martes, 3 de febrero de 2015

LA MEJOR DEL PUEBLO (Alejandro Larrubiera)

Cifrábanse las ilusiones del pobre mozo en levantar de nuevo la casa de sus padres, que el tiempo tirano inclemente, iba deshaciendo día a día, minuto a minuto.
Y Juan, siempre que abandonaba el hogar para ir a sus faenas, dirigía una mirada melancólica hacia las pardas y agrietadas paredes y suspiraba:
–¡Algún día serás la mejor del pueblo”

II

Pasaron años y años.
Juan trabajaba, siempre afanoso, siempre preocupado con aquella idea suya de reconstruir la casa de sus mayores.
No malgastaba un céntimo; no se le conocía vicio alguno; rehuía el alternar con otros mozos para no verse precisado a escotar en sus zambras y jaleos.
El bello ideal suyo era reunir dos mil pesetas; cantidad fabulosa para quien solo gana setenta y cinco céntimos diarios.
Se privaba de todo, aun de lo más necesario para la subsistencia, rayando en tacañería absurda la obsesión de amontonar dinero.
La vista de las monedas parecía resarcirle de todas las penalidades e inverosímiles abstinencias que le costaban; una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro enjuto, de ordinario sombrío, y, con voz alegre decía mirando la resquebrajada y negruzca chimenea del hogar, que amenazaba caer sobre su cabeza:
–¡Algún día serás la mejor del pueblo!

III

¡No tuvo amores!
–¡Las mujeres gastan! – replicaba si alguien se permitía motejarle la gran orfandad a que a sí mismo se condenaba.
Llegó a los cincuenta años.
Un día –¡día el más feliz, hermoso y sonriente que jamás gozó criatura humana!– Juan vio que tenía completa la suma necesaria para realizar su sueño dorado.
Y regando con lágrimas de loco entusiasmo el montón de plata que palpaba con febril ansiedad, tartamudeó:
–¡Serás la mejor del pueblo!

IV

La piqueta hincó su diente de acero en la mansión de nuestro hombre.
Comenzó la construcción de la nueva casa.
Juan se pasaba las horas embobado contemplando el ir y venir de los artífices.
Seguía el curso de su obra con el embeleso con que un padre los progresos de su hijo más querido.
Y como hombre satisfecho de sí mismo, murmuraba orgullosamente, dirigiendo miradas triunfantes en su derredor:
–¡Serás la mejor del pueblo!...

V

Para que la casa estuviera completamente terminada faltaban contados días.
El hombre sumaba, con impaciencia de enamorado, los minutos que le faltaban para posesionarse del inmueble que reasumía su juventud, su vida entera.
Una noche, Juan se acostó bueno y sano, y soñó que se veía ya en su flamante domicilio.
Y despertó enfermo, con un dolor agudo al pecho, como si un punzón se clavase en él.
Intentó vestirse y no pudo.
Sintió una angustia horrible ; hizo un esfuerzo brutal, y arrastrándose por los suelos, que de otra manera no pudo, llegó hasta el balcón.
Y con la mirada extraviada, trémulo, ansioso, con ansiedad de hidrópico que ve cerca de sí el agua, vio allá a lo lejos, como paloma posada sobre el verdor del prado, su casita blanca y coquetona.
Aquello que le punzaba el pecho no tenía remedio. El doctor vaticinó que Juan se iba por la posta. Y Juan murió murmurando en el delirio: –¡La mejor del pueblo!

ALEJANDRO LARRUBIERA
(Diario de Pontevedra, 22 de octubre de 1897)