martes, 17 de febrero de 2015

GIRALDILLA (Eduardo Zamacois)

Así la llamaban sus amigos, Giraldilla, porque era derecha y coquetona y esbelta como la Giralda, ese milagro arquitectónico con que apuntaló al cielo alguno de aquellos príncipes desconocidos del arte morisco.
De tan milagrosa joya del amor humano es probable que nadie recuerde, porque Giraldilla, o María del Milagro, que tal era su varadero nombre, murió hace más de medio siglo, y cincuenta años pueden mucho en la inconstante memoria de los hombres: pero allá, a principios del siglo actual, no había en Sevilla hombre que no la conociese y anduviera bebiendo los vientos por ella, ni mujer que no la envidiase, ni trovador callejero que no repitieses los cantares compuestos por la donosa muchacha; porque así como su coetáneo Manolito Gázquez encarnaba, según el respetable sentir de Estébanez Calderón, el espíritu hiperbólico y extremadamente colorista del pueblo andaluz, de igual modo en María del Milagro, sevillana de nacimiento y gitana de raza, estaban  reunidos y acoplados, como en magnífico ramillete de variados matices, la sal, y el picante ingenio de Andalucía.
Era más bien alta que baja, con una cinturita anillada que avaloraba las cumplidas redondeces de las caderas y del seno; el pelo negrísimo y echado sobre la cara, formando a uno y otro lado de las sienes dos persianas de azabache; los clisos negros también y picoteros; la tez bronceada, los labios frescos, los piños menuditos y blancos; y pisaba tan corto y pulido y había tan gitanesco garabato en los movimientos de su cuerpo, y tanto fuego en sus ojos, que el prestigio de María del Milagro se fue extendiendo por toda Sevilla y no hubo baile desde Triana a La Macarena, en que no buscasen a Giraldilla para darle pique y viso flamenco a la fiesta.
Dados estos antecedentes fácil será comprender cuán rico bocado era María del Milagro para los conquistadores expertos aficionados a quedarse con lo mejor de lo bueno, y las extremadas protestas y huracanados suspirones de que sería testigo la reja del cuarto en que Giraldilla dormía: pero ésta era de muy independiente condición para aceptar de buen grado la esclavitud de tales finezas, y aprovechaba sus facultades de poetisa para burlarse de sus adoradores zahiriéndoles con cantares que corrieron por Sevilla y más tarde por España, con lo cual han demostrado su origen genuinamente popular y su depurado sabor literario. Su musa recorría todo el pentagrama del sentimiento, y unas veces era triste, otras sentenciosa, o mordaz y cáustica, como un sinapismo; pero siempre espontánea y fácil, sin pretensiones ni académicas pulcritudes de estilo. Una noche de jarana, hablando con cierto pobre diablo que la cortejaba, exclamó Giraldilla:


Tu mare fosforiyera,
tu pare un esquila perros…
¡Vaya una gente fulera!...

De estas ocurrencias tenía muchas y apropósito de todo, y brotaban de sus labios sin esfuerzo, como las burbujas de aire en un líquido en ebullición.
Así vivía Giraldilla cuando cumplió los dieciocho años: sin amoríos ni afanes impuros que bastardeasen la columbina candidez de su virginidad; alegre, decidora, consagrada a su madre viuda y llevando en el corazón al presentimiento de que en lo porvenir, pasados cinco o más años, ella gobernaría la taberna que ogaño regentaba su madre, y tendría un esposo y churumbeles más bonitos que retazos de cielo, y todo eso con que las mujeres parecen soñar desde la cuna.

***
¿Cómo perdió la sin par gitanilla aquel contento de sus verdes año?...
De tan lamentable mutación era autor y responsable único cierto estudiante, gran decidor de mentiras y de almibarados requiebros, a quien por su mal conoció María del Milagro en una tarde de feria. Ella estaba tomando el fresco en la puerta de su ventorro, cuando él pasó caballero sobre un poderoso potro guadalcaceño que barría el suelo con la cola. Las miradas de ambos jóvenes se encontraron: él sonrió y el caballo, obedeciendo a una leve presión de la rienda, empezó a hacer piernas, como ganoso de demostrar con aquellas monadas la morisca gentileza y gallardía de su jinete; y Giraldilla, de ordinario tan despreocupada, se entró precipitadamente en su casa temiendo que sus ojos y el súbito rubor de su semblante revelasen la dulce querencia que en su impresionable corazón acababa de nacer.
Desde entonces Enrique y María del Milagro se veían todas las noches por la reja. Fue aquel un verano delicioso. Enrique llegaba a las once, después de cerrado el ventorro; Giraldilla le esperaba en la ventana, y allí, con los rostros casi juntos, como si cada cual quisiera robar con sus labios las palabras que decían los labios del otro, pasaban las horas.. Y siempre se separaban ya cerca del amanecer y del mismo modo: – Adiós, Girardiya, ¿eh? ¡Hasta la noche…
–Adiós, rey…
Durante los primeros meses, el galán se limitó a ponderar la buena ley de su cariño; luego, cuando calculó que la altivez de la joven estaba suficientemente domeñada y en sazón, se propasó a besarla la mano y luego los labios, hasta que insensiblemente, abusando de sus sagaces raposerías de muchacho corrido y de la debilidad de María, llegó a solicitar de ella la prueba más concluyente que de su pasión pueden dar las mujeres enamoradas. Giraldilla había cedido hasta entonces, pero aquella última exigencia de Enrique fue rechazada rotundamente. Eso no sucedería nunca, nunca… Riñeron y el galán estuvo varios días sin aparecer, y después volvió sumiso y alegre, como si nada hubiera acaecido entre ambos. Su tranquilidad, sin embargo, solo fue aparente, porque bien pronto renovó sus ruegos, apelando a todos los subterfugios imaginables para domeñar el ánimo de Giraldilla, que se defendía desesperadamente.
–No, rey, no– repetía María del Milagro; –¡eso no!... Después de casarnos seré tuya en cuerpo y alma; tu mujer, tu esclava; ¡lo que quieras!... Antes, no; porque me abandonarías, mi familia me despreciaría también y me quedaría sola, solita en el mundo y sin honra… ¡y con tu maldecío cariño metío en el pecho!
… En esta situación fueron transcurriendo los meses y Giraldilla se iba volviendo triste, muy triste, y alejada de sus antiguos divertimientos pasaba los días silenciosa, como escuchando el combate que en sus profundos reñían su pasión y su virtud.
–¡No, no!... murmuraba; – eso, no sucederá nunca.

*** 
Así las cosas, llegaron las famosas ferias de Sevilla, y María del Milagro y su madre empezaron a disponer la tiendecilla que todos los años abrían en la calle que llaman de Gitanas, y en la que expendían churros, aguardiente, pastas, almendras y otros artículos muy buscados y de poquísimo coste.
Desde muy temprano la madre de Giraldilla se instaló en la tienda, y la joven quedó encargada de trasladar desde el ventorro hasta allí y a lomos de un borrico, los muebles indispensables. En aquella tarea la ayudó Enrique. María trabajaba afanosa, sacudiendo sillas, descolgando cuadros, quitando la ropa de las cómodas y embalando botellas y vasos en sendos cestos llenos de paja. Aquel ejercicio había arrebolado sus mejillas y de vez en cuando lanzaba un gran suspiro de cansancio y se secaba con el dorso de la mano el sudor que la corría por la frente. Enrique la seguía, gozoso de verla tan hacendosa y tan guapa, los dos trabajaban sin dar paz a sus manos ni a sus lenguas, y algunas veces interrumpían  la brega para reír y besarse. Después, cuando el burro ya no podía soportar más peso, lo echaban a andar, y ellos le seguían cogidos del brazo y muy despacio, pasando por delante de las murallas romanas y recorriendo un largo trayecto solitario que duraba más de tres cuartos de hora.
Ya eran cerca de las siete de la tarde cuando Enrique y María del Milagro salieron del ventorro conduciendo los últimos muebles: delante de ellos caminaba el borriquillo cargado con un cesto lleno de loza, dos mesas y un espejo; el espejo de Giraldilla, el mudo confidente que la ayudaba a emperejilarse y satisfacía las dudas de su femenil presunción; y Giraldilla lo quería con un amor extraño de fetichista, como a un buen amigo que no miente nunca. Los dos enamorados caminaban lentamente y muy juntos, y de vez en cuando Enrique interrumpía la conversación para chasquera la lengua y lanzar un ¡arre!... vigoroso. La noche cerraba rápidamente y agujereando las sombras del horizonte se veían las pupilas rojizas de algunos faroles. La oscuridad y el desamparo del lugar despertaron en Enrique deseos que habían permanecido adormilados durante el día, y tras un habilísimo circunloquio tornó a plantear el problema, el eterno problema del rendimiento.
–Tienes que ser mía – murmuraba; – lo quiero yo, lo quieres tú también, porque me amas… Créelo, esto es algo fatal, incontrastable, que parece estar escrito allá arriba.
–Déjame, déjame, rey – decía ella; – no me supliques tanto, te quiero demasiado…
Habían acortado el paso y Enrique la estrechaba el talle mientras la miraba fijamente a los ojos, cual si pretendiese registrarla los pensamientos. Entre tanto el borriquillo se alejaba, y su cuerpo se empequeñecía dibujándose sobre el fondo gris de la carretera polvorienta como un punto negro.
–Ven– murmuraba Enrique apretando los dientes con furor: – aquí, entre estos árboles…
Ella procuró desasirse y echar a correr, horrorizada de lo mucho que le quería, pero él la sujetó por un brazo y Giraldilla se dejó prender.
–Es muy tarde – balbuceó; – mira, y ese se va…
El borriquillo continuaba alejándose, alejándose…
–Ven, ¿qué te importa?... ¡Ven!... – Y la atraía hacia unos viciosos herbazales que parecían encubrir todo el amroso misterio de las alcobas. Enrique había cogido a María por las muñecas y la arrastraba mientras ella arqueaba las caderas con un postrer movimiento de repulsa.

Cuando llegó a donde estaba su madre, ésta empezó a reñirla. ¡Buen negocio acababan de hacer!... El burro había roto el espejo; un espejo magnífico, el mejor mueble de la casa. ¿De dónde iban a sacar dinero para comprar otro?... Aquello era mala sombra, un augurio infalible de que los negocios no saldrían bien.
–¿Pero en qué infierno has estado metida hasta ahora, indina? – repetía la vieja.
María del Milagro la escuchaba sumida en un dulce ensimismamiento: pensaba en su caída, en las protestas de amor eterno que su galán acababa de hacerle, y en la misteriosa conexión que pudiera haber entre la pérdida de su candor y la ruptura del espejo; aquel espejito en que tantas veces vio reflejada su virginidad inmaculada de soltera… El borriquillo permanecía inmóvil, contemplando con aire preocupado los añicos del espejo.
–¿Pero en qué piensas, indina, en qué cavilas? – volvió a exclamar la anciana exasperada por el silencio de su hija.
Y entonces Giraldilla, la espumita de la sal sevillana, la hermosa entre las bonitas, la ocurrente entre las graciosas y la gentil autora de tantos cantares, repuso entre alegre y pensativa:

Maresita mía,
yo no sé por dónde
al espejito donde me miraba
se le fue el azogue…

EDUARDO ZAMACOIS
Vida Galante nº 7. Barcelona 18 de diciembre de 1898