sábado, 14 de febrero de 2015

FANTASÍA INFERNAL (Eduardo Zamacois)

Las hogueras del Infierno
de mujeres son formadas:
de las morenas, el humo,
y de las rubias, las llamas.

Satán es una creación portentosa, ciudadana de todos los países y contemporánea de todos los pueblos; comparadas con él las demás concepciones del arte parecen pequeñas, porque Satán reúne a la ambición que encadenó a Prometeo en las cimas del Cáucaso, la hermosura de Apolo, y los arrestos de Aquiles; ha tenido más metamorfosis que Proteo, más encarnaciones que Visnhú, más adoradores que el Sol; y las raposerías de Mercurio, la ciencia de Merlín y la gentileza de Fausto son insignificantes comparadas con la refinada truhanería, el vastísimo saber y la arquetipa hermosura varonil de Satán, el príncipe inmortal de las tinieblas…
Satán es imperecedero y cosmopolita: ha vivido en India, en Egipto, en Roma; vive aún, vivirá siempre…
Su poderío, no obstante, ha sufrido muchas alternativas de prosperidad y decaimiento, y sus dominios numerosas añadiduras, cercenes, raspaduras y pellizcos; y Él, que triunfó entre los israelitas con David, en Babilonia con Semiramis, en Asiria con Milita, con Aspasika y Epicuro en Grecia y con Cleopatra en Egipto, vino a encontrase  tras muchos vaivenes, cismas, luchas religiosas, y otros tropezones que fueran de intempestiva y aburrida enumeración, tan empobrecido y quebrantado, que nadie hubiese podido reconocerle en el lacio, triste y muy para poco monarca que vagaba sin consuelo por las tenebrosas profundidades de su imperio allá en los albores de nuestra Era.
El ascetismo cristiano, cobrando autoridad y prestigio del estoicismo latino, iba apoderándose de las conciencias; la obra que comenzó la espada flamígera de San Miguel la completaba el Crucificado, y tras una defensa desesperada Satán comprendió que el cetro del mundo caía de sus manos, que el número de espíritus precitos disminuía y que no estaba lejos el tenebroso día en que las hogueras infernales se apagasen faltas de combustible…
Y entonces se dio a discurrir en el medio más rápido y seguro de reconquistar su preclaro y temible valimiento de antaño…
*** 
Hacía más de un siglo que el Diablo estaba encerrado en su laboratorio buscando el modo de atajar la serie de descalabros y malandanzas que se le venían encima.
Sentado en un butacón canongil de elevado respaldar, Satanás meditaba, meditaba… poniendo en su atención una fuerza que la misma eternidad no hubiera sido capaz de empequeñecer. Estaba en un vasto salón cuyas pareces aparecían cubiertas por grandes armarios en los que había redomas herméticamente cerradas, frascos guardadores de sustancias y gérmenes de vicios misteriosos, y otras muchas enjundias y ungüentos de imposible clasificación; en un ángulo de la habitación había un alambique enrome, lamido por las llamas de un fuego eterno: el suelo era de granito, el techo muy alto y renegrido por el humo; a través de una ventana penetraban torrentes de luz rojiza que derramaban reflejos fatídicos de incendio sobre las armas y los objetos de acero repujado que adornaban la parte superior de las anaquelerías; en medio del laboratorio y justamente encima del sillón que Satanás ocupaba, había una gigantesca araña formada con huesos humanos que se columpiaba suavemente en el vacío, majestuosa, siniestra, imperturbable, como el péndulo del reloj de la Muerte.
Con una pierna cruzada sobre la otra, el cuerpo apoltronado en el fondo del sillón, la barbilla apoyada sobre el pecho y el entrecejo violentamente contraído, Satán meditaba persiguiendo una idea que había pasado por su cerebro con un vuelo inseguro y rapidísimo de golondrina loca. Dentro de la habitación, los líquidos que hervían en el alambique murmujeaban sordamente; fuera, alegrando las tenebrosas lejanías del Abismo, resonaban los gritos de un puñado de demonios de buen humor que bailaban alrededor de una hoguera, blasfemando y bebiendo sendos jarros de vino infernal…
Y entre tanto Satán discurría en el modo de rehabilitarse, reconquistando su poder mundano y reanimando las hogueras infernales con nuevos espíritus de réprobos. ¿Qué sería de él cuando la humanidad empecatada renegase de sus errores y la última hoguera del Infierno se extinguiese falta de combustible, y el Abismo quedase anegado en un mar de tinieblas heladas?... Y ante la posibilidad de ver realizado aquel presentimiento espantoso, temblaba de pavor, pareciéndole que la Eternidad le oprimía las sienes con un casco de hielo.
De pronto, su imaginación se iluminó y vio claro. ¡La belleza, la mujer!... Allí estaba la salvación de su ruinoso poderío; ellas le habían sostenido en muchas situaciones difíciles, merced a ellas triunfó de polo a polo, en Asiria, en Grecia, en Roma, en Cartago. ¡El amor, el único sentimiento capaz de lidiar ventajosamente contra el estéril ascetismo de la Cruz, la única pasión que oscurece y deslustra los purísimos deliquios del Edén prometido!...
Por el rostro expresivo, enjuto y bronceado de Satán pasó un ramalazo de placer insano; sus ojos resplandecieron y una sonrisa jugueteó en sus labios. El problema estaba resuelto; la mujer aseguraría su imperio en el mundo y aumentaría indefinidamente el combustible de las hogueras infernales; sí, la mujer que tantas veces le sostuvo y aupó, le salvaría una vez más… Y Satán se levantó presuroso, deseando reconquistar el tiempo perdido, y se puso a fabricar aquella mujer de cuyo cuerpo dependía la salvación del Abismo.
Con celo infatigable trabajó en su obra noche y día, aumentando ciertas curvas, puliendo asperezas, limando angulosidades, redondeando las líneas demasiado duras; y de los inmensos almacenes en que guardaba los miembros de que el cuerpo humano se compone, sacó las narices más correctas, las bocas más dulces, los ojos más grandes y de más lánguido y voluptuoso mirar, y las carnes de más refinada morbidez; porque aquella mujer satánica había de tener toda la hermosura, el ingenio, la gracia pecadora, las enloquecedoras retrecherías y los selváticos ardimientos de las diosas paganas. En ella empleó Satán las joyas más preciosas y los metales, las flores, las fragancias y los ungüentos más extraordinarios de la química infernal; puso nieve en su frente y en su garganta, azabache en la trenza de sus cabellos, reflejos de esmeralda en sus pupilas, rubíes en sus labios; y amasó sus carnes con pétalos de azahar, leche, miel, almizcle, púrpura y otros elementos de gran calidad y regalado sabor.
Además, siendo como es el Diablo conocedor peritísimo de las flaquezas humanas y de lo que más gusta al hombre, puso en su obra cuánto hay de más afrodisíaco: la frente era pequeña, los ojos magníficos y serenos, la nariz ardiente y los labios sensuales; el talle, de formas venusinas, se estrechaba en la cintura y luego se ensanchaba violentamente modelando unas caderas de impecable contorno; y así fue deteniéndose en todos los pormenores, pintando lunares, limando huesos, corrigiendo perfiles y retocando lo hecho hasta terminar la escultura más perfecta que pudo soñar el más fantaseador de los morfinómanos.
La estatua estaba concluida, y solo faltaba inspirarla el soplo vital, dotándola de un espíritu, de un carácter. Entonces Satán puso en ella los encantos de la palabra, los arrebatos tempestuosos de la pasión que fustiga la carne con latigazos de lujuria y rebrinquetea a lo largo de los nervios, y algunos gramos de infidencia, de volubilidad y de ingratitud; y seguidamente hizo otra mujer con el mismo carácter y los mismos incentivos, pero rubia, cono ojos admirables para fabricación de los cuales tuvo que robar un poco de azul a los cielos.
Aquellas dos mujeres serían las terribles sacerdotisas del deleite: estaban formadas para la orgía, no para la maternidad; caprichosas, antojadizas, casquivanas, ardientes e ingratas; las terribles mujeres que quieren y olvidan, que aman a todos y no se dejan esclavizar por nadie; los demonios con rostro angelical que arman el brazo de los suicidas y llenan de víctimas los manicomios…
Satán las contempló embebecido, recreándose en aquellas hijas que tenían sus mismos ojos, sus mismo espíritu irresistible y gaitero, su misma sonrisa mefistofélica, flechadora y sarcástica; después las besó en los labios, con lo cual puso en ellos todo el venenoso ardimiento del infierno, y las lanzó al mundo, envueltas en un rayo de luna.

Hijas de aquellas mujeres son las que desde entonces corren por el mundo para desesperación y regocijo nuestro, pregonando el amor a la vida y desvirtuando las hueras peroratas que en pro de la castidad y del retraimiento ascéticos predican los Alcestes contemporáneos.
El Diablo triunfa; el Amor rige en el mundo como tirano omnipotente, la humanidad se prosterna de hinojos ante la carne todopoderosa y la Mujer, como la Muerte, no reconoce edades, ni fronteras, ni condición; príncipes y vasallos, nobles y plebeyos, todos son esclavos de su poderío y por Ella renuncian a lo más grande, a lo más santo…

“Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo”…

La mujer es el supremo estimulante del hombre, y puede tenerse por cierto que si Mahoma no hubiese tenido la precaución de poblar de huríes el Paraíso que promete el Corán, el Califato de Córdoba no hubiera existido.

EDUARDO ZAMACOIS
(Dibujos de Guerín.)
Vida Galante nº 4 . Barcelona, 27 de noviembre de 1898.