domingo, 15 de febrero de 2015

LOS ANIVERSARIOS (Juan de Mañara)

No hay nada tan triste como los aniversarios, sea cual fuere la índole del suceso que conmemoremos: si fausto, porque echamos de menos los placeres del antaño perdido; si desagradable, porque recordamos lo que entonces sufrimos, los afanes, los desengaños, los errores y toda esa máquina y laberinto de episodios que van derramando sobre nuestra historia las hieles del desencanto.
Los jóvenes, como no tienen historia, ignoran lo que es esto, pero los que ya vamos siendo viejos sabemos, en virtud de una experiencia harto melancólica, que la memoria y los recuerdos son los verdugos de la ancianidad.
¡Ay, de aquel que solo vive en lo pasado!
¡Ay de aquel que su alma nutre en su pesar!...
Las horas que huyeron llamará angustiado,
las horas que huyeron ya no volverán…
Yo… (¿Por qué no decirlo cuando parece que los años autorizan a todo?...) Yo… he vivido muy deprisa, gocé hasta la hartura de cuantos divertimientos apeteció mi deseo, y arrojé la fruta prohibida cuando ya había estrujado todo el dulce jugo del bagazo. Esto hace que tenga muchos recuerdos y que en mi vejez haya numerosos aniversarios, y que siempre esté diciendo:–Quince años, veinte años atrás, tal día como hoy, me sucedió…
Es un cuento interminable; bagaje inútil de mi juventud  que me acompaña a todas partes como comparsa vocinglera de polichinelas bufones, recordándome mi antiguo poder, mi debilidad presente y mofándose del temblor que ahora agita mis manos enflaquecidas…
De aquí procede el que yo estime al mundo de muy distinto modo a como lo consideran los jóvenes. Todos se apuran por el presente; la presunción humana es tan grande que cada cual cree que sus alegrías o sus dolores afectan también a la humanidad y que hasta la armonía del universo depende de su deseo o de sus oraciones. Hay momentos, (y lo afirmo rotundamente porque son arrebatos que yo también he sentido) en que creemos que han de desgajarse las estrellas del firmamento si no conseguimos ejecutar o cual propósito… ¿No es cierto?... Y al día siguiente nos admiramos de ver que el cosmos prosigue impasible su camino, sin preocuparse de nuestra infinitesimal pequeñez.
Quien no me comprenda no ha sido joven nunca, aunque solo cuente veinte años; su corazón es insensible, inepto, como semilla revejida y estéril.
A propósito de todo esto voy a referir un episodio que me ocurrió en los primeros días de un mes de diciembre de hace treinta años, y que es lo que me ha sugerido las reflexiones precedentes.
***
Entonces mantenía yo relaciones honestas con una muchacha de El Viso, pueblo famoso en toda la provincia de Sevilla por la gentileza y peregrina arrogancia de su mujerío.
El loco capricho que Bernarda supo encender en mí no es para descrito, porque ni aún elevando al cubo las hipérboles más extremadas del estilo andaluz, podría expresarse la mitad de lo que aquella flechadora niña, esencia de la sal, cogollo de la belleza y remate de lo bueno, me hizo amar y sufrir. No sólo me volvía turulato con sus ojos negrísimos de matadora, los hechizos de sus labios reideros y los lujuriantes incentivos de su recio y bien cumplido aparejo, sino que a estas perfecciones físicas unía el garabato de su conversación amena y chispeante como la de ninguna otra mujer. Esto, sumado a las dificultades de verla despacio y a solas puso en mí tal grado de furiosa afición, que no sé adónde hubiese ido a parar si Bernarda no hubiera dado vado a mi deseo concediéndome lo que durante mucho tiempo pretendí inútilmente: una cita en el huerto de su casa; una ocasión para hablar mano a mano y sin rejas ni testigos importunos que imposibilitasen las íntimas deleitosas explosiones de la pasión.
La noche en que me hizo tan dulce promesa, no conseguí dormir; al día siguiente anduve tan embebecido en mis meditaciones que no supe decir cosa con cosa ni hacer nada de provecho, y en cuanto se puso el sol empecé a sentir en los pies tal comezón de andar, que salí del pueblo y después de entretenerme dando vueltas por el campo, tomé un caminito de herradura que llevaba a la parte posterior del cortijo en que Bernarda vivía.
¡Cómo recuerdo aquellas impresiones!... El tiempo era hermoso: en el cenit, acribillado de puntos luminosos, distinguía perfectamente las constelaciones que llaman Arado y Carro; el viento soplaba sacudiendo las hojas amarillentas de los álamos plantados al borde del sendero; yo caminaba deprisa, envuelto en mi manta y con un sombrero muy tendido de falda echado sobre la cara; de vez en cuando volvía la cabeza temiendo ser espiado, y luego continuaba avanzando, asustándome del ruido de mis propios pasos. Al fin divisé la pared de la huerta adonde me dirigía, blanqueando entre los árboles a la luz de la luna. En tales momentos me hallé poseído de una excitación indescriptible; tenía calor, frío, miedo… miedo de que ella no cumpliese lo ofrecido, y de que lo cumpliese; la deseaba y la temía, pareciéndome que era imposible que una ventura tan máxima no fuese seguida de una gran desgracia… ¡Qué sé yo!...
Declaro sin rebozo y empacho que estuve tentado de volverme, y que el último trozo del camino no lo recorrí por mi voluntad, sino impelido por una fuerza más poderosa que yo. Llegué… en aquel momento creía que toda la Creación estaba pendiente de mí; allá lejos resonaban los ladridos de algunos perros vigilantes. Pasaron varios minutos monótonos, interminables, como eternidades… Después se abrió la puertecilla de la huerta y vi a Bernarda que, cogiéndome de una mano, me arrastró hacia dentro. Aún no se han borrado de mi espíritu ninguno de los incidentes de aquella escena memorable. Bernarda me llevaba y yo la seguía, deslizándonos sigilosamente bajo la sombra de los árboles; más allá nos sentamos en una hondonada, el uno muy cerca del otro, como para infundirnos fortaleza y calor… Hasta que insensiblemente me fui olvidando del peligro para solo pensar en la mujer codiciada…..
…….
Anoche di un paseo por la falda de Monjuich, a la vista del mar, y no sé por qué, recordé el amoroso episodio precitado.
–Hace treinta años que en este mismo día y a esta misma hora… – pensé.
Me vi como entonces era: muchacho enamoradizo y de arrestos, saliendo de El Viso envuelto en mi manta y con el sombrero guadifeño muy echado a la cara… Levanté los ojos; el tiempo era espléndido; la luna ascendía lentamente y su luz lechosa empenachaba de plata las crestas de las olas; el cielo parecía acribillado de puntos luminosos; el Arado y el Carro se distinguían perfectamente; el viento soplaba suave y en las sombras de la noche se perfilaban algunas manchas blancuzcas… ; allá lejos ladraban los perros… En los cielos la misma tranquilidad, en la tierra el mismo sosiego…
¿Qué ha sido de Bernarda?... Si no ha muerto estará avellanada y fea, y como yo, vieja y desvalida. No es el mundo el que pasa, somos nosotros los que huimos para no volver.
¿Quién no tiene en su historia algo semejante a lo que acabo de referir?... Antes yo era joven, como las personas que me rodeaban; ahora todos somos viejos. ¿Qué ha pasado?...
La vida es corta, gocémosla; gocemos, sí, en la seguridad de que ni nuestros placeres ni nuestros pesares importan a nadie, y amemos sin tasa; que sólo así, al emprender el último viaje, tendremos la inefable satisfacción de decir como Byron moribundo:
«Si volviese a nacer, haría lo mismo que he hecho»

JUAN DE MAÑARA

Vida Galante, nº 5. Barcelona 4 de diciembre de 1898.