndose en una sola y común exclamación la voz de los pares de Francia y las de los saboyanos.
–Ahora es necesario que os enseñe, prosiguió el banquero, los instrumentos que me han servido para hacer mi fortuna; y estoy seguro de que os convenceréis por vosotros mismos de que aquellos se hallan al alcance de cualquiera.
Todos los que allí estaban siguieron a Mr. Andrés a su gabinete particular, donde estaba una grande arca de bronce, dividida en dos parte. Al abrirla dijo aquel:
–¡Allí están mis millones, y aquí lo que los ha producido!
Se vio efectivamente en la parte superior treinta carpetas llenas de billetes de banco, y en la parte inferior un miserable vestido de deshollinador, un raspador, una gaita y unos zuecos; y además algunos utensilios y herramientas, compases, martillos, limas, etc., que Mr. Andrés conservaba con el mayor esmero.
–Agregad a esto, amigos míos, añadió, otros dos instrumentos admirables: la PERSEVERANCIA y la ECONOMÍA, y veréis como vais formando poco a poco una gran fortuna, cuya primera piedra debe ser esta, si ha de ir bien cimentada.
Concluida esta explicación, dio un luís a cada deshollinador y una libreta de quinientos francos sobre la caja de ahorros. Bailaban de alegría los cincuenta saboyanos, y al retirarse exclamaban llenos de verdadero entusiasmo: «Viva Mr. Andrés J…»
Desde entonces todos ellos han correspondido dignamente a tan generosa merced, trabajando unos en el comercio y otros en las artes y en la industria, a fin de hacerse con el tiempo millonarios. El más aventajado de ellos acaba de ganar cinco mil francos con acciones del camino de hierro del norte de Francia. ¿Quién sabe si este llegará a ser tan buen discípulo como su maestro?


Semanario Pintoresco Español, 25 de enero de 1846

EL TIO TOMÁS O LOS ZAPATEROS (José Somoza)

Estando ayer la señora de A… en casa de su zapatero preguntó por la Pepa, la ribeteadora, aquella muchacha tan aseada, tan dispuesta, tan sana y aun con apariencias de sensible en su fisonomía. –¡Ay, señora! dijo el maestro zapatero, limpiando una lágrima que se le deslizaba involuntariamente, ¡ni polvo hay de la Pepa! –Los oficiales y oficialas suspendieron su trabajo; todos, en sus ademanes hicieron el elogio fúnebre de la Pepa, silencioso, pero sincero. El maestro Tomás prosiguió: –¿se acuerda V., señora, de haber leído en los papeles públicos, hará como un año y medio, el suicidio de un joven bien portado que apareció a espaldas del cementerio, muerto de un pistoletazo? –aquí otra lágrima que se limpió el tío Tomás, sin dársele nada de que la señora de A… viese la mugre del codo de su manga. – Pues bien, señora, ese fue el primer novio de la Pepa, y ojalá que sus padres no se hubiesen opuesto al casamiento; pero no era maestro… ni tenía nada ahorrado… además pretendió a la muchacha el heredero de unos treinta mil reales, hijo de oficio… V., señora, debe conocerle, Cogote le llamamos por mal nombre… pues señor, que los padres comienzan a atormentar a la chica, y que si… que ha de ser… y que no ha de casar con otro… y la prohibieron a ella que hablase, que mirase, que dejase pasar por delante de su puerta al otro pobre muchacho… dio gusto a sus padres… se casó en efecto. – La Pepa tenía mucha fantesía (dijo Juana la ribeteadora), llevaba blondas a todos los días. – Calla, que aquello era aseo (interrumpió el tío Tomás), ¡me parece que la estoy viendo!... lo que hubo, señora, verdaderamente es que aquel ángel era de carne, y cuando estuvo en su casa propia no pudo resistirse a las instancias de su primer amante… y no arquees las cejas, Juana, que yo quisiera ver a la más pintada puesta en semejante caso; porque el marido salió un calavera. Cuando abrió la tienda la estrenó con orquesta, se hizo unos botines de cuatrocientos reales para ir al arroyo, y hombrearse con los hijos de los grandes de España, compraba caballos por tres, que luego vendía por uno; en fin, que ahí le tiene V. ahora de criado de los cómicos de la calle de la Sartén, desde que ha enviudado, porque la pobre Pepa se murió… se murió, señora, y a fe que pocos días antes su madre vino aquí y se sentó donde V. está sentada, y me dijo; tío Tomás, se me muere la Pepa, y si se me muere me tiro al canal… aquel bribón de marido la tiene perdida, plagadita, tío Tomás… y era verdad. Pero escuche V., señora; el día que a la Pepa en su enfermedad la dieron lo bueno, se presentó el muchacho, el primer novio, y la dijo: –dos pistolas he comprado, si tú te mueres me mato. – Parece que lloras, Juana, ¿dónde está ese genio tan descontentadizo, esa lengua que a ninguno deja… llora, Juana, y que te haya perdonado la envidia que la tuviste.– Señora, encomiende V. a Dios a la Pepa, se murió, pero siempre queriendo, sin querer decir nada a naide la pobrecita… el que ella quiso bien lo merecía; el día que la enterramos asistió al entierro.. y le dije al paso, ¡Joaquín! quien lo dijera!... no me contestó ni esto. Pero a media noche según ha dicho el guarda del camposanto, vio un hombre embozado que rondaba las tapias y que gritaba, «Pepa, Pepa, Pepa» oyó un tiro y por la mañana se le encontró muerto.
Cuando concluyó el maestro Tomás esta historia ya no había casi ninguno de los oyentes; los oficiales jóvenes se habían ido saliendo sollozando en silencio, las mujeres llorando en alta voz. El tío Tomás concluyó diciendo: Señor, no se puede ser tan bueno: parece que este mundo es de los malos según los padecimientos que hay para los que no lo son. – ¿Qué tal? dije yo al salir a la señora de A… ¿sabe sentir la gente baja, o no? ¿Pudiera hacerlo mejor una familia de duques?

Semanario Pintoresco Español, 12 de agosto de 1838

viernes, 30 de marzo de 2018

LA NEGRA DE DELAWARE (Sin firma)

Cansado estaba de corretear por la vieja Europa. ¡Qué escenas tan comunes y manoseadas! Decía yo para mi paseándome un día por las anchas calles del barrio de San Germán de París; se hallan aquí brillantes artes, hermosos recreos, ciencias, literatura.. En Londres edificios magníficos, costumbres francas y generosas, especulaciones mercantiles… En Madrid, mi querida patria, elegante a millares, brillantez exterior, más luego pobreza suma: el lujo de un cadáver… ¿Y libertad? ¿Dónde hallaré yo las virtudes unidas al saber y a la ilustración? ¿Dónde los magníficos cuadros de la naturaleza superiores siempre a los del arte? ¿Dónde la moral Evangélica? ¿La igualdad, la santa igualdad?... ¡Ah! Cansado estoy ya de vivir en la vieja Europa…
–Vente conmigo, me replicó un amigo piloto que escuchaba con atención detrás de mí el lamentable soliloquio.
–Vamos corriendo, le repliqué sin reflexionar un instante siquiera, pues en verdad sea dicho, no soy yo de los que reflexionan mucho, apenas se me exalta mi ardiente imaginación.
–Pues sígueme de aquí al Havre, y luego…
–¿Y adónde quieres llevarme?
–A los Estados Unidos de América.
–Cabalmente… ¡Que sandio soy! A los Estados Unidos… Allí es donde yo debo ir… Allí hallaré todo lo que apetece mi alma.
Como se dijo se hizo, y embarcados en una ligera fragata, divisamos, sin el menor desmán, las orillas americanas. Salve, dije yo entusiasmado y poniéndome de pie sobre la cubierta, salve, tierra bendita donde el filantrópico Penn estableció sus paternales leyes, salve, patria de los Francklin, aquí se llenará el vacío de mi corazón que solo ansía por la soledad y la filosofía!…
Visité con curiosidad y placer las ciudades populosas admirando la finura, la tolerancia y las patriarcales costumbres que en ellas reinaban; esto es hecho, dije para mi sayo, aquí fijo mi residencia, se acabó ya mi espíritu ambulante; una bonita hacienda de campo, luego mi esposa, mis hijos… vamos, seré hombre feliz en toda la extensión de la palabra.
Unos me aconsejaban que estableciese mi residencia en Boston, otros en Filadelfia, y yo preferí  vivir en una pequeña aldea a las orillas del río Delaware. ¿Y por qué? Lo diré en pocas palabras: había leído en los primeros años de mi juventud con religioso respeto la novela de La familia de Wieland; los sucesos que se suponían acontecidos a las orillas de aquel río, estaban grabados con ardientes caracteres en mi imaginación, y estas preocupaciones románticas se aumentaron más, apenas pisé el suelo americano.
Vedme pues de camino para mi nueva patria; fabriqué una casita en el sito más pintoresco de la aldea, y gozaba distraído con estas ocupaciones las más puras delicias; todas las muchachas agraciadas se me figuraban otras tantas Claras, y apenas divisaba un hombre de fornida musculatura, de ojos perspicaces y de mirar melancólico, ese es Carvino exclamaba casi en voz alta.
Concluidas ya a los dos meses mis principales ocupaciones domésticas, traté de pagar las visitas que los obsequiosos vecinos me habían hecho, y una tarde con la escopeta al hombro y seguido de un perro de caza, me encaminé hacia la habitación de Mr. Ricardo, que vivía a media legua de la aldea; costeaba el río poco a poco gozándome en contemplar aquellas obscuras y enmarañadas selvas, donde aún apenas había penetrado la mano destructora del hombre; árboles gigantescos impedían casi la entrada al sol; claros arroyos serpeaban por tapices de flores y verdura, y numerosas bandas de pájaros ostentaban su brillante plumaje, ya meciéndose sobre los árboles, ya revoloteando de unos en otros; no lejos del camino había un espeso zarzal y mi perro comenzara a ladrar alrededor con ahínco; un instante después me pareció oír unos quejidos que yo atribuí a ilusión de mi fantasía, mas apretó tanto el perro, que ya cuidadoso me acerco, aparto las matas… ¡Ah Dios mío lo que vi!... Han pasado ya algunos años y no puedo acordarme sin que se me erice el cabello… En la gruesa rama de un alto cedro estaba colgada una gran jaula de hierro y dentro una infeliz negra desnuda del todo, que más parecía esqueleto que criatura viva, exhalaba roncos quejidos; me acerco más y noto que le habían sacado los ojos y que innumerables insectos la picaban y devoraban a mansalva.
–¡Qué horror! grité. ¿Quién te ha puesto así? ¿Quién eres?
–Por Dios… agua… hace seis días… agua…
Le di mi sombrero lleno, bebió con la mayor ansia, me pidió más, y mientras yo la recogía del vecino arroyo, noteé que se acercó un viejo trabajador, me miró de hito en hito y se sonrió.
–Muy afanado está V. amiguito, me dijo.
–¿No oye V. los lamentos?...
–Sí, me replicó con una frialdad estoica, eso es natural.
–¡Cómo natural! contesté yo dando un salto de cólera.
–Es un castigo que con frecuencia da a sus negros Mr. Ricardo.
–¿Con qué?...
–Sí, señor; V. parece español e ignora acaso que hay amos tan bárbaros.
–¿Y tratan así estos hombres a sus esclavos? ¿Y siempre en la boca las palabras de humanidad y libertad?
Sin aguardar respuesta, no digo corrí sino volé a la casa de mi despiadado vecino, colocada en el centro de un hermoso y dilatado cafetal.
–¿Dónde está el amo? grité al primero que encontré: dile que con la mayor premura me precisa hablarle.
Salió en efecto fumando con cachaza en su larga pipa, y después de los preámbulos y complimientos de estilo, le manifesté con dulzura lo que había visto, y le supliqué librase a su esclava de aquel tan cruel castigo.
–¡A una negra mía! Le juro a V. por mi honor que nada sé.
–¡Cómo!... ¿Con que a cuatro pasos de aquí está esa infeliz enjaulada, dando dolorosos quejidos y V. nada sabe?
–Esas son cosas peculiares de mi mayordomo.
–Pues yo desearía…
–Espere V… Juan, infórmate que ha pasado.
–Señor, entró a poco diciendo el criado, la negra a quien se la ha dado el castigo de la jaula es María, muy conocida por su terquedad.
–Sí, ya caigo, vete; a esa muchacha se la ha tratado aquí cual si fuese hija, se la ha mimado y ella es una altanera, holgazana que solo piensa en sus hijos y no en trabajar; habrá hecho sin duda suficiente motivo para que mi mayordomo la castigue así.
–Tiene V. razón, le contesté yo disimulando la cólera, mas con todo le suplico que me entregue a esa esclava por si curarla puedo, y si lo logro se la pagaré a V.
–Llévese V. enhorabuena esa linda alhaja, y que le haga excelente provecho tan hermosa adquisición.
Retrocedí a la aldea, traje dos de mis criados, y con el mayor cuidado llevamos a la infeliz hasta dejarla acostada en una cómoda y mullida cama. ¡Mas ay, todos nuestros cuidados fueron inútiles! El hambre había debilitado de tal manera sus órganos digestivos, que ya el alimento gradual que comenzamos a darle le hacía más daño que provecho; entonces por última merced me pidió que antes de morir quería tocar con sus manos a sus queridos hijos; se acercaron los angelitos a la cama de la madre, y allí presencié una de aquellas escenas que más son para vistas que para contadas.
Los niños lloraban amargamente, y la madre les decía con cariñosa y apagada voz.
–Hijos de mi alma, todo mi deleito ha sido quereros mucho; pretendían que yo os apartase de mí, que no os estrechase entre mis maternales brazos… ¡Ah! ¿Podía yo cumplir tan crueles mandatos? Blanco, V. ha tratado de volverme a la vida, mas ya todo es escudado… todo… y además para que quiere vivir una pobre ciega… solo siento a estas mitades de mi corazón… ofrézcame V. ya que es tan bueno que no los desamparará en su orfandad… pues su amo… ¿No observa V. lo que ha hecho conmigo?
–Muere en paz y sin zozobra, desgraciada mujer, le respondí yo; tus hijos serán mis hijos; yo no distingo de colores, para mí todos los hombres son hijos de un Dios piadoso, todos son mis hermanos…
Él le pagará a V. tamaña piedad… ay… ay… me faltan las fuerzas… hijos míos… amad siempre mucho a vuestro bienhechor que yo muero bendiciéndolo… sí, bendito…
Sin acabar la frase expiró la triste.
–Fuera, fuera, para siempre de aquí, exclamé, no quiero vivir en medio de unas gentes que a pesar de sus protestas de filantropía y de republicanismo, conservan todavía en su país la ominosa esclavitud de los negros y todas sus horribles consecuencias; volvámonos a la vieja Europa; allí hay vicios, preocupaciones, males sin cuento; mas la ley no tolera por ningún pretexto tan terribles maldades.

Semanario Pintoresco Español,  7 de mayo de 1837

HISTORIA DE MI VECINO (Gaspar Núñez de Arce)

El hombre ha creado la palabra suerte para encubrir con ella el resultado de su ignorancia, de sus debilidades y de sus pasiones. Excepto algunos accidentes fortuitos que están fuera del alcance de la previsión humana, la mayor parte de las desgracias que nos suceden, provienen de nuestra falta de tino.
Ejemplo de esta verdad, es un pobre hombre que vive cerca de mi casa, y cuya historia, aun cuando nada tiene que pueda haceros reír, me parece conveniente referiros. Ella prueba que el mísero mortal, demasiado ciego para conocer lo mismo que le rodea, tiene sin embargo la presunción de penetrar en lo que está fuera de su dominio, y que cuando se tiene que escoger se decide generalmente por lo peor o por lo más distante. Si así no fuese, y el hombre se limitara a mirar y comprender solo lo que está en la esfera de su inteligencia, ¡cuántos disgustos no se evitarían las familias, y cuántas catástrofes la sociedad!
Se llama mi vecino, don Pedro de Zúñiga, y es hijo único de un escribano de cámara, enriquecido por medios que no es esta la ocasión oportuna de enumerar. Hasta la edad de veinte años, mi héroe vivió recogido en su casa como una momia, resguardado por el cariño materno y vigilado de cerca por un padre tiránico, suspicaz y caviloso.
Abrumado su corazón con el peso de los abrasadores deseos que hacían germinar en él las apasionadas lecturas a que en secreto se entregaba, se corrompió en silencio, y se gastó al borde de todos los placeres sin disfrutar de ninguno como una flor que se marchita por demasiado cuidada, y que se inclina moribunda sobre su tallo sin haber recibido las caricias del aura, ni los fecundos rayos del sol. Por desgracia, las almas solitarias se pervierten con más facilidad aún que las que brillan en el mundo, y la depravación es tanto más honda, cuanto que no se debe al conocimiento exacto de la sociedad, sino a las exageraciones de los libros.
Pero ¿qué corazón por gastado que se halle, no alimenta algún sentimiento generoso? ¿En qué desierto, por árido que sea, no nace alguna vez una flor? Mi vecino, a pesar del extraño escepticismo que habían desarrollado en él las novelas de la escuela francesa, llegó a enamorarse perdidamente en los primeros años de su juventud, de una pobre y hermosa huérfana, de quien fue correspondido. Zúñiga no supo o no quiso explicarse este cariño, cuya pérdida lamenta ahora, y se empeñó en confundir el violento amor que le arrastraba en pos de Margarita, con un pasajero capricho, hasta con un sentimiento de vanidosa compasión: la infeliz me ama, (se decía), y debo corresponderla, aunque solo sea por piedad.
En la época del romanticismo, Zúñiga hubiera creído alimentar una pasión inextinguible; pero los tiempo habían cambiado. Ya las jóvenes no pedían al vinagre el color de los grandes tormentos morales, ni los hombres encerrados en su melenudo sentimentalismo, arrastraban como míseros mártires de la sociedad, su triste existencia por el mundo. Había pasado el tiempo de los incomprendidos, de las desventuras ocultas, de los pesares roedores, de las lágrimas, de los suicidios con acqua toffana, de los amores contrariados, de las venganzas, de la desesperación y el desencanto. Ya ser comprendido por la humanidad no era cosa vulgar y prosaica, ni ser feliz, la mayor de las desdichas.
Había empezado a penetrar en el corazón de la sociedad, el seco y analítico materialismo que hoy la corroe; la frialdad había reemplazado al entusiasmo, la muerte a la vida.
Porque en aquella época que blasonaba de escéptica, es cuando más despóticamente ha reinado en España la fe que todo lo engrandece; entonces corrían los hombres al campo de batalla encendidos en un ardor patriótico; entonces las causas se defendían; hoy se venden…
Verdad es que el tiempo a que me refiero, tenía sus manías ridículas y ¿cuál no las tiene? Que no había mujer entonces que no tuviese un par de adoradores enterrados para consagrar un suspiro a su memoria, en presencia de un nuevo galán; ni amante que no hubiese sido engañado nueve veces para lamentarse de su desventura delante de quien le engañaba la décima; ni corazón que no se sintiese lacerado, ni ojos sin lágrimas, ni ser amado vivo, ni poesía sin admiraciones, ni puntos suspensivos…
Entonces se equivocaban los hombres por carta de más, ahora se equivocan por carta de menos. Entonces todo se achacaba al corazón, hoy se culpa de todo a la cabeza; entonces la sociedad creía sentir solo, hoy cree que piensa solo también. Exageración por exageración, prefiero la primera: una generación que quiere parecer vieja, está muy cerca de serlo.
Zúñiga, herido por el ciego positivismo de su tiempo, desconocía sus propios sentimientos, el amor que le abrasaba el alma, y la voz querida que le brindaba con la felicidad. – Yo quiero oro, decía, el amor es una mentira que puede explotarse; es un camino como otro cualquiera para llegar a la riqueza. Margarita es pobre…
Y sin embargo, no pudiendo resistir a la influencia que le dominaba, acudía diariamente a los pies de la pobre huérfana.
Mas como nunca se participa de una dicha completa, el padre de mi vecino que había formado sus planes para hacerle feliz ¡fatal empeño de todos los padres! y que pretendía casarle con una rica heredera, llegó a enterarse de las peligrosas relaciones de su hijo. Comprendiendo lo mucho que podían contrariar sus propósitos, decidió romperlas a toda cosa; pero sus esfuerzos fueron inútiles; ni las amonestaciones, ni las amenazas, ni los mandatos, consiguieron apartar a don Pedro de Zúñiga del lado de su amada; hasta que un día, fatigado su padre de tan terca obstinación le despidió, más para amedrentarle, que para otra cosa, del hogar doméstico.
Mi vecino se alejó de su casa murmurando: todo en el mundo es engaño, ¡hasta el amor paternal!
No tardó mucho, viéndose abandonado a sus propias fuerzas, en sentir las amarguras de la miseria; pero Zúñiga que era hombre de tesón, no consintió por eso en doblegarse a las exigencias de su familia. Vivió como pudo, y pudo bastante mal, jurando en el fondo de su alma no humillarse jamás a su padre, y

Antes morir que consentir tiranos.

Otro hombre en su lugar, acaso se hubiera casado con Margarita, ya que por ella había sido despedido de los paternos lares; pero mi vecino no achacaba su resistencia al amor, sino al orgullo, y en todo pensó, menos en lo que le importaba para su ventura. Lejos de esto, se propuso buscar por diferente lado otra proporción matrimonial tan buena como la que había desechado; pues quería granjearse una posición independiente y desahogada para no transigir en ningún tiempo con los caprichos de su familia. Con este objeto empezó a hacer señas a la hija de un banquera, célebre en la corte por sus ruidosas prodigalidades. La muchacha que era jorobada, y tan fea como apacible, no desperdició la ocasión que se la presentaba, pues Zúñiga es lo que se llama todo un buen mozo, admitió gustosamente sus interesados agasajos. ¡Ay! ¡hubo más! Como la pobre doncella no estaba acostumbrada a estas bromas, hizo de su primer amante una víctima, sacrificándole a fuerza de apasionadas atenciones y abrumadoras caricias. ¡Cuánto padeció el infeliz!
Un día el cajero de la casa, que sin saber por qué le había cobrado afición, y comprendía los mezquinos pensamientos que le atormentaban, le llamó aparte para manifestarle que no era oro todo lo que relucía y que su jefe se encontraba en una situación mercantil bastante crítica. Como las novelas escépticas habían enseñado al ambicioso joven a no confiar en la buena fe de nadie, sospechó que el cajero debía tener algún motivo oculto para hablarle así, y que pretendía engañarle. ¿No podía también aspirar a la mano de la jorobada y haber apelado a una estratagema para alejarle del campo, como a un rival peligroso? Mi vecino celebró entre sí su propia penetración; se rió del pobre hombre que había tan cándidamente querido sorprender su credulidad y se juzgó con toda su alma un fisiólogo profundo para quien el corazón había dejado de tener secretos.
–¿Con qué tan apurado se encuentra? preguntó al cajero con aire de sorna.
–Y tanto, respondió este ingenuamente: hoy por hoy vive de trampas…
–Basta, caballero, exclamó Zúñiga con un tono digno, grave y adecuado en todo a las circunstancias. Ni le he pedido a usted explicaciones ni las aprecio. La oficiosidad de usted me incomoda.
El pobre cajero se quedó inmóvil y mudo como una estatua.
Por fin, los recursos de mi vecino se agotaron y tuvo que pensar en su porvenir. Él era osado, así es que con la mayor desvergüenza se presentó en casa del banquero, manifestándole sin rodeos ni ambages que amaba a su hija, que era correspondido y que deseaban casarse, para mayor honra y gloria de Dios. El banquero, que, aunque bolsista, abrigaba un corazón cariñoso, dudó del amor de Zúñiga hacia la pobre jorobada. Imaginaba, y con razón, que el interés era la única pasión que movía al joven, y para desengañarle le confesó ingenuamente el mal estado a que habían llegado sus negocios. El buen padre no quería labrar a sabiendas la desdicha de su hija.
Dios ciega a los que quiere perder. Mi vecino creyó también esta vez que le ngañaban. Un hombre que ha leído a Sue y a Dumas no se deja sorprender tan fácilmente – y dijo para sí:
–¡Ah tunante! ¡a otro perro con ese hueso! Has conocido que tu torcido vástago es demasiado feo para inspirar pasión alguna, y quieres penetrar mi intento valiéndote de un recurso de novela… ¡Estos hombres de cálculo no tienen ninguno…
Después de haber hecho en un momento estas reflexiones, murmuró con trémulo y entrecortado acento:
–¡Ay, don Juan, qué mal me juzga usted! Yo no busco en esta ocasión oro; busco el tesoro de abnegación y virtud que guarda en su casa!...
El banquero reflexionó. Conocía a la familia de Zúñiga y sabía que era rica; así es que creyó un partido ventajoso para su hija la propuesta unión. Se disiparon sus escrúpulos, y exclamó con voz conmovida, estrechando al joven entre sus brazos.
–Le creo a usted amigo mío, y confío a usted ese ángel para que le haga feliz…
–Jamás hubiera creído que llegase a ceder tan pronto, dijo para sus adentros mi vecino. Pero por lo visto, Dios protege a los pobres…
Aquella misma noche se despidió para siempre, con lágrimas en los ojos y el corazón traspasado de pena, de la enamorada Margarita. ¡Aún no había querido comprender el afecto que le dominaba!
A los seis días se efectuó su matrimonio.
Al mes pudo apreciar toda la malhadada franqueza de su suegro, que se declaró en quiebra.
Al medio año supo que Margarita había heredado treinta mil duros de renta de un tío suyo, que solo en la hora de su muerte ¡oh colmo de la felicidad! se acordó de que tenía una sobrina en el mundo.
Antes del año, tuvo en fin, que implorar el perdón de la familia para no morir de hambre, y se vio reducido al extremo de tener que aceptar una plaza de escribiente, que su padre con el solo objeto de humillarle, le proporcionó en su misma escribanía.
Entonces se apoderó de mi vecino una rabia ciega, profunda, implacable, cuyos efectos hacía recaer diariamente sobre su desventurada esposa. Esta sufrió por algún tiempo resignada el mal trato de su marido; pero fue tan repetido e inhumano, que al cabo la hizo perder la paciencia, y de una santa que era llegó a convertirse en una furia del infierno, tan enredadora como chismosa, tan chismosa como insolente. Así es que cuando los dolores de mi vecino parecían próximos a calmarse, su mujer, a quien ha hecho completamente variar de genio, se ha encargado de crearle nuevos tormentos; de martirizarle con sus gritos, con sus quejas y con su figura.
Hoy mi vecino no disfruta una hora de santa paz y concordia.
¿Quién no conoce en el mundo algunos seres parecidos a don Pedro de Zúñiga? ¿Quién también puede decir que alguna vez no ha dejado escapar la ventura de entre las manos? Cuando, merced a nuestra torpeza nos sucede algún percance, damos detrás de la suerte o del sino o de la Providencia para achacarles nuestros errores, y bien examinado, puede decirse que, la mayor parte de las veces, ni el mendigo, ni el mal casado, ni el mercader que se arruina, ni la mujer que se pierde, ni el joven que se desilusiona, ni el corazón que sufre, tienen derecho para quejarse de su desventura. El hombre para no tener constantemente que estar riñendo consigo mismo, ha inventado la fatalidad.


El Museo Universal,  15 de junio de 1857

miércoles, 28 de marzo de 2018

DAFNIS Y CLOE (José Nogales Nogales)

Se juntaron en un valle encantador: en las márgenes del arroyo que fluye de un manantial inagotable y frío, se asientan los huertos, breves umbrosos, con sus naranjos verdinegros, a poca costa regados. Más allá se extienden las viñas, ubérrimas en otoño, llorosas en invierno, como una gran sábana rumorosa y oscilante; y cerrando el ancho círculo, pinares aromosos, colinas llenas de monte, de plantas que huelen, de arbustos que llevan en su savia bálsamos desconocidos, virtudes misteriosas.
Chozas grises y casitas blancas llenan el valle; y en su centro, junto a un pozo que un jazminero espléndido engalana, se alza la ermita, blanca también, resplandeciente, con su campanita de argentino son, que anuncia el alba como los pájaros; y por la tarde, en la atmósfera crepuscular, balbucea el toque de Angelus con una pureza ideal, como oraciones de vírgenes  y de niños…
Dirigían ssu exiguo rebaño, de arriscadas cabras, Jacintillo; de ovejas mansas y dóciles, María del Reposo; entrambos en el alborear de la juventud, en los primeros vuelos ardientes del espíritu.
Y entráronse los dos rebaños en el mismo monte: las cabras regalándose con la flor de los arbustos, llenas de miel, henchidas de polen; las humildes ovejas paciendo la hierba olorosa, pegada al suelo, que perfumaban con el olor de las semillas, con el áureo polvo de sus pétalos.
–A ver tú, so trapajo, si daleas la piara y echas pa allá tus cochinas ovejas. ¿No estás viendo que estoy yo aquí con lo mío?
–Es que dan en juntarse…; ayúdame tú, peazo de carne bautizá; y después de todo, todos comen: unos la flor que da el monte, otros las hierba que da el suelo… Nadie se estorba; así debíamos ser el ganao que va por el mundo.
–¡Qué sabes tú de lo que es el ganao del mundo, muñeca estripá! A recoger la piara sarnosa, o…
Y Jacintillo, con la cayada en alto, se fue hacia la zagala con ánimos revueltos y sanguinarios.
–¡Contra! que todos los días habemos de tener la misma fiesta… ¿No quieres largarte? Pues yo te echaré pa siempre, así…
Y se quedó con el palo levantado, sin saber por qué no lo descargaba sobre aquella carne débil, rosada, resplandeciente como la pared de la ermita, y como ella, indefensa y humilde.
–¡Pégame, bruto; pégame, bruto!
Y no decía más la angustiada Mariquilla; y lo decía llorando, con una aflicción convulsa, como si ya tuviera en su piel rosácea la huella cárdena de los palos.
–¡Qué te había de pegar, so tonta! ¡Fueras tú un zagal!, ¡y ya verías! Pero a ti, muñeca blanda, flor de jara, amarga y dulce; cogollo de romero, que sueltas miel y eres áspera como la madroñera, ¡qué te había de pegar! ¡Paece mentira!
Y súbito, en un arranque de amor juvenil, de amor primitivo que palpita en la especie, Jacintillo tiró la cayada, fuese al barranco, cortó una rama de adelfa florida, y con el cuchillo de partir pan hizo una flauta maravillosa, de encantadora armonía, que despertó a la vida el valle pacífico y estimuló en sus nidos a los pájaros amantes.
–¡Toca tú, so tonta! Así, por este bujero.– Y ella ponía sus labios en el pedazo tibio, humedecido, de la flauta de adelfa, amarga y dulce a un mismo tiempo… ¡No sabía! Y el pícaro Jacintillo, anheloso de oír el estallido seco y ardiente de una melodía que entonces deseaba, puso sus labios en el mismo trozo de la flauta… y –¡Así, así!–decía a punto en que el ansiado aleteo de algo amoroso que llenaba el ambiente, restallaba en los labios a través del palo de adelfa, sonoro y admirable.
………………………….
Las cabras y las ovejas pacían juntas, confundidas, en una fraternidad de mundo primitivo; los altos pinos parecían gemir en el crepúsculo dorado y apacible; vagas columnas de humo azul se elevaban de las chozas grises, de las casitas blancas, y el gemido religioso, balbuciente, de la campana de la ermita, llamaba al espíritu a lo alto, a los horizontes crepusculares teñidos de oro, ensangrentados de púrpura.
En tanto, Dafnis y Cloe, inocentes, amorosos, felices en medio de la Naturaleza infinita, seguían tañendo con sus labios juveniles en la flauta amarga, ideal y sonora…

Blanco y Negro, 17 de agosto de 1901