lunes, 2 de febrero de 2015

LOS OJOS (Antonio González Pineda)

Con los codos apoyados sobre la mesa, contemplando con estúpida mirada el vaso vacío, y sintiendo un desfallecimiento general y una invencible repugnancia a cambiar de postura, permanecí largo rato.
A través de las nubes de humo de las pipas, pasaban ante mis cerrados ojos, rostros desconocidos, alegres los unos, sombríos los otros, mesas cubiertas de vasos, hombres que parecían arrastrados por loco torbellino, y dominando la espesa niebla, el alto mostrador lleno de botellas.
Sintiendo en los oídos el confuso rumor de las conversaciones, empecé a sentir una gran lasitud, una necesidad imperiosa de cerrar los ojos, y comprendiendo que iba a dormirme, intenté levantarme.
En aquel momento una pesada mano, apoyándose en mi hombro, me hizo caer sobre el banco, y un marinero, cubierta la cabeza con un sombrero de grandes y ajadas alas, se sentó frente a mí.
No había visto nunca a aquel hombre, pero me llamó poderosamente la atención.
Alto, de piel morena, casi negra arrugada como la de un viejo, aunque no tendría más de cuarenta años, lo que más se veía en él eran sus ojos, ojos negros magníficos hundidos en profundas órbitas y rodeados de un círculo violado.
Le cruzaba la cara una cicatriz que empezando sobre la oreja izquierda iba a terminar en la mejilla derecha y que desfiguraba por completo su fisonomía.
Vestido con una blusa azul y un pantalón gris, dejaba adivinar en sus anchas espaldas y sus gruesos brazos, una fuerza hercúlea.
Instalado en su asiento cogió el jarro de Brandy y sin molestarse en llenar el vaso, bebió a grandes tragos, después cruzó los brazos sobre la mesa y fijando en mí su profunda mirada, dijo con voz ronca.
–¡No me pregunte usted nada. Sin necesidad de hacerlo le sobra todo.
Y al decir esto pasaron por sus límpidos ojos, fugaces relámpagos.
–Sé que es usted médico, –me dijo,– esos cargadores que están ante el mostrador lo estaban diciendo, y necesito que me cure.
–He sufrido mucho,– prosiguió con voz ahogada,– durante muchos años he luchado; pero esto,– dijo llevando su crispada mano ante sus ojos,– es más fuerte que yo. Hace seis años vivía en Liverpool con una criada que había sacado de una taberna de Stuart Street. Se llamaba Kate y como era mala y yo no tengo muy buen carácter, nuestra vida no era precisamente un paraíso. Yo estaba celoso, un marinero que la había conocido cuando despachaba cerveza en Stuart Street la rondaba, y con este motivo teníamos terribles cuestiones y yo la golpeaba sin piedad.
Una noche, después de una disputa más fuerte que de costumbre, en que la pegué hasta hartarme, la cogí por el pelo y la arrastré por la habitación; luego, cansado de la lucha me acosté sin ocuparme de ella y ebrio de golpes me dormí como un tronco. Cuando desperté, creía que soñaba. Kate de pie junto a mi cama, tenía una luz en la mano y había en su desfigurado rostro manchado de sangre tal expresión, que a pesar de que no me asusto fácilmente,– dijo irguiendo la cabeza,– sentí miedo e intenté levantarme de la cama; pero entonces advertí que estaba atado.
Después, casi no me acuerdo de lo que pasó,– y el decir esto era tan ronca su voz que me costaba gran trabajo entenderlo.– Kate me insultó, me echó en cara mis golpes, me mostró su destrozado cuerpo, y llena de ira, sin escuchar mis protestas mezcladas de amenazas y blasfemias, con sus rotas manos me sacó los ojos.
El horrible dolor que sentí, pues me pareció que por las órbitas me sacaba el cerebro, hizo que reuniendo en un supremo esfuerzo todo mi vigor, rompiera las ligaduras.
Entonces, a tientas, saltando como una fiera, guiándome por sus gritos, empecé la persecución de Kate; ésta, asustada, cayó antes de llegar a la puerta y la alcancé, me arrojé sobre ella, a puñetazos la hundí el pecho, arrancando jirones de carne entre mis dedos, y loco de dolor, queriendo hacer con ella lo que con mí había hecho, a mi vez le saqué los ojos.
¿Quién me inspiró la idea que se me ocurrió entonces? ¿Qué demonios hizo que, a tientas, colocase en mis vacías órbitas los negros ojos de Kate?
¡No lo sé, pero impulsado por una locura horrible lo hice y apenas me los puse lancé un grito! ¡Ante mi estaba el cadáver destrozado de Kate con el pecho hundido en medio de un charco de sangre, que la luz vacilante de la lámpara alumbraba débilmente.
Huí. Un buque salía para el Canadá; me embarqué y por la noche, cuando me retiraba a mi hamaca, en medio de la oscuridad del entrepuente vi, no ante mis ojos, sino en ellos mismos el cadáver de Kate, cuyas vacías cuencas parecían pedirme sus ojos. Mis gritos despertaron a mis compañeros que acudieron con luces y la horrible visión despareció; pero apenas los marineros se alejaron y la oscuridad me envolvió, apreció otra vez.
Desde entonces mi vida es un infierno, una lucha continua contra el sueño, una retirada constante ante la oscuridad, y ¡cada vez que me vence el cansancio y cierro los ojos, despierto aterrado con el cadáver en ellos!
Calló; yo le escuchaba asombrado sintiendo frío sudor humedecer mis sienes y sin poder apartar de sus negros ojos mi mirada. Mientras hablaba los consumidores habían ido abandonando la taberna poco a poco, las luces se apagaban, y al terminar su relato estábamos casi a oscuras, pues la débil luz del alba apenas asomaba.
Entonces vi a aquel hombre temblar, levantarse, y con las manos ante los ojos cual si quisiera arrancar de ellos el espectro, lanzarse a la puerta y desparecer.
Me levanté a mi vez y me pareció que me quitaban del corazón un peso inmenso. Llamé, y la cara maliciosa y sonriente del mozo se trocó en asombrada al preguntarle por mi comensal.
–El señorito estaba solo; en toda la noche no ha hablado con nadie y hace tres horas, al ver que dormía, lo acosté en el banco.
Salí de la taberna. El aire frío de la madrugada refrescó mi cabeza y pensaba que todo había sido una horrible pesadilla, cuando un grupo de gente que había reunido en uno de los muelles llamó mi atención.
Me acerque, y en el suelo, chorreando agua, con las ropas pegadas a su robusto cuerpo, vi, estoy seguro, vi al hombre de los ojos negros, a mi interlocutor de la taberna.
Me incliné sobre él para convencerme, y al contemplar su rostro atravesado por la ancha cicatriz, pude ver a la dudosa luz del alba que no tenía ojos…

ANTONIO GONZÁLEZ PINEDA
(Diario de Pontevedra, 9 de octubre de 1897)